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Si uno es turista, y por tanto hace lo que le es propio a un turista, es decir, viajar por el placer de conocer, o es aventurero y hace lo que se supone que hace un aventurero, es decir, llegar a lugares remotos a pesar de los condicionantes y tratando de superar las propias limitaciones, entonces Chinguetti es un destino obligado para cualquiera de los dos en Mauritania. 

En mi viaje no cabe el turismo, pero sí una dosis importante de aventura inherente al hecho de viajar por tierra a través de 28 países africanos. El único argumento para justificar en este viaje una visita a Chinguetti es que allí se encuentra una de las bibliotecas más importantes en la historia de África, cuyos primeros volúmenes, escritos en piel de gacela, datan del siglo XII. Pienso, entonces, que está justificado que el representante de Escritores Sin Fronteras se acerque hasta allí y haga crónica de su visita.

La frontera entre Marruecos y Mauritania es, de hecho, la vía férrea por la que Mauritania transporta el mineral de hierro procedente de sus explotaciones mineras en el interior del Sáhara hasta Nouadhibou. Se trata del tren articulado más largo del mundo, que llega a medir, desde la máquina hasta el vagón de cola, más de dos kilómetros y medio. Al norte de la vía, el terreno está todavía minado, y uno se juega la vida al transitar por allí. Pero del lado sur, una pista discurre durante 600 kilómetros sin peligro alguno hasta Chum, a apenas otros 125 kilómetros de Chinguetti. 

Si quiero visitar Chinguetti sin añadir mil kilómetros más a mi recorrido (resultado de viajar directamente a Nouakchott para desde allí hacer ida y vuelta a Chinguetti) y el presupuesto y  los días que eso supone, la única forma de hacerlo es por Chum.

Lo mejor de viajar siguiendo el rastro de la vía es que el riesgo de perderse se minimiza hasta casi desaparecer (siempre habrá alguien que se pierda aunque el camino esté marcado de forma inequívoca). Ahora bien, hay dos formas de llegar a Chum; siguiendo el trazado ferroviario o sobre él. 

Enseguida tengo que abandonar la idea de viajar en solitario por el desierto, aún sin riesgo de perderme. Son más de seiscientos kilómetros a lo largo de los cuales hay algún tramo de dunas. No tengo espacio para cargar con la cantidad de agua y gasolina recomendadas (treinta litros de agua y otros tantos de gasolina). Además, la moto pesa una barbaridad, y sacarla de un banco de arena o de una duna puede conllevar un esfuerzo ímprobo. Por último, una avería podría significar tener que abandonar la moto. Definitivamente, en solitario y en moto no es una buena idea hacer ese trayecto. 

Investigo la posibilidad de hacer el viaje subiendo la moto en el tren hasta Chum. Es posible. Si se trata de una moto pequeña y cabe por la puerta, se puede transportar dentro del vagón de pasajeros, ocupado siempre por apenas un puñado de trabajadores de las minas. Si la moto no cabe por esa puerta, hay que solicitar un vagón plataforma para vehículos. El trámite requiere tiempo, previo pago de unos doscientos euros. El resto de los dos kilómetros y medio de tren son vagonetas para el transporte de mineral, y no hay forma de acomodar una moto. Por último, hay que tener en cuenta que la parada en Chum es técnica, dura diez minutos y no se prepara el vagón plataforma con la rampa para que desciendan vehículos, por lo que hay que bajar la moto a pulso con ayuda de los otros viajeros. Esto es posible, pero hay que tenerlo previsto.

Hay al menos un tren diario, pero los programados para los siguientes días no articulan vagón plataforma, así que no me queda más opción que renunciar a viajar a Chinguetti desde Nouadhibou y Chum. Si cuento aquí algo que no he hecho es por lo mucho que me habría gustado hacerlo, y porque esto me hace pensar que quizá haya otros que estén pensando cómo hacer lo que para mí no ha sido posible.

El trayecto entre Nouadhibou y Nouakchott no reviste ninguna dificultad. La carretera fue construida hace cinco años y se encuentra en perfecto estado. Se acabó aquello de tener que estudiar las mareas para viajar entre las dos ciudades por la playa, evitando así las dunas y las rocas sin quedarse atrapado por el agua del mar. Hay gasolineras a distancias razonables. Solo en una de ellas, emplazada a mitad de camino entre las dos ciudades, en el arcén izquierdo si se viaja hacia Nouakchott, se puede comer algo decente (yo no controlaba este dato y comí en otro lugar mucho menos decente). Las únicas incomodidades son el calor y los controles policiales.

De este tramo conservo dos grandes recuerdos. El primero de ellos, el paisaje. Duro, áspero, vacío, pero en cuya simplicidad reside una innegable belleza. Y el té que he tomado en ese chamizo.

Paro a por agua en una gasolinera, y a mi lado se detiene un todoterreno. En él viaja José Luís con parte de su equipo, camino del campamento en el que trabaja, allá en el interior del desierto. Veinticinco kilómetros más adelante verás una pista de tierra que se desvía a tu izquierda. El coche estará allí aparcado. Para y tómate un té con nosotros. Efectivamente, allí están.

Aquí nos relajaremos un par de horas refugiados del intenso calor, recostados en mullidos cojines dispuestos sobre las alfombras, pasando un rato memorable. A nuestro anfitrión, propietario del chamizo, le acompaña una mujer. Ella tiene la habilidad de leer el futuro arrojando sobre la alfombra un puñado de conchas de mar. José Luís no lo parece, pero se descubre su condición de golferas. Tú eres un hombre serio y recto, dice la mujer por boca del traductor de José Luís, señalándome. Ya estamos con la cantinela de siempre, digo. Pídele que busque un poco más, respondo. Y todos nos reímos con ganas. Dos mujeres se están peleando en este momento por la gracia de éste, dice la santera. ¡Joder, es verdad! responde José Luís. Más risas. Es mi turno de nuevo. También hay dos mujeres en tu vida. Son pequeñas. Están pensando en ti ahora. No te preocupes más. Deja de pensar tanto en ello. Todo va a ir bien. Supongo que se refiere a mis hijas. Entonces no me río. Y creo que tiene razón. Debo dejar de preocuparme. Y esperar que todo salga bien.

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La ciudad pirata

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Hasta ahora no he sido capaz de entender la naturaleza de Nouadhibou. Hablando hoy con Sergio, de la Fundación Habitáfrica, lo he comprendido en una sola palabra: Pirata. Nouadhibou es la ciudad pirata. 

Cuando entré en Nouadhibou creí hacerlo en una ciudad del salvaje Oeste. Una ciudad sin orden, sin ley, donde reinan la anarquía y cierta forma de libertinaje. Los animales hacen de la vía su territorio; los coches adelantan por los espacios en que nunca llegó a haber aceras; la arena del desierto invade la ciudad; allí donde no hay arena se amontona la basura; una sutil nube de polvo y humedad cubre la ciudad; el viento sopla a lo largo de las calles y entre los edificios; y la potente luz del sol recrea un escenario sin sombras, del que parece surgir todo esto de una manera irreal y en el que las figuras tienen algo de inanimado.

Saint-Exupéry escribió que Mauritania es tierra de hombres y patria del viento. Sin duda, Nouadhibou lo es. Encajada entre un océano y un desierto, es territorio solo para gente dura o acorazada. Sus pobladores son personas de carácter recio. Tienen algo de nómadas del desierto, y algo de pescadores de alta mar. Y en cuanto a la ciudad propiamente dicha, tiene el aspecto de ser algo provisional. Da la sensación de que ha sido construida para no durar. O, quizá mejor expresado, para que dure el poco tiempo que sus pobladores tengan previsto permanecer allí. Los edificios son a lo sumo de dos plantas, iguales entre sí, inacabados la mayoría, muy pocos de ellos han sido pintados. Si considero que el aspecto de la ciudad es definitivo, entonces indudablemente Noadhibou es una ciudad fea donde las haya. Pero si doy por bueno que se trata de una ciudad sin acabar, sin estética, a la que le falta todo lo necesario para parecer algo concreto, entonces Nouadhibou empieza a parecerme una ciudad interesante; una ciudad que todavía no es, pero que podría ser.

Aquí he conocido a José Luís, recién llegado de Las Palmas y camino de algún lugar en el corazón del desierto, donde gestiona un equipo de quince personas dedicado a agujerear el desierto en busca de granito azul. Pasará un mes entero en el campamento, a casi 50º, antes de volver a la civilización. 

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Juan y Dani dirigen la obra de construcción del nuevo dique del puerto. Son de Cádiz, y traen consigo la gracia y el salero que se les presupone. Jugar con ellos a la Escoba es algo más que jugar a las cartas. Tienen información de primera mano sobre lo que se cuece en el puerto. Los chinos han desembarcado en la ciudad por cientos para construir el nuevo puerto comercial. Se dice que su gestión la llevará a cabo un consorcio del que forman parte los chinos y el hijo del presidente de la nación.

Los restaurantes chinos se suceden en la calle que lleva al puerto, y a sus propietarios se los puede ver por la mañana bien temprano en los mercados y puestos de fruta, arramplando con cuanto haya de buena calidad. A las mujeres chinas las he visto por la calle vistiendo mallas o pantalón corto, lo cual no deja de ser chocante en una república islámica de población mayoritariamente negra.

 A Antonio le trajo aquí el rally Paris-Dakar, en el que participó siete veces a bordo de su camión. Ahora dirige su propia empresa arenera, ubicada a unos setenta kilómetros de distancia hacia el interior del desierto. Con él hablo de la posibilidad de llegar a Chum por el desierto, siguiendo la vía del tren, y bajar desde allí hasta Chinguetti. Lo sabe todo sobre  meterse en el desierto con algo dotado de ruedas y motor, y si dice que no debo hacerlo solo y con tanto peso en la moto, estoy seguro de que no debo. Es gallego. Me cuenta que está aquí de paso, para ganar dinero. Como todos, dice.

Nos hemos encontrado en el restaurante Gallego que pertenece a los padres de Guille, un chaval con el temperamento propio de los 20 años, que se está forjando con el espíritu anárquico que le es propio a todo navegante pirata cuando está en tierra. A la mesa está sentada también Sonia. “¡No te jode!” exclama, “no le da miedo follar a pelo pero le da miedo mi perro”. Lo dice refiriéndose a la camarera, y de forma perfectamente audible por ésta, que recela de acercarse a la mesa porque debajo de ella está acostado el perro de Sonia, del que se sabe que ya ha mordido a alguno. Sonia es bestia, soez y racista. En su beneficio solo puedo decir que tiene más cojones que la mayor parte de los hombres que conozco. Y es de ese tipo de personas que cuando las cosas se ponen feas y llega el momento de partirse la cara, quisieras tener de tu lado. Tal vez todo ello sea consecuencia lógica de haber nacido en El Aiunn en época de la Colonia, ser hija de militar, y llevar la mayor parte de su vida en diferentes países de África. Quizá, la única forma de sobrevivir en África siendo una mujer, sin dejar de ser una misma ni sucumbir al exacerbado machismo imperante, sea convertirse en un hombre.

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Hay lugares en el mundo de los que se diría que nunca llegarán a existir del todo. Son las ciudades pirata. Lugares en los que todo y todos parecen estar de paso. Y da la sensación de que Nouadhibou es uno de ellos. Todos los que he mencionado, chinos incluidos, no están para quedarse. Un día llegará en que uno tras otro regresen al lugar de donde vienen. O cambien de ciudad, quizá a otra tan pirata como ésta lo es ahora. Y tal vez sea entonces cuando Nouadhibou deje de ser todo lo pirata que es para convertirse en lo que hoy no parece que pueda llegar a ser.

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TanTan-Dakhla

Escucho afuera un zumbido como de autopista muy transitada, pero el asfalto más cercano es el de la carretera, a un par de kilómetros, y no se parece en nada a una autopista ni está muy transitada. Aún estoy en el saco, sin haberme despertado del todo, y doy por buena la hipótesis de que será cosa del sueño. 

Se me han pegado las sábanas. Quería estar en ruta a las 7 de la mañana. Son las 7 y todavía no me he duchado. Me asomo a la puerta para comprobar que los italianos siguen en el camping, y que a Paquita no le falta nada que no esté conmigo. Lo que veo al abrir la puerta me deja atónito. Frente a mí, a cincuenta metros, una sucesión de olas azotadas por el viento rompen unas sobre otras creando ese sonido como de rumor ronco de fondo. Era el zumbido que escuchaba desde dentro de mi saco, y no podía imaginar ni remotamente al despertar que ese rumor se debía a que un océano se me había venido a la puerta de la habitación.

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No hay agua caliente en la ducha. Los italianos aseguran haberse duchado con agua caliente y me dejan ducharme en una de sus habitaciones. Pero tampoco hay agua caliente en la suya. Decido no pelearme con mi sino, me ducho con agua fría y doy el tema por zanjado. Lo cierto es que la ducha fría me pone en órbita y me siento repleto de energía. Va a ser un día largo y duro, pero me propongo disfrutarlo, y no correr. Cuando arranco son las 8:30.

La luz de la mañana es preciosa. No puedo evitar parar varias veces para hacer fotos. Tardo tres horas en cubrir 170 kilómetros de asfalto en línea recta y sin tráfico. Eso es ir muy tranquilo. Además, no puedo dejar de parar en Tarfaya todo el tiempo que la situación requiera. Es un lugar anodino, pero vinculado a Antoine de Saint-Exupéry, autor de El Principito, por quien siento debilidad. Cubría la ruta postal en su avioneta entre Saint Louis y Casablanca, y paraba en Tarfaya para repostar. En esta ciudad hay un monumento y un museo en su memoria.

El monumento es como de juguete. Por el tamaño, y porque se trata de un avión de hélice de época, como en el que volaba, y como el que aparece en El Principito. Además, no se trata de una interpretación artística del autor, sino de una reproducción literal del que aparece en el libro, sin ninguna gracia ni talento creador incorporado a la obra. Tal vez por esa razón resulta tan asequible, tan propio. El monumento respira una inocencia casi infantil, y me digo que quizá fuera esa la intención del autor, y acercarse así cuanto es posible al espíritu de Saint-Exupéry y de El Principito.

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En estas estoy, dándole vueltas a la intención del autor en la creación de su obra, cuando de pronto se apean de tres todoterrenos un grupo de ocho chicas canarias. Me cuentan que están allí el fin de semana, participando en un encuentro relacionado con la danza. Juro que no miento. Ocho chicas con un coordinador y un guía. Canarias. Y todas ellas relacionadas con la danza. De pronto tengo la sensación de ser yo el centro de atracción, porque todas me piden hacerse fotos conmigo. Yo quiero una foto con él, que es como un Principito pero en grande, dice una. Y no se imagina ni por lo más remoto lo acertada que está.

Me invitan a comer con ellas. Siento la enorme tentación de aceptar, pero decido continuar. En cuanto me monto en la moto sé sin lugar a dudas que me he equivocado. No voy a tener muchas ocasiones de divertirme, y para divertirme no se me ocurren muchos planes mejores que pasar un rato con ocho chicas canarias. Me prometo a mí mismo no tratarme tan mal en lo sucesivo, y permitirme un rato de ocio y diversión en cuanto se presente la ocasión. Por si fuera poco, todas ellas tienen fotos de mí, pero no me di cuenta de hacerme una foto con ellas, así que no podré demostrar que lo que cuento es tal cual lo cuento.

El museo en memoria de Saint-Exupéry está cerrado. Más bien parece clausurado. Y no hay señal de vida humana alrededor que pueda informarme de su situación. Y digo que pueda informarme porque los quince niños que registran la moto en busca de algo que llevarse no cuentan. No tienen ni idea de quién era Saint-Exupéry, y solo cuando doy un grito y amenazo con llamar a la policía se tranquilizan y se están quietos. La bolsa sobre el depósito está abierta, al igual que las bolsas laterales delanteras, pero afortunadamente no falta nada. Me ven enfadado, y se inquietan. Entonces varios señalan al más pequeño como el culpable, y es cuando de verdad me enfado un poco con los que han señalado. Se puede ser ratero, pero no cobarde.

A medida que me acerco a El Aaiún se intensifica la presencia militar y policial. El tráfico es escaso, pero una gran parte de los vehículos son camiones o furgones del ejército o la policía. Y cada vez son más frecuentes los controles en carretera. Llevo conmigo las fichas con todos mis datos del pasaporte, incluidos los datos relacionados con el sello de entrada en Marruecos (frontera y fecha de entrada, y número de visado), y eso agiliza mucho el trámite. En algún puesto ni siquiera me piden el pasaporte y se conforman con ese papelito. En todo caso, no deja de ser un incordio pararse a cada tanto para responder a las mismas preguntas.

El Aaiún no es un lugar tan inhóspito como imaginaba. De hecho, es un lugar en cierto modo agradable a la vista. Veo árboles, y pienso que hace tiempo que no veía uno, aunque en realidad solo hace un par de días de eso. Y es que el tiempo parece ahora ser de goma, y cada día de este viaje vale en intensidad por cuatro. Cruzo la ciudad, pero no me detengo. Dejo atrás El Aaiún, pero no los puestos de control de la policía.

Las poblaciones están más separadas entre sí que el día anterior. Dos gasolineras consecutivas llegan a estar a 120 kilómetros de distancia una de otra, pero teniendo siempre el depósito entre lleno y medio lleno no tengo problema. Ni cualquier moto sin un depósito de 38 litros pero con piloto precavido lo tendría. Sin embargo, se hace fuerte una sensación injustificada de escasez, y eso se debe a la ansiedad que provoca tanto espacio abierto, de horizontes infinitos que parecen ser siempre el mismo. 

El mar ha viajado a mi vera todo el día, conmigo. Unos kilómetros lo hace algo más allá, y otros junto a mí, pero siempre presente. Viajo entre las inmensidades del océano y del desierto, y eso me provoca la ilusión de convertir mi carretera en una cuerda floja sobre la que mantengo un delicado equilibrio. 

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La tarde resulta monótona, y me aplico en cubrir distancia. Solo paro a descansar de vez en cuando durante unos minutos, y un par de veces para hacer unas fotos. Llego a Dakhla completamente agotado después de doce horas de viaje y algo más de ochocientos kilómetros de recorrido. Otra vez el camping. El que me atiende es un chaval joven, simpático, amable y educado. No casa en este lugar. Esta vez no se aplica el impuesto de porque sí a los que llegan a última hora, y pago 5 euros, que considero un precio justo. Aparco a Paquita junto a dos quads preparados para largo recorrido, con un aspecto imponente (a cuyos dueños no llegaré a ver), saco de las maletas lo imprescindible para pasar la noche y me instalo. La manta tiene el mismo tacto grasiento que la de la noche anterior, y hay arena sobre la sábana, además de un rastro oscuro en el lugar que ocuparía una persona. Retiro todo y coloco mi bendito saco.

Me doy una larga ducha en el baño público, con las chanclas bien calzadas y procurando no rozar mucho las paredes cuyas manchas tienen relieve. No hay nada que cenar a tiro. Con mi infiernillo me preparo un té bien caliente con leche condensada y miel, y me lo tomo a pequeños sorbos dando cuenta de mis últimas existencias de galletas Chiquilín.

Limpito y cenado me acuesto. Estoy molido, pero me llevo la cámara de fotos a la cama y aprovecho los últimos minutos antes de dormir para visionar las fotos que he hecho durante el día. Al verlas me doy cuenta de por qué estoy tan cansado. Me parece que el día ha tenido cien horas. No creo haber terminado de pensar la frase, y me quedo dormido.

 

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Una frontera mítica

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He cruzado multitud de fronteras a lo largo y ancho del mundo. En mi imaginario siempre ha habido unas cuantas que me han atraído particularmente. Todas ellas por razones diferentes. Algunas las he llegado a cruzar en algún momento de mi vida, como el Puente de la Amistad que une Nepal con China, o la que une Pakistán con India por Amristar, o la que une China con Pakistán por la Karakorum Highway, o la que une Estados Unidos con Méjico por El Paso, o la que une Irán con Turquía por el lugar desde donde se divisa el Monte Ararat, o la que une Camboya con Vietnam a lo largo del Mekong (ésta la llegué a cruzar, pero era ilegal y los militares me devolvieron a Camboya agarrándome del brazo). Sin embargo, me quedan otras por cruzar que tienen para mí un significado especial, me atrevería a decir que incluso mítico. Entre éstas últimas se encontraba la que separa Marruecos de Mauritania.

Traspasar esta frontera se había llegado a convertir para mí, por diferentes motivos, en algo que no podía dejar de hacer en algún momento de mi vida. Sobre ella había leído y escuchado todo tipo de historias relacionadas con la aventura en su estado más puro: habría que superar la franja de territorio entre los dos países que no pertenece a ninguno de ellos, o del que ambos se desentienden, exponiéndose a ciertos riesgos y peligros, y habría que sortear un territorio de minas, legado de la guerra, con riesgo de la propia vida, decían.

Been there, done that, que dicen los estadounidenses. 

La Tierra de Nadie no es una franja de unos 30 kilómetros de ancho, como me han llegado a contar quienes no conocían el lugar personalmente, sino de 3  kilómetros, como he podido comprobar. Se trata de un paraje desierto de vegetación y de almas. Teniéndolo a la vista no da la sensación de ser un lugar con ese aspecto inspirador y evocador que tenía sobre el mapa. Sobre el terreno es un lugar inhóspito, agresivo, cuya desolación no sugiere otra cosa que desamparo. Es medio día. El calor va en aumento, y casi puedo notar como la temperatura sube por minutos. Del sol salen unos inmensos tubos que vierten sobre el lugar una luz blanca, cegadora. Me doy cuenta de que mi sombra me ha abandonado. No tengo sombra. 

Cuenta la leyenda que el lugar está habitado por personas, subsaharianos normalmente (a algunos por aquí les cuesta creerlo, pero a fe mía que los subsaharianos son también personas), que han quedado varadas entre dos países, a los que se ha impedido entrar en aquel al que iban y sin posibilidad de pedir visado para regresar a aquel del que procedían, y que sobreviven de asaltar coches que, desprotegidos o a deshora, transitan de una frontera a la otra. Se dice que desvalijan a sus conductores y desguazan sus coches, cuyas piezas venden en un mercado negro que, como en todo puesto fronterizo, se ha generado en las inmediaciones. Después, queman los restos para borrar rastros. 

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En ese territorio no hay país y, por tanto, no hay policía que persiga a los malos, ni jueces que los detengan y encarcelen. Sencillamente, no hay ley. Es la patria de los apátridas, y en su patria no hay otra ley que su ley. Ten esto bien presente, me digo un momento antes de ponerme en marcha. 

Me aventuro en esos tres kilómetros en solitario. Las emociones y los sentimientos se cruzan en mi interior: estoy donde quiero estar, pero quizá estoy donde no debo estar. Siento emoción, pero siento también cierta aprensión. El corazón me palpita con fuerza, y me siento muy vivo. Y si por mis venas corre la pasión por la vida que me invade en ese instante, debo suponer que hago lo que tengo que hacer. Vivir, me digo, es esto, y todo lo demás es hacer planes.

A un lado y otro no consigo ver a nadie, pero eso no significa que no haya alguien oculto tras los promontorios que salpican toda la zona. 

Efectivamente, hay cadáveres de coches diseminados. Y veo también lo que debió ser un cargamento de televisores, del que solo queda un gran montón de carcasas de plástico castigado sin piedad por el sol. No lo puedo evitar. Es más, creo que en cierto modo es mi obligación. Y me bajo de la moto con la cámara de vídeo en mano. Es cómo hacer señales inequívocas de a quién hay que robar. Me acuerdo de cómo entré en la frontera marroquí, con el piloto rojo de la cámara parpadeando sobre el casco, y eso me hace sonreír para mis adentros y quitarle peso y trascendencia al momento.

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Me alejo un poco de la moto y ruedo unos planos. Ver el mundo a través de un visor te obliga a pensar sobre lo que estás viendo, y no puedo dejar de hacerme preguntas. Entonces tengo la sensación de que hay más mito que verdad en lo que se refiere a ese cruce fronterizo. Pienso que si verdaderamente las cosas fueran como se cuenta debería haber muchos más cadáveres de coches además de la docena que cuento. Entonces aparece un coche. El conductor toca el claxon. El copiloto se asoma a la ventanilla. Me grita algo así como que qué cojones estoy haciendo, y hace un gesto con la mano que interpreto como que si me he vuelto loco. Eso me enchufa de nuevo a la realidad del momento. Hago todavía unas fotos, guardo las cámaras y salgo de allí, sin prisa pero sin pausa, detrás de un tuareg al volante de un Peugeot que saluda amablemente cuando pasa junto a mí.

El tuareg, como suponía, elige el que parece ser el mejor camino entre tantas variantes como hay, y en cinco minutos tengo a la vista el puesto fronterizo mauritano. No he visto a nadie sin vehículo. Y nada ha sucedido.

Del otro lado, alguien con uniforme militar me pregunta si viajo solo, si he cruzado solo, y contesto que sí. Has tenido suerte, me dice, pero me resisto a creerlo. Tengo la sensación de que hay cierta tendencia a alimentar el mito. Yo, como tanta gente, solo me acuerdo de la suerte cuando es mala. Si es buena, tiendo a buscar explicaciones, o a atribuirme un mérito que no me corresponde. Debo revisarme lo concerniente a este asunto. En todo caso, me alegro por esta vez de haber tenido una suerte que nunca podré saber si realmente he tenido.

Superado el puesto fronterizo, la carretera es de asfalto de buena calidad. Ni rastro de pistas o sendas sembradas de minas. En menos de media hora, por mis propios medios y en solitario, podré estar en Nouadhibou, dándome una larga ducha antes de cenar. 

No sé muy bien qué esperaba. No me cabe duda de que las cosas, hasta hace bien poco, eran muy distintas. Conozco el caso de alguno que perdió la vida como consecuencia de pisar una mina en ese tramo ahora asfaltado, o el de otro que quedó mal parado cuando su coche pasó por encima de otra. Evidentemente, mi decepción no tiene que ver con que no me haya ocurrido nada. Tiene más bien que ver con la idea de que va resultando menos difícil llegar a cualquier lugar, cruzar cualquier territorio, y el ritmo al que eso va resultando cada vez más fácil es, en contra de lo que parece, vertiginoso.

Todo lo que puedo decir de la frontera entre Marruecos y Mauritania es que se trata de una frontera tan incómoda y antipática como tantas otras. Y que ha dejado de ser un mito en mi cabeza para convertirse en un recuerdo. Hay mitos que no deben ser desvelados, que no deben dejar de serlo. La obsesión por viajar y conocer nos lleva a lugares a los que nunca deberíamos ir. Son esos lugares capaces de generar recuerdos aún cuando jamás hemos estado allí. La frontera entre Marruecos y Mauritania era uno de ellos. Me consuelo pensando que tampoco había otro camino por el que entrar en Mauritania.

 

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Marrakech - TanTan

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Se me hace tarde. No consigo salir de Marrakech antes del mediodía. Se me acumulan los preparativos de última hora. Tacho la pastilla de jabón de la lista, que en este viaje sustituye al champú y al gel de baño, y al fin me considero listo para marchar. 

Es 28 de abril, y se cumple el primer aniversario del atentado con bomba en el restaurante de la plaza de Yamaa el Fna. La zona está atestada de policía, de uniforme y de paisano. Las inmediaciones de la plaza están cortadas al tráfico. El aparcamiento donde tengo a Paquita está dentro del perímetro de seguridad. Organizar el equipaje en las maletas de la moto me lleva media hora. Termino en el momento en que cesa la triste música con que se señala el instante final del evento que se ha preparado en memoria de las víctimas. 

Conecto la cámara del casco, me lo pongo, me coloco los guantes, engrano primera, acelero y Paquita se pone en marcha a las 12:30. Adiós, Marrakech. 

Renuncio a pasar siquiera un día en Essaouira. No me lo puedo permitir. Ni por tiempo ni por presupuesto. Relajarme un día en cada país supondría un mes de retraso en la Expedición. Otra vez será. Giro hacia el sur. Tengo más de 1.700 kilómetros por delante hasta la frontera con Mauritania, y voy a llegar hoy tan lejos en el mapa como sea posible. 

El viaje por Marruecos está resultando demasiado fácil. Me siento ridículo calzando cubiertas con tacos. Pero parece que las cosas pronto serán diferentes. Sigo en el mapa esa línea roja, que por la ausencia de poblaciones parece atravesar la luna, y me doy perfecta cuenta de que la cosa va a cambiar. En las inmediaciones de Agadir hay cierto lío de tráfico, pero paso de largo y, a medida que me alejo, el paisaje y el ambiente comienzan a cambiar con rapidez. Paro a descansar en un bar de carretera, y se me acerca un español que ha visto mi matrícula. Es David. Vive en Agadir. Tiene una empresa de envasado de frutas y verduras. Juraría por su buen aspecto que le va muy bien. Me da su número de teléfono, por si tengo algún percance. Y lo agradezco sinceramente. Espero no necesitarlo. 

Aparecen tímidamente los primeros turbantes y túnicas tuareg, y las primeras mujeres envueltas en telas de llamativos colores. Echaba de menos los colores en las mujeres. Estoy en Sáhara Occidental, y se nota. Inmediatamente después de los turbantes noto la presencia del desierto. No es exactamente que lo divise, que me vea rodeado de dunas o que la sed y el calor me acosen. No es eso. Es una sensación de otra naturaleza. Hay algo bestial oculto en mi horizonte, algo sobrecogedor que no veo pero presiento. Es el Sáhara. 

La densidad de tráfico ha disminuido, y la distancia entre poblaciones aumenta progresivamente. Nunca hay problemas de gasolina o de avituallamiento, sin embargo me doy cuenta de que mi cuerpo se ha puesto en estado de alerta. Hasta que llegue a Namibia, es territorio no viajado para mí. Viajo solo, y mi organismo es consciente de este hecho. Mi piel lo percibe.

Dejo atrás Tiznit y entro en Guelmim, una ciudad pequeña y caótica en mitad de la nada. Cae el sol, y necesito encontrar un sitio donde dormir. Un hombrecillo encaramado como pasajero al transportín de una Mobilette me hace señales para que me detenga. Y lo hago, necesitado como estoy de información. Habla un español tan malo como mi francés, pero agradezco no tener que pensar para hablar. Me somete a un tercer grado y me da consejos e indicaciones para el viaje. Me pregunto qué querrá venderme, pero es amable y parece no querer hacerme la envolvente. No consigo provocar un espacio en su verborrea para lanzar mi pregunta. Me advierte de las complicaciones de cruzar la frontera Mauritana. La clave es preguntar por el capitán de la policía, cuyo nombre es Bachir. Ése, me perjura, es el secreto para no padecer calamidades en el paso fronterizo. Bachir es amable y educado, me dice. Y no es corrupto. No acepta dinero. Pero es buena idea hacerle un regalo. A Bachir le gusta el té, asegura el hombrecillo. Un té especial que él conoce. Un té que a medida que me aproxime a la frontera me resultará más caro comprar. Con dos kilos será suficiente. Entonces se descubre el pastel. Me indica que le siga, que gustoso me acompañará a comprar esos dos kilos de té al mejor lugar que yo podría encontrar. 

Me resulta admirable la creatividad, la capacidad inventiva y el espíritu de supervivencia del hombrecillo. Yo sería absolutamente incapaz de articular semejante historia, tan bien estructurada, tan bien contada, al paso completamente inesperado de un viajero en moto con pinta de extraterrestre. Lo de menos es que tratara de liarme.

Salgo de Guelmim sin haber encontrado camping, o alojamiento a mi medida presupuestaria sin tener que compartirlo con otros seres vivos. Sigo camino, faltando a mi palabra de no conducir de noche casi tan pronto como he tenido ocasión de hacerlo. Tengo el depósito prácticamente lleno, lo que en mi moto, a una velocidad media de 100 kilómetros por hora pero cargada hasta el palco, supone una autonomía de unos 500 kilómetros, así que puedo aventurarme en la noche con tranquilidad, aunque extremando las precauciones. En ocasiones así, se agradece poder encender las luces antiniebla y alumbrar también ambos lados de la carretera.

En dos agotadoras pero maravillosas horas de viaje nocturno llego a Tan-Tan. A mi derecha, el mar. A mi izquierda, el Sáhara. Y sobre mi cabeza un cielo bien apretado de estrellas. Carezco de muchas habilidades. Es más, me sé incapaz para un gran número de menesteres. Pero puedo presumir de ciertas destrezas que compensan tanta torpeza como hay en mí. Algunas son de muy dudosa utilidad, pero otras son verdaderamente valiosas. Entre las valiosas cuento con mi habilidad para detectar los momentos importantes. Y entre mis habilidades puedo presumir también de una más rara que la anterior;  soy capaz de detener la vida unos instantes y disfrutar esos momentos. Y éste, el de hacer de bisagra de un cielo con un desierto y con un océano, es uno de esos momentos verdaderamente importantes.

Tan-Tan no es una ciudad, aunque en el mapa pretenda ese rango. Yo diría que tampoco es un pueblo, sino más bien un montón de casas cúbicas, sin pintar, de ese color agrio que tiene el cemento, desparramadas por un descampado con ínsulas de otra cosa venida a más.

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El camping Sable D’Or es ¿cómo diría yo? mmm… infecto. Sí, creo que esa es una buena palabra para definirlo. Se trata de una explanada árida y polvorienta, sin rastro de sombra. Es tarde, no hay luz, estoy muy cansado y no tengo el cuerpo para montar tienda. El tipo me cobra 14 euros por dormir en eso que él llama bungalow. He dormido ya en unos cuantos lugares por menos de 10 y todos eran mejores. Es lo que ocurre por llegar a última hora. El retraso se paga en forma de porque sí. Pero no hay alternativa. El aliciente es que en el mismo lugar se alojan siete italianos que suben en moto desde El Aaiún. Un grupo de lo más variopinto, tanto por ellos, de todas las edades, como por sus motos, entre las que hay desde una como Paquita hasta una Dominator 650, a cuyos mando viaja el más veterano del grupo, de unos 60 años de edad.

La manta tiene un tacto grasiento, así que la echo al suelo y coloco mi saco de dormir sobre la sábana, que tiene rastro de haber sido usada. Creo que mi saco de dormir es ahora mi posesión más preciada. Son los últimos días del mes de abril. En esta época del año, por el día no hace todavía un calor desagradable, y se conduce a través del desierto disfrutando del viaje. Pero por la noche la temperatura baja rápidamente, y afuera hace frío. Escucho el viento silbar contra las ventanas. Me arrebujo dentro del saco, cubierto por completo. El sueño viene a recogerme, y mientras me lleva asaltan mi memoria imágenes de lo vivido durante el día. Ha sido un día intenso. Un día que vale la pena haber vivido. Entonces me siento bien conmigo. Y me duermo.

 

Nador - Rabat

Hacía un viento infernal. No infernal de mucho viento, sino infernal de infierno. Ya en Melilla se había levantado un importante vendaval, pero del otro lado de la frontera la cosa era mucho más seria. Entre la frontera y Nador el viento me sacó de la carretera, y cerca estuve de caer a una zanja. Muy cerca. Tan cerca como que ya había puesto el cuerpo en tensión preparando una inminente situación de claro peligro. Pero en ese momento, por alguna razón, el viento amainó por un instante y pude hacerme con la situación.

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Paquita, conmigo encima, sobrepasa los 400 kilos de peso. Hasta 450 si llevo el depósito lleno. Tal peso, en esas condiciones de viento racheado, no significa ni mucho menos que la moto no se mueva, sino que es aún más vulnerable, porque contra cada variación en la fuerza del viento se produce una inercia opuesta proporcional al peso, con lo que uno va luchando contra la enorme fuerza del viento y contra la repentina ausencia de él. En una ocasión tuve que reducir marchas hasta engranar segunda, a una velocidad no superior a 30 km/h, y salir del golpe de viento acelerando hasta que éste cesó. En resumidas cuentas: conducir más de 200 kilómetros en esas condiciones resulta ser un verdadero suplicio. Y agotador.

Pero preferí llegar a Rabat conduciendo por la ruta del norte, por Alhucema y atravesando el Rif, territorio bereber, y parando a hacer noche en Chefchaouen, que viajar por el sur hasta Fez, y de allí a Rabat. En lo primero acerté, porque conducir por el Rif disfrutando de sus curvas de montaña y sus paisajes de bosque de pino mediterráneo y abetos es una verdadera delicia. Pero en lo segundo fallé, porque Chefchaouen no vale, desde mi punto de vista, más de una tarde. 

Nador-Rabat

Mal asunto cuando en un lugar turístico cualquiera se dirige a ti llamándote amigo. Eso significa que cualquier tipo de relación es inviable porque falta lo esencial: Respeto mutuo. Prueba de ello es que después de amigo se producían de forma invariable, y en el mismo orden siempre, dos preguntas. La primera: ¿Buscas hotel? La segunda: ¿Quieres hachís del bueno, marihuana de primera? Me contaron que debido a la crisis y al descenso en la venta de hachís, los distribuidores se han visto obligados a cambiar el hachís que no conseguían vender por heroína con la que ampliar su oferta, y no pocos vendedores se han quedado definitivamente colgados. Mal asunto.

En las inmediaciones de Chefchaouen, un mercedes de los años 80, de esos enormes que tanto hay en Marruecos, me siguió como un enajenado a lo largo de varios kilómetros, dándome las luces largas y pegándose a mí tanto como podía. Quería, por supuesto, hacerme parar y ofrecerme droga. De pronto, desistió y dio media vuelta. Supe después que a esos coches, en general, se los conoce con el certero apelativo de vacas locas.

El tiempo había cambiado desde Melilla, y ahora hacía frío y llovía. Cruzando el Rif se había hecho necesario abrigarme, pero con lluvia la cosa resultaba más incómoda. Decidí entonces quedarme en Chefchaouen una noche más, abstraerme del clima de cuelgue generalizado incluso en la recepción de mi hotel, y dedicarme a trabajar hasta que escampara.

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Dejé a Paquita en la plaza, bajo la supervisión del vigilante, a razón de 1,90 € el día. Saqué lo necesario para trabajar, y en el trasteo cayó la cámara al suelo. Eso mismo, y de la misma forma, me ocurrió hace 27 años, y tenía que repetirse precisamente en Chefchaouen. Desde entonces, para accionar el zoom se hace necesario aplicarse con determinación. También en el aparcamiento descubrí que la botella de plástico instalada en el portabotellas adosado a la maleta izquierda se había fundido, producto del calor despedido por el tubo de escape. Adiós botella. Y adiós aceite de motor de repuesto que llevaba precisamente en esa botella. Ahora, busco una de aluminio, que no se deshaga con tanta facilidad, y aceite mineral de las características del que necesita Paquita, pero todavía no he encontrado ni lo uno ni lo otro.

 

Llegar a Rabat desde Chefchouen resultó un agradable paseo sin contratiempos. No más de cinco minutos después de parar en la Avenida Mohamed V, mientras llamaba por teléfono desde una cabina a mi contacto en Rabat, cayó una tromba de agua de esas que obligan a todo el mundo, incluidos aquellos que tienen paraguas, a abandonar las calles, cobijarse en tiendas y refugiarse bajo soportales hasta que pase la tormenta. Escampó en cosa de dos minutos. Las calles parecieron quedar como recién valdeadas, y el gentío se puso en movimiento y continuó con sus vidas como si tal cosa.

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Félix

Félix 

Nunca llegué a preguntarle el nombre. Sé que se llama Félix porque le ayudé a rellenar el formulario de solicitud de visado en la embajada de Mauritania en Rabat. No es que yo hable mucho francés, pero Félix, Finlandés sin pajolera idea de francés y, por tanto, sin posibilidad de intuir lo preguntado en cada casilla, tenía un verdadero problema.

 

A cuenta de la solicitud de visado hicimos buenas migas, aunque nos separan 25 años de edad. Él tiene 20, toda la vida por delante para equivocarse, y una experiencia viajera que ya hubiera yo querido yo para mí a su edad. No ha viajado antes por África, pero se ha hartado de hacerlo por Asia, Europa y América.

 

No soporta, dice, los inviernos en Finlandia, y cuando siente que no aguanta más coge sus cosas y se va. Sin más. Y viaja. Eso muestra una peculiaridad de su carácter que tiene algo que ver con el hecho de que sea objetor de conciencia en su país (allí la mili sigue siendo obligatoria). No sólo lo es, sino que se negó a hacer el servicio civil sustitutorio y ha sido demandado por el estado por esa razón. Ahora, su estatus legal es de prófugo declarado, pero no condenado aún.

 

Viaja desde hace meses. Es escalador, y se detuvo en los Pirineos y en Madrid, en La Pedriza, donde alguna vez voy a correr, para practicar la escalada. Lo hacía en compañía de un amigo que acaba de regresar a Finlandia. Habían llegado hasta Marruecos y allí acababa el plan. Pero Félix decidió continuar viaje por su cuenta en compañía de dos franceses a los que habían conocido ¿Hablan inglés? no ¿Y cómo te entiendes con ellos? A duras penas nos entendemos.

 

El caso es que tiene aspecto de tipo muy sano, muy finlandés. Es más alto que yo, lo que me hace pensar que medirá 1,85, y si yo fuera chica diría que es un bombón. Está peleado con el clima y con la autoridad de su país, pero parece ser sociable, amable y educado. Felix es de esa clase de chico idealista, generoso y esencialmente bueno, que parece vivir en un mundo que él se va construyendo a su medida, al margen del que habitamos el resto. Supongo que por eso escala, y se escapa en invierno, y se enfrenta a un país.

 

Viaja haciendo autoestop. Es más auténtico, afirma. De esa forma se conoce bien a gente local, que te hablan de sus cosas y de sus costumbres, y tienes la oportunidad de compartir tiempo de verdad. Y estoy de acuerdo. Así es como aprendió lo que hay que saber sobre el hachís en Marruecos. Sus calidades. Sus precios. Su consumo. Las implicaciones legales.

 

Me confesó estar financiando su viaje con la compra-venta de hachís. Si lo haces, no lo cuentes, le dije. Perdió una zapatilla. No sé cómo. El caso es que no tenía dinero para comprar otro par. Entonces vendió su cazadora de escalador y se compró una piedra de hachís ¿Que dónde ocurrió tal cosa? En Chefchaouen. Qué casualidad. Y con lo que obtuvo por su venta compró un par de zapatillas, otra cazadora y le sobró para hacerse con una segunda piedra. Mal asunto.

 

Félix se encuentra al borde de un abismo. Un abismo oscuro y profundo. Muy profundo. Un abismo que se puede tragar el resto de su vida. Él no lo ve, pero para mí resulta cristalino. Y de nada serviría que yo hiciera de su padre. La cuestión no es si se gana un dinerillo trapicheando, o si así tendrá una aventura que contar cuando regrese. Se trata de que Félix vive desarraigado, desconectado de su origen sin haberse conectado todavía a otra realidad. Y está ávido de experiencias que espera vivir en sus viajes, mientras no estudia y se forma, lejos de responsabilidades y obligaciones. Es buen tipo, idealista,  vive desarraigado y está abierto a lo que sea que esté por venir. Todo eso junto constituye una combinación letal. Un bomba que le va a explotar en la cara. África no es el sitio para manejarse de esa forma, y Marruecos menos. Tal vez, y aunque suene paradójico, lo mejor que le podría pasar a Félix es que le detuviera la policía marroquí. Un susto a tiempo  tal vez le devolviera a casa, y a la universidad, con su familia y lo que quede de sus amigos. Si es la policía Mauritana la que le detiene tendrá muchos más problemas. Pero si nadie le detiene, estará perdido porque aunque en algún momento consiga volver a casa, en realidad no regresará jamás.

 

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Entrada en Marruecos

Este no es un viaje de placer. Ni siquiera del placer que produce a ciertas personas viajar como lo estoy haciendo. Es más, no es mi viaje. Este es un viaje que hago en nombre de Escritores Sin Fronteras, al servicio de los objetivos establecidos por la ONG. Eso significa que yo no marco el ritmo, sino que viene impuesto por el trabajo que hay que desarrollar. Ni decido los destinos, sino que vienen dados por los lugares en los que me debo encontrar con alguien para hacer algo. En este viaje no habrá visitas turísticas, ni de placer, ni improvisaré según mis gustos o mi estado de ánimo, ni podré dejar de hacer lo que no me apetezca, o de estar con quien no me apetezca. Pasaré por multitud de lugares muy interesantes sin tiempo para detenerme o desviarme. Y si me baño en el mar o puedo disfrutar de una puesta de sol, será resultado de la coincidencia.

Eso pasó en Melilla. O, mejor expresado, pasé por Melilla sin haber estado en realidad. Lo normal según mi plan de viaje. Sin embargo, lo de relacionarse y trabajar con personas que conocen bien el entorno en que me muevo tiene unas enormes ventajas. Por ejemplo, disfruté en casa de Karima y Abdelkader del cous-cous más delicioso que he probado en mi vida. Y debo decir que he probado unos cuantos. Y aprendí mucho charlando con ambos sobre la actualidad social, económica o política local, cosa que uno no tiene habitualmente la suerte de poder hacer cuando viaja. O no al menos con personas cuya opinión pesa en su entorno social y es tenida en cuenta.

Estuve 36 horas en Melilla. El tiempo justo para hacer mi trabajo y continuar. Por la mañana hice el primer envío de vuelta a casa de las cosas que me empezaban a sobrar. Solo unas pocas, pero que abrieron espacios entre el equipaje. Es lo que ocurre cuando el equipaje no se ha probado antes de la salida. Afortunadamente, en Melilla hay servicio postal de Correos.

Entrada Marruecos

Desde la misma oficina de correos hice la última llamada de teléfono desde mi móvil utilizando mi tarjeta. Fue a Telefónica, para cancelar mi línea. De esa forma, se cortó el último vínculo que me mantenía atado a mi vida, y con esa llamada se deshizo del todo mi Presente. En adelante, mi vida sería mi moto, Paquita, y las cosas que hubiera en sus maletas. Lo que tenía conmigo era con lo que verdaderamente podría contar a partir de ese momento. Esto me produjo una gran sensación de desarraigo, como de no pertenecer a ningún lugar, casi como de no ser nadie. Pero al mismo tiempo me hizo volver a sentirme tan libre como no me sentía desde mi viaje de vuelta al mundo en solitario. 

Pasé el puesto fronterizo español contento y decidido, perfectamente consciente de que en la cámara de vídeo acoplada al casco parpadeaba la luz roja que indica estar en funcionamiento. Era como entrar en la frontera marroquí mostrando con la luz a quién hay que detener. Un buscavidas de tantos como hay en los puestos fronterizos me hizo señas de seguirle, y corriendo delante de mí, entre los coches, me guió hasta el principio de la cola. Bajé de la moto y antes de que pudiera moverme tenía a mi alrededor a dos policías vestidos de paisano que parecían muy enfadados.

Traté de convencerles de que no estaba grabando ¿Cómo es entonces que estaba la luz roja parpadeando? me preguntó uno. No comprendo cómo acerté a responder algo verosímil, pero se me ocurrió decir que ya en la frontera española me habían advertido del uso prohibido de cámaras, y la había puesto en Pausa sin quitarme el casco. Que la respuesta fuera verosímil no significa que se la fueran a creer. De hecho, no se la creyeron. Y me condujeron de no muy buenas formas a la comisaría del puesto fronterizo.

De pronto recordé que no había descargado en el ordenador las imágenes del viaje grabadas hasta ese momento, y me maldije por haber cometido semejante error de principiante. Temí que me confiscaran la cámara o la tarjeta de memoria. Pensé entonces en lo que iba a decir cuando llegara el momento del interrogatorio. Un policía vino y se llevó mi pasaporte. Al cabo de un rato apareció el que sin duda era el jefe. A qué te dedicas, me preguntó. Escribo, dije, seguro de que habían reparado en los adhesivos de Escritores Sin Fronteras pegados en la moto. Qué escribes. Escribo anuncios de publicidad, contesté, convencido de que dedicarse a escribir cualquier otra cosa hubiera podido tomarse por subversivo. Me preguntó si estaba grabando con la cámara, y tuve que jurar que no. No me parecían tan valiosas las imágenes tomadas en la frontera como todas las demás que nada tenían que ver con el asunto y que ahora debía defender por todos los medios.

Algo le dijo el jefe a sus dos subordinados por lo que al cabo de un rato me dejaron ir. Todavía tardé un tiempo en terminar con las gestiones y poder abandonar el puesto fronterizo, pero no me registraron, ni me confiscaron la cámara o la tarjeta de memoria. Ya en Marruecos volvía a poner la cámara en funcionamiento.

 

La rutina de la rutina

La rutina es inherente al ser humano. Nos proporciona sensación de seguridad, de control y de estabilidad. Evidentemente, no me refiero a la sucesión de tareas o acontecimientos que acaban por hastiarnos, sino a eso que necesitamos que tengan en común nuestros días para incorporar cotidianidad a nuestra existencia. Esa es la forma en que nos procuramos la ilusión de que controlamos el devenir del tiempo y nuestras vidas.

Viajando como lo hago, no hay mucho espacio para la rutina. Yo diría más bien que la rutina no existe. Permanentemente cambia el escenario, las personas, las costumbres, la gastronomía, el idioma, el paisaje... Resulta de todo punto imposible encontrar cotidianidad en el escenario cambiante, y eso es algo que también el cerebro, pero sobre todo el espíritu, no están dispuestos a aceptar. Sin cotidianidad, sin rutina, uno puede llegar a caer en la locura. No hay cerebro capaz de administrar un flujo de información tan brutal sin resentirse. Por eso es tan importante construirse uno sus propias rutinas. Y como no es posible hacerlo en un escenario en permanente cambio, habrá que hacerlo en el ámbito de uno mismo, o allí donde el tiempo se detenga aunque brevemente.

Cuando viajo de esta forma, durante tanto tiempo, en solitario y en condiciones tan precarias, procuro levantarme siempre a la misma hora, sin despertador, y hago coincidir mi horario con el del sol. De esta forma, mis días empiezan siempre igual. El sol es lo único que no llevo conmigo que me acompañará todo el viaje. Una constante en mi día a día. Ni siquiera la luna, que tiene su propio ciclo. Y vivir a su ritmo me produce sensación de orden. El sol es un gran compañero de viaje.

 

La moto es mi casa. La maleta derecha es mi habitación, porque ahí transporto mis cosas personales. La maleta izquierda es la cocina y la despensa. La maleta superior es mi estudio. Las bolsas laterales delanteras son el trastero. Y la bolsa sobre el depósito es el baño. Procuro tener mi casa siempre muy ordenada. Cada cosa tiene un sitio asignado, y allí debe estar. No porque sea yo un enfermo del orden, que quizá, sino porque mantener organizadas mis cosas me ayuda a tener presente que vivo en algún sitio. Y ese lugar requiere de mi atención. La idea de tener una casa, aunque sea la más pequeña que se pueda tener y se mueva sin cesar, me tranquiliza.

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De todo lo que hago procuro inventarme una rutina. La forma y el orden en que saco mis cosas o el equipo, el modo en que hago de mi casa el centro de operaciones cuando cambio de actividad y dejo de grabar vídeo para hacer fotos, o paro de hacer fotos para escribir, o dejo de escribir para recoger las cosas de la habitación. De todo cuanto hago procuro construir la cotidianidad que me es necesaria y no es posible obtener de otro modo.

Estoy en Rabat. Una ciudad grande. No me gustan las ciudades grandes en los países subdesarrollados. Son incómodas, antipáticas por oposición a lo rural, y la gente es menos amable. Pero en este viaje resultan ser un mal necesario, porque es en las grandes ciudades donde acostumbran a vivir los escritores a los que debo visitar. Y porque se da la circunstancia que es en las ciudades donde uno puede adquirir lo necesario para continuar viaje, como conexión Internet, compras puntuales y rutina. Tengo cierta habilidad para encontrar enseguida lugares en los que estar a gusto, y cuando he dado con ellos no sigo buscando otros. Es así como construyo mi rutina, aunque sea una rutina con fecha de caducidad. Me muevo siempre por una zona, generalmente el centro histórico, en este caso la Medina, hasta que la controlo sin necesidad de preguntar. Cada mañana compro los cruasanes rellenos de crema de cacahuete, recién hechos en horno de leña, en el mismo puesto del mercado. Me los tomo con el café que me sirven a cincuenta metros (nunca lo debo pedir corto y muy caliente, como me gusta, porque es así como lo sirven). Escribo esto en el café a donde siempre (en mis circunstancias, más de una vez es siempre) vengo a escribir. Almuerzo en el restaurante Liberation, también en la Medina. Me tomo el te en el café D'or, donde tengo conexión Wi-Fi, ceno en los puestos callejeros, y no perdono mi delicioso bizcocho de coco que compro siempre camino del hotel (lo llamo hotel porque es el lugar en el que pago por dormir, pero no estoy muy seguro de que eso lo convierta en hotel).

Cuando dejo una ciudad, muere una rutina, y al llegar a la siguiente deberé construir otra. Y eso es, en sí mismo, una rutina.

Esto de las rutinas y la cotidianidad lo aprendí cuando viajé en solitario, durante dos años, alrededor del mundo. Lo aprendí a costa de un desgaste psíquico, físico y emocional severo. Ahora debo administrar mi energía, sobre todo la emocional, con precisión quirúrgica, porque en este viaje -más que en aquel debido a que este viaje va a ser claramente más duro, incómodo e ingrato- va a ser determinante el estado de ánimo para poder llegar al final habiéndolo resuelto con éxito.

 

Madrid - Málaga

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Putas de las que a esa hora de la madrugada, ya de mañana pero aún de noche, no se podría decir si iban o venían; policías nacionales que, apostados al pie del reloj, ni iban ni venían; borrachos que en su estado no podían saber si iban o venían; barrenderos que iban, barriendo aquel tramo de la calle Mayor, y que venían por Arenal, recogiendo el contenido de la papeleras. Ellos y yo éramos los asistentes al gran acontecimiento que estaba a punto de suceder. Yo, que venía de paso, desentonando en aquel decorado, con intención de irme de allí tan pronto como me fuera posible.

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Era la Puerta del Sol de Madrid, a las 5:00 horas de la mañana del 10 de abril de 2012. Eran el lugar y la hora en que la Expedición Africana de Escritores Sin Fronteras se puso en marcha. Un lugar emblemático, donde se encuentra el kilómetro cero del que parten todas las carreteras radiales españolas. Un lugar que fijar en la memoria mientras dure la Expedición como el lugar al que pertenezco, el lugar al que volver, para no perderme. Y un momento del día incierto, del que no se podría decir a ciencia cierta si está teniendo lugar el final del día anterior o el comienzo del nuevo día.

Un lugar desde el que todos los caminos arrancan y al que todos los caminos regresan. Un momento en el que algo se acaba, pero en el que algo nuevo y grande está a punto de ocurrir.

Tenía que ser en ese lugar y a esa hora.

José me ayudó con la grabación en vídeo de las últimas imágenes. Nos despedimos. Arranqué la moto ya con el casco puesto, subí en ella y me lancé adelante. Era un gran momento. El final de 18 meses de trabajo de preparación, y el principio de una gran aventura. En ese instante quedaron atrás los sinsabores, la frustración y los malos momentos vividos en el proceso. Por delante tenía 50.000 kilómetros de aventura en estado puro, en solitario, a bordo de Paquita.

Estaba agotado. Hacía tres noches que apenas dormía, y la última no había dormido nada en absoluto. El cansancio me impedía disfrutar el momento como había imaginado que ocurriría. No me quedaba energía extra en el organismo para emocionarme.

Aunque muy cansado, me encontraba despierto y capaz de afrontar el viaje hasta Málaga, donde al día siguiente debía embarcar con destino a Melilla. Sentía como mi cuerpo se esforzaba en reunir las fuerzas que le quedaban para suministrarlas sin reducir el flujo hasta que, de sopetón, se acabaran.

Enfilé por la Carrera de San Jerónimo. Después Sevilla y Alcalá. Paquita tenía un aspecto imponente, como de nave espacial. Llamábamos la atención. Los ocupantes de los pocos coches que circulaban a esa hora se volvían para observarnos a Paquita y a mí. Quizá se preguntaban quién era yo bajo el casco de Dart Vader. Adónde iría el tipo ese montado en una nave espacial. Qué clase de viaje puede hacer alguien para necesitar pertrecharse de tal forma. Y yo, dentro de mi casco y para mí, les contestaba que sí, que era yo: Nacho. El Nacho de siempre. Y que lo había conseguido. Que me iba a África. Y que ellos no eran conscientes de lo que en realidad estaba teniendo lugar ante sus ojos, pero asistían al mágico momento en que un gran, inmenso sueño, estaba dejando de serlo para convertirse en una de las experiencias más intensas que a alguien como yo le pueden llegar a suceder en el plazo de una vida.

Lástima que ese profundo sentimiento de victoria y satisfacción fuera contrarrestado por otro igualmente grande de soledad. Por momentos, nada de lo que estaba haciendo tenía sentido alguno y, de alguna forma, tenía el deseo de que algo sucediera que me impidiera continuar adelante con esa locura de viaje. De pronto, el camino se me antojaba demasiado largo, y demasiado solitario.

Me desperté rodeado de personas vestidas de verde. Cerca debía haber un cuartel de la Guardia Civil y sería el cambio de turno. Apenas había salido de Madrid, pero había tenido que parar a descansar o la expedición habría terminado unos kilómetros después de empezar. Y lo mismo ocurrió cien kilómetros más adelante, a falta de gente vestida de verde. Y otro tanto, de nuevo, doscientos kilómetros antes de llegar a Málaga. En esta ocasión, me quedé dormido sobre mí mismo, sentado en una silla de cara a la pared. El propietario de la nave espacial aparcada al otro lado de la cristalera, vestido de semejante guisa, debía constituir un curioso espectáculo para los clientes del local que pasaron por allí sin yo percatarme lo más mínimo. Así, a trompicones, y en permanente estado de aturdimiento, conseguí llegar a Málaga.

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En Málaga estaba previsto el cambio de ruedas. Mientras esperaba a que a Paquita le calzaran zapatos nuevos, no solo no me dormí sino que recuperé del todo la consciencia. Fue entonces cuando recibí el mensaje de Pepe: A las 18:30 en su casa. Y adjuntaba la dirección. 

 

Nacho Gasulla


Nacho Gasulla pertenece al a ONG 'Escritores sin fronteras', y lleva a cabo un proyecto apasionante: un viaje de 45.000 kilómetros a lo largo de 28 países de África. El objetivo: proporcionar las herramientas y la oportunidad de aprender a leer y escribir a niños de comunidades desfavorecidas del continente africano. Este es el cuaderno de bitácora de ese viaje fascinante.
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