9 posts de mayo 2012

Nador - Rabat

Hacía un viento infernal. No infernal de mucho viento, sino infernal de infierno. Ya en Melilla se había levantado un importante vendaval, pero del otro lado de la frontera la cosa era mucho más seria. Entre la frontera y Nador el viento me sacó de la carretera, y cerca estuve de caer a una zanja. Muy cerca. Tan cerca como que ya había puesto el cuerpo en tensión preparando una inminente situación de claro peligro. Pero en ese momento, por alguna razón, el viento amainó por un instante y pude hacerme con la situación.

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Paquita, conmigo encima, sobrepasa los 400 kilos de peso. Hasta 450 si llevo el depósito lleno. Tal peso, en esas condiciones de viento racheado, no significa ni mucho menos que la moto no se mueva, sino que es aún más vulnerable, porque contra cada variación en la fuerza del viento se produce una inercia opuesta proporcional al peso, con lo que uno va luchando contra la enorme fuerza del viento y contra la repentina ausencia de él. En una ocasión tuve que reducir marchas hasta engranar segunda, a una velocidad no superior a 30 km/h, y salir del golpe de viento acelerando hasta que éste cesó. En resumidas cuentas: conducir más de 200 kilómetros en esas condiciones resulta ser un verdadero suplicio. Y agotador.

Pero preferí llegar a Rabat conduciendo por la ruta del norte, por Alhucema y atravesando el Rif, territorio bereber, y parando a hacer noche en Chefchaouen, que viajar por el sur hasta Fez, y de allí a Rabat. En lo primero acerté, porque conducir por el Rif disfrutando de sus curvas de montaña y sus paisajes de bosque de pino mediterráneo y abetos es una verdadera delicia. Pero en lo segundo fallé, porque Chefchaouen no vale, desde mi punto de vista, más de una tarde. 

Nador-Rabat

Mal asunto cuando en un lugar turístico cualquiera se dirige a ti llamándote amigo. Eso significa que cualquier tipo de relación es inviable porque falta lo esencial: Respeto mutuo. Prueba de ello es que después de amigo se producían de forma invariable, y en el mismo orden siempre, dos preguntas. La primera: ¿Buscas hotel? La segunda: ¿Quieres hachís del bueno, marihuana de primera? Me contaron que debido a la crisis y al descenso en la venta de hachís, los distribuidores se han visto obligados a cambiar el hachís que no conseguían vender por heroína con la que ampliar su oferta, y no pocos vendedores se han quedado definitivamente colgados. Mal asunto.

En las inmediaciones de Chefchaouen, un mercedes de los años 80, de esos enormes que tanto hay en Marruecos, me siguió como un enajenado a lo largo de varios kilómetros, dándome las luces largas y pegándose a mí tanto como podía. Quería, por supuesto, hacerme parar y ofrecerme droga. De pronto, desistió y dio media vuelta. Supe después que a esos coches, en general, se los conoce con el certero apelativo de vacas locas.

El tiempo había cambiado desde Melilla, y ahora hacía frío y llovía. Cruzando el Rif se había hecho necesario abrigarme, pero con lluvia la cosa resultaba más incómoda. Decidí entonces quedarme en Chefchaouen una noche más, abstraerme del clima de cuelgue generalizado incluso en la recepción de mi hotel, y dedicarme a trabajar hasta que escampara.

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Dejé a Paquita en la plaza, bajo la supervisión del vigilante, a razón de 1,90 € el día. Saqué lo necesario para trabajar, y en el trasteo cayó la cámara al suelo. Eso mismo, y de la misma forma, me ocurrió hace 27 años, y tenía que repetirse precisamente en Chefchaouen. Desde entonces, para accionar el zoom se hace necesario aplicarse con determinación. También en el aparcamiento descubrí que la botella de plástico instalada en el portabotellas adosado a la maleta izquierda se había fundido, producto del calor despedido por el tubo de escape. Adiós botella. Y adiós aceite de motor de repuesto que llevaba precisamente en esa botella. Ahora, busco una de aluminio, que no se deshaga con tanta facilidad, y aceite mineral de las características del que necesita Paquita, pero todavía no he encontrado ni lo uno ni lo otro.

 

Llegar a Rabat desde Chefchouen resultó un agradable paseo sin contratiempos. No más de cinco minutos después de parar en la Avenida Mohamed V, mientras llamaba por teléfono desde una cabina a mi contacto en Rabat, cayó una tromba de agua de esas que obligan a todo el mundo, incluidos aquellos que tienen paraguas, a abandonar las calles, cobijarse en tiendas y refugiarse bajo soportales hasta que pase la tormenta. Escampó en cosa de dos minutos. Las calles parecieron quedar como recién valdeadas, y el gentío se puso en movimiento y continuó con sus vidas como si tal cosa.

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Félix

Félix 

Nunca llegué a preguntarle el nombre. Sé que se llama Félix porque le ayudé a rellenar el formulario de solicitud de visado en la embajada de Mauritania en Rabat. No es que yo hable mucho francés, pero Félix, Finlandés sin pajolera idea de francés y, por tanto, sin posibilidad de intuir lo preguntado en cada casilla, tenía un verdadero problema.

 

A cuenta de la solicitud de visado hicimos buenas migas, aunque nos separan 25 años de edad. Él tiene 20, toda la vida por delante para equivocarse, y una experiencia viajera que ya hubiera yo querido yo para mí a su edad. No ha viajado antes por África, pero se ha hartado de hacerlo por Asia, Europa y América.

 

No soporta, dice, los inviernos en Finlandia, y cuando siente que no aguanta más coge sus cosas y se va. Sin más. Y viaja. Eso muestra una peculiaridad de su carácter que tiene algo que ver con el hecho de que sea objetor de conciencia en su país (allí la mili sigue siendo obligatoria). No sólo lo es, sino que se negó a hacer el servicio civil sustitutorio y ha sido demandado por el estado por esa razón. Ahora, su estatus legal es de prófugo declarado, pero no condenado aún.

 

Viaja desde hace meses. Es escalador, y se detuvo en los Pirineos y en Madrid, en La Pedriza, donde alguna vez voy a correr, para practicar la escalada. Lo hacía en compañía de un amigo que acaba de regresar a Finlandia. Habían llegado hasta Marruecos y allí acababa el plan. Pero Félix decidió continuar viaje por su cuenta en compañía de dos franceses a los que habían conocido ¿Hablan inglés? no ¿Y cómo te entiendes con ellos? A duras penas nos entendemos.

 

El caso es que tiene aspecto de tipo muy sano, muy finlandés. Es más alto que yo, lo que me hace pensar que medirá 1,85, y si yo fuera chica diría que es un bombón. Está peleado con el clima y con la autoridad de su país, pero parece ser sociable, amable y educado. Felix es de esa clase de chico idealista, generoso y esencialmente bueno, que parece vivir en un mundo que él se va construyendo a su medida, al margen del que habitamos el resto. Supongo que por eso escala, y se escapa en invierno, y se enfrenta a un país.

 

Viaja haciendo autoestop. Es más auténtico, afirma. De esa forma se conoce bien a gente local, que te hablan de sus cosas y de sus costumbres, y tienes la oportunidad de compartir tiempo de verdad. Y estoy de acuerdo. Así es como aprendió lo que hay que saber sobre el hachís en Marruecos. Sus calidades. Sus precios. Su consumo. Las implicaciones legales.

 

Me confesó estar financiando su viaje con la compra-venta de hachís. Si lo haces, no lo cuentes, le dije. Perdió una zapatilla. No sé cómo. El caso es que no tenía dinero para comprar otro par. Entonces vendió su cazadora de escalador y se compró una piedra de hachís ¿Que dónde ocurrió tal cosa? En Chefchaouen. Qué casualidad. Y con lo que obtuvo por su venta compró un par de zapatillas, otra cazadora y le sobró para hacerse con una segunda piedra. Mal asunto.

 

Félix se encuentra al borde de un abismo. Un abismo oscuro y profundo. Muy profundo. Un abismo que se puede tragar el resto de su vida. Él no lo ve, pero para mí resulta cristalino. Y de nada serviría que yo hiciera de su padre. La cuestión no es si se gana un dinerillo trapicheando, o si así tendrá una aventura que contar cuando regrese. Se trata de que Félix vive desarraigado, desconectado de su origen sin haberse conectado todavía a otra realidad. Y está ávido de experiencias que espera vivir en sus viajes, mientras no estudia y se forma, lejos de responsabilidades y obligaciones. Es buen tipo, idealista,  vive desarraigado y está abierto a lo que sea que esté por venir. Todo eso junto constituye una combinación letal. Un bomba que le va a explotar en la cara. África no es el sitio para manejarse de esa forma, y Marruecos menos. Tal vez, y aunque suene paradójico, lo mejor que le podría pasar a Félix es que le detuviera la policía marroquí. Un susto a tiempo  tal vez le devolviera a casa, y a la universidad, con su familia y lo que quede de sus amigos. Si es la policía Mauritana la que le detiene tendrá muchos más problemas. Pero si nadie le detiene, estará perdido porque aunque en algún momento consiga volver a casa, en realidad no regresará jamás.

 

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Entrada en Marruecos

Este no es un viaje de placer. Ni siquiera del placer que produce a ciertas personas viajar como lo estoy haciendo. Es más, no es mi viaje. Este es un viaje que hago en nombre de Escritores Sin Fronteras, al servicio de los objetivos establecidos por la ONG. Eso significa que yo no marco el ritmo, sino que viene impuesto por el trabajo que hay que desarrollar. Ni decido los destinos, sino que vienen dados por los lugares en los que me debo encontrar con alguien para hacer algo. En este viaje no habrá visitas turísticas, ni de placer, ni improvisaré según mis gustos o mi estado de ánimo, ni podré dejar de hacer lo que no me apetezca, o de estar con quien no me apetezca. Pasaré por multitud de lugares muy interesantes sin tiempo para detenerme o desviarme. Y si me baño en el mar o puedo disfrutar de una puesta de sol, será resultado de la coincidencia.

Eso pasó en Melilla. O, mejor expresado, pasé por Melilla sin haber estado en realidad. Lo normal según mi plan de viaje. Sin embargo, lo de relacionarse y trabajar con personas que conocen bien el entorno en que me muevo tiene unas enormes ventajas. Por ejemplo, disfruté en casa de Karima y Abdelkader del cous-cous más delicioso que he probado en mi vida. Y debo decir que he probado unos cuantos. Y aprendí mucho charlando con ambos sobre la actualidad social, económica o política local, cosa que uno no tiene habitualmente la suerte de poder hacer cuando viaja. O no al menos con personas cuya opinión pesa en su entorno social y es tenida en cuenta.

Estuve 36 horas en Melilla. El tiempo justo para hacer mi trabajo y continuar. Por la mañana hice el primer envío de vuelta a casa de las cosas que me empezaban a sobrar. Solo unas pocas, pero que abrieron espacios entre el equipaje. Es lo que ocurre cuando el equipaje no se ha probado antes de la salida. Afortunadamente, en Melilla hay servicio postal de Correos.

Entrada Marruecos

Desde la misma oficina de correos hice la última llamada de teléfono desde mi móvil utilizando mi tarjeta. Fue a Telefónica, para cancelar mi línea. De esa forma, se cortó el último vínculo que me mantenía atado a mi vida, y con esa llamada se deshizo del todo mi Presente. En adelante, mi vida sería mi moto, Paquita, y las cosas que hubiera en sus maletas. Lo que tenía conmigo era con lo que verdaderamente podría contar a partir de ese momento. Esto me produjo una gran sensación de desarraigo, como de no pertenecer a ningún lugar, casi como de no ser nadie. Pero al mismo tiempo me hizo volver a sentirme tan libre como no me sentía desde mi viaje de vuelta al mundo en solitario. 

Pasé el puesto fronterizo español contento y decidido, perfectamente consciente de que en la cámara de vídeo acoplada al casco parpadeaba la luz roja que indica estar en funcionamiento. Era como entrar en la frontera marroquí mostrando con la luz a quién hay que detener. Un buscavidas de tantos como hay en los puestos fronterizos me hizo señas de seguirle, y corriendo delante de mí, entre los coches, me guió hasta el principio de la cola. Bajé de la moto y antes de que pudiera moverme tenía a mi alrededor a dos policías vestidos de paisano que parecían muy enfadados.

Traté de convencerles de que no estaba grabando ¿Cómo es entonces que estaba la luz roja parpadeando? me preguntó uno. No comprendo cómo acerté a responder algo verosímil, pero se me ocurrió decir que ya en la frontera española me habían advertido del uso prohibido de cámaras, y la había puesto en Pausa sin quitarme el casco. Que la respuesta fuera verosímil no significa que se la fueran a creer. De hecho, no se la creyeron. Y me condujeron de no muy buenas formas a la comisaría del puesto fronterizo.

De pronto recordé que no había descargado en el ordenador las imágenes del viaje grabadas hasta ese momento, y me maldije por haber cometido semejante error de principiante. Temí que me confiscaran la cámara o la tarjeta de memoria. Pensé entonces en lo que iba a decir cuando llegara el momento del interrogatorio. Un policía vino y se llevó mi pasaporte. Al cabo de un rato apareció el que sin duda era el jefe. A qué te dedicas, me preguntó. Escribo, dije, seguro de que habían reparado en los adhesivos de Escritores Sin Fronteras pegados en la moto. Qué escribes. Escribo anuncios de publicidad, contesté, convencido de que dedicarse a escribir cualquier otra cosa hubiera podido tomarse por subversivo. Me preguntó si estaba grabando con la cámara, y tuve que jurar que no. No me parecían tan valiosas las imágenes tomadas en la frontera como todas las demás que nada tenían que ver con el asunto y que ahora debía defender por todos los medios.

Algo le dijo el jefe a sus dos subordinados por lo que al cabo de un rato me dejaron ir. Todavía tardé un tiempo en terminar con las gestiones y poder abandonar el puesto fronterizo, pero no me registraron, ni me confiscaron la cámara o la tarjeta de memoria. Ya en Marruecos volvía a poner la cámara en funcionamiento.

 

La rutina de la rutina

La rutina es inherente al ser humano. Nos proporciona sensación de seguridad, de control y de estabilidad. Evidentemente, no me refiero a la sucesión de tareas o acontecimientos que acaban por hastiarnos, sino a eso que necesitamos que tengan en común nuestros días para incorporar cotidianidad a nuestra existencia. Esa es la forma en que nos procuramos la ilusión de que controlamos el devenir del tiempo y nuestras vidas.

Viajando como lo hago, no hay mucho espacio para la rutina. Yo diría más bien que la rutina no existe. Permanentemente cambia el escenario, las personas, las costumbres, la gastronomía, el idioma, el paisaje... Resulta de todo punto imposible encontrar cotidianidad en el escenario cambiante, y eso es algo que también el cerebro, pero sobre todo el espíritu, no están dispuestos a aceptar. Sin cotidianidad, sin rutina, uno puede llegar a caer en la locura. No hay cerebro capaz de administrar un flujo de información tan brutal sin resentirse. Por eso es tan importante construirse uno sus propias rutinas. Y como no es posible hacerlo en un escenario en permanente cambio, habrá que hacerlo en el ámbito de uno mismo, o allí donde el tiempo se detenga aunque brevemente.

Cuando viajo de esta forma, durante tanto tiempo, en solitario y en condiciones tan precarias, procuro levantarme siempre a la misma hora, sin despertador, y hago coincidir mi horario con el del sol. De esta forma, mis días empiezan siempre igual. El sol es lo único que no llevo conmigo que me acompañará todo el viaje. Una constante en mi día a día. Ni siquiera la luna, que tiene su propio ciclo. Y vivir a su ritmo me produce sensación de orden. El sol es un gran compañero de viaje.

 

La moto es mi casa. La maleta derecha es mi habitación, porque ahí transporto mis cosas personales. La maleta izquierda es la cocina y la despensa. La maleta superior es mi estudio. Las bolsas laterales delanteras son el trastero. Y la bolsa sobre el depósito es el baño. Procuro tener mi casa siempre muy ordenada. Cada cosa tiene un sitio asignado, y allí debe estar. No porque sea yo un enfermo del orden, que quizá, sino porque mantener organizadas mis cosas me ayuda a tener presente que vivo en algún sitio. Y ese lugar requiere de mi atención. La idea de tener una casa, aunque sea la más pequeña que se pueda tener y se mueva sin cesar, me tranquiliza.

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De todo lo que hago procuro inventarme una rutina. La forma y el orden en que saco mis cosas o el equipo, el modo en que hago de mi casa el centro de operaciones cuando cambio de actividad y dejo de grabar vídeo para hacer fotos, o paro de hacer fotos para escribir, o dejo de escribir para recoger las cosas de la habitación. De todo cuanto hago procuro construir la cotidianidad que me es necesaria y no es posible obtener de otro modo.

Estoy en Rabat. Una ciudad grande. No me gustan las ciudades grandes en los países subdesarrollados. Son incómodas, antipáticas por oposición a lo rural, y la gente es menos amable. Pero en este viaje resultan ser un mal necesario, porque es en las grandes ciudades donde acostumbran a vivir los escritores a los que debo visitar. Y porque se da la circunstancia que es en las ciudades donde uno puede adquirir lo necesario para continuar viaje, como conexión Internet, compras puntuales y rutina. Tengo cierta habilidad para encontrar enseguida lugares en los que estar a gusto, y cuando he dado con ellos no sigo buscando otros. Es así como construyo mi rutina, aunque sea una rutina con fecha de caducidad. Me muevo siempre por una zona, generalmente el centro histórico, en este caso la Medina, hasta que la controlo sin necesidad de preguntar. Cada mañana compro los cruasanes rellenos de crema de cacahuete, recién hechos en horno de leña, en el mismo puesto del mercado. Me los tomo con el café que me sirven a cincuenta metros (nunca lo debo pedir corto y muy caliente, como me gusta, porque es así como lo sirven). Escribo esto en el café a donde siempre (en mis circunstancias, más de una vez es siempre) vengo a escribir. Almuerzo en el restaurante Liberation, también en la Medina. Me tomo el te en el café D'or, donde tengo conexión Wi-Fi, ceno en los puestos callejeros, y no perdono mi delicioso bizcocho de coco que compro siempre camino del hotel (lo llamo hotel porque es el lugar en el que pago por dormir, pero no estoy muy seguro de que eso lo convierta en hotel).

Cuando dejo una ciudad, muere una rutina, y al llegar a la siguiente deberé construir otra. Y eso es, en sí mismo, una rutina.

Esto de las rutinas y la cotidianidad lo aprendí cuando viajé en solitario, durante dos años, alrededor del mundo. Lo aprendí a costa de un desgaste psíquico, físico y emocional severo. Ahora debo administrar mi energía, sobre todo la emocional, con precisión quirúrgica, porque en este viaje -más que en aquel debido a que este viaje va a ser claramente más duro, incómodo e ingrato- va a ser determinante el estado de ánimo para poder llegar al final habiéndolo resuelto con éxito.

 

Madrid - Málaga

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Putas de las que a esa hora de la madrugada, ya de mañana pero aún de noche, no se podría decir si iban o venían; policías nacionales que, apostados al pie del reloj, ni iban ni venían; borrachos que en su estado no podían saber si iban o venían; barrenderos que iban, barriendo aquel tramo de la calle Mayor, y que venían por Arenal, recogiendo el contenido de la papeleras. Ellos y yo éramos los asistentes al gran acontecimiento que estaba a punto de suceder. Yo, que venía de paso, desentonando en aquel decorado, con intención de irme de allí tan pronto como me fuera posible.

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Era la Puerta del Sol de Madrid, a las 5:00 horas de la mañana del 10 de abril de 2012. Eran el lugar y la hora en que la Expedición Africana de Escritores Sin Fronteras se puso en marcha. Un lugar emblemático, donde se encuentra el kilómetro cero del que parten todas las carreteras radiales españolas. Un lugar que fijar en la memoria mientras dure la Expedición como el lugar al que pertenezco, el lugar al que volver, para no perderme. Y un momento del día incierto, del que no se podría decir a ciencia cierta si está teniendo lugar el final del día anterior o el comienzo del nuevo día.

Un lugar desde el que todos los caminos arrancan y al que todos los caminos regresan. Un momento en el que algo se acaba, pero en el que algo nuevo y grande está a punto de ocurrir.

Tenía que ser en ese lugar y a esa hora.

José me ayudó con la grabación en vídeo de las últimas imágenes. Nos despedimos. Arranqué la moto ya con el casco puesto, subí en ella y me lancé adelante. Era un gran momento. El final de 18 meses de trabajo de preparación, y el principio de una gran aventura. En ese instante quedaron atrás los sinsabores, la frustración y los malos momentos vividos en el proceso. Por delante tenía 50.000 kilómetros de aventura en estado puro, en solitario, a bordo de Paquita.

Estaba agotado. Hacía tres noches que apenas dormía, y la última no había dormido nada en absoluto. El cansancio me impedía disfrutar el momento como había imaginado que ocurriría. No me quedaba energía extra en el organismo para emocionarme.

Aunque muy cansado, me encontraba despierto y capaz de afrontar el viaje hasta Málaga, donde al día siguiente debía embarcar con destino a Melilla. Sentía como mi cuerpo se esforzaba en reunir las fuerzas que le quedaban para suministrarlas sin reducir el flujo hasta que, de sopetón, se acabaran.

Enfilé por la Carrera de San Jerónimo. Después Sevilla y Alcalá. Paquita tenía un aspecto imponente, como de nave espacial. Llamábamos la atención. Los ocupantes de los pocos coches que circulaban a esa hora se volvían para observarnos a Paquita y a mí. Quizá se preguntaban quién era yo bajo el casco de Dart Vader. Adónde iría el tipo ese montado en una nave espacial. Qué clase de viaje puede hacer alguien para necesitar pertrecharse de tal forma. Y yo, dentro de mi casco y para mí, les contestaba que sí, que era yo: Nacho. El Nacho de siempre. Y que lo había conseguido. Que me iba a África. Y que ellos no eran conscientes de lo que en realidad estaba teniendo lugar ante sus ojos, pero asistían al mágico momento en que un gran, inmenso sueño, estaba dejando de serlo para convertirse en una de las experiencias más intensas que a alguien como yo le pueden llegar a suceder en el plazo de una vida.

Lástima que ese profundo sentimiento de victoria y satisfacción fuera contrarrestado por otro igualmente grande de soledad. Por momentos, nada de lo que estaba haciendo tenía sentido alguno y, de alguna forma, tenía el deseo de que algo sucediera que me impidiera continuar adelante con esa locura de viaje. De pronto, el camino se me antojaba demasiado largo, y demasiado solitario.

Me desperté rodeado de personas vestidas de verde. Cerca debía haber un cuartel de la Guardia Civil y sería el cambio de turno. Apenas había salido de Madrid, pero había tenido que parar a descansar o la expedición habría terminado unos kilómetros después de empezar. Y lo mismo ocurrió cien kilómetros más adelante, a falta de gente vestida de verde. Y otro tanto, de nuevo, doscientos kilómetros antes de llegar a Málaga. En esta ocasión, me quedé dormido sobre mí mismo, sentado en una silla de cara a la pared. El propietario de la nave espacial aparcada al otro lado de la cristalera, vestido de semejante guisa, debía constituir un curioso espectáculo para los clientes del local que pasaron por allí sin yo percatarme lo más mínimo. Así, a trompicones, y en permanente estado de aturdimiento, conseguí llegar a Málaga.

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En Málaga estaba previsto el cambio de ruedas. Mientras esperaba a que a Paquita le calzaran zapatos nuevos, no solo no me dormí sino que recuperé del todo la consciencia. Fue entonces cuando recibí el mensaje de Pepe: A las 18:30 en su casa. Y adjuntaba la dirección. 

 

La cocina interior

 

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Hay algo en mí que desconozco. Es la parte de mí en la que se cocinan todos los líos en que me meto. Es mi cocina interior. No conozco mi cocina interior. No he estado nunca allí. No sé dónde está en mí. Y, sin embargo, me como todo lo que sale de ella. En esta ocasión, ha salido de la cocina una Expedición Africana, con 50.000 kilómetros de recorrido, una moto y mucha soledad como guarnición. Y ahora, toca zampársela.

Un día antes de que diera comienzo esta locura de viaje, mi hija Julieta, con solo siete años de edad pero provista de un cerebro brillante, me preguntó: ¿Por qué tú, Papá? No pude evitar responder de forma inconsciente y automática que yo mismo también me había hecho esa pregunta muchas veces, y no había conseguido encontrar la respuesta. Me habría gustado poder hablar a mis hijas de mi cocina interior, y de cómo ese lugar misterioso me es ajeno y desconocido, aun cuando es el lugar del que procede el alimento que me mantiene vivo. Pero no lo hice, claro. No pude hacerlo. Tienen solo 7 y 8 años. Con ellas hablo de sexo, de drogas, de prostitución, de homosexualidad, pero me pregunto si no será muy pronto para la filosofía.

Ése que fijó nítidamente Julieta en su relación conmigo, fue un momento que no se podía dejar pasar por alto. Fue uno de esos momentos en que muy fácilmente un padre pierde la oportunidad de serlo, y una hija siente a su padre un poco más lejos aun cuando esté a su lado. Julieta nos metió en uno de esos momentos de los que ninguno iba a salir indemne; tal vez más unidos, quizá menos, pero no como llegamos a él. Fue uno de esos momentos que pasan pero que, suceda lo que suceda en el tiempo que duren, no se olvidan jamás. 

Después de pensarlo un momento y ordenar las ideas en mi cabeza, traté de explicarles a las dos, a Julieta y a Jimena, por qué estábamos los tres metidos en este lío; por qué yo me iba a ausentar durante tanto tiempo y por qué ellas se iban a ver obligadas a soportarlo. Hacía una tarde espléndida, y paseábamos por la playa de Sitges, donde viven con su madre. En un lenguaje comprensible para ellas les expuse las razones de nuestra inminente separación.

Traté de explicarles como mejor pude que no sé de dónde me viene la necesidad ineludible de hacer ciertas cosas, pero que podría explicar perfectamente por qué las hago. Les dije que la Expedición Africana estaba relacionada con ellas mucho más de lo que les podría parecer, hasta el punto de que todo cuanto tenía que ver con la Expedición giraba, de una forma u otra, a su alrededor. Las dos, Julieta y su hermana un año mayor, Jimena, me miraron sin comprender.

En primer lugar, ellas son el verdadero motor de la Expedición. Lo creo profundamente. Creo que no es posible ser padre y no desarrollar conciencia de Infancia, aunque la realidad muchas veces muestre lo contrario. Escuché en una ocasión a Alejandro Sanz mencionar a este respecto la opinión de un poeta cuyo nombre no me viene ahora a la memoria. Decía este poeta que quien es padre de un niño lo es de todos los niños. Es a eso a lo que me refiero con conciencia de Infancia. Y desde que Jimena y Julieta existen veo en ellas a todos los niños. Pero cuando digo conciencia de Infancia no me refiero exactamente a una idea, sino más bien a un sentimiento hacia los niños que no son mis hijos. Albergar ese sentimiento me hace más humano, más consciente de la vida, de las cosas y, por tanto, de mí. Pero poder reconocer en mí ese sentimiento no es un logro que me pertenezca, sino un regalo que me hicieron mis hijas al nacer. Un regalo que acepté en el momento de ser padre y frente al que adquirí una responsabilidad con la que se debe cumplir. Esto no quiere decir que quienes no sean padres no tengan ninguna responsabilidad hacia las personas que se encuentren abocadas a cualquier tipo de riesgo, en particular los niños, por ser más vulnerables y frágiles. Lo que esto quiere decir es que la responsabilidad de los padres hacia los hijos que no son suyos no es solo ética, sino también moral. Es mi opinión. Y ese es mi caso.

Traté de explicarles después que nosotros tres compartimos un vínculo que se encuentra muy cerca de ser indestructible, pero que una de las amenazas que más daño podría hacer a lo que nos une es el miedo. El miedo a decir lo que pensamos. El miedo a mostrarnos como somos. El miedo a tomar nuestras propias decisiones, las que nos definen como individuos y con las que construimos lo que verdaderamente, en lo profundo de nuestro ser, somos. Traté de explicarles que en multitud de ocasiones en su vida sentirán un miedo atroz, como el que yo sentía en ese momento, un miedo paralizante que deberán superar para poder seguir siendo ellas mismas y no vivir al final de la vida o de las ideas de otros. Un miedo que deberán superar para, desde su propia identidad, tener algo que ofrecer a los demás, y a sus hijos.

 Esta es la manera en que yo entiendo la educación de mis hijas. Trato, en la medida de mis posibilidades, de hacer de ellas individuos autónomos, independientes y emocional e intelectualmente libres. Y la consecución de tal objetivo se hace del todo imposible si no actúo en consecuencia.

Les dije también que con miedo no es posible creer. El miedo aniquila la noción de uno mismo, y sin saber quién se es no es posible saber en qué se cree. Yo creo en muy pocas cosas. Quizá porque aún no tengo muy claro quién soy, o tal vez porque sé a ciencia cierta que soy muy poca cosa. Creo en el amor, en la belleza y en la libertad. Eso es todo. Y nada menos. Me llevaría un libro explicar qué entiendo yo por amor, por belleza y por libertad. Y no es el momento. Creo en la libertad en sentido geográfico, por supuesto. Pero creo en otras formas de libertad mucho más importantes. Creo en la libertad intelectual, en la libertad emocional y en la libertad moral. Cualquiera de estas tres formas de libertad tienen su origen en la capacidad del ser humano para cultivar su mente y su espíritu. El único camino posible para hacer de uno mismo un ser libre es mediante la relación con el conocimiento, y para eso es imprescindible saber leer y escribir. Y con la voluntad de enseñar a niños en riesgo de exclusión a leer y escribir nació Escritores Sin Fronteras. Poder creer en uno mismo pasa por no tener miedo o, mejor expresado, por tratar al miedo con el respeto pero con la distancia que merece, y por saber quién se es, y para eso, en el mundo en que vivimos y hacia el que vamos, es imperativo saber leer y escribir. Mis hijas comprendieron esta idea con la facilidad con que los niños entienden las cuestiones más complejas. Comprendieron que hay que ayudar a que determinadas comunidades infantiles en verdadero riesgo de exclusión aprendan a leer y escribir, se adueñen de su futuro y sus destinos, y consigan ser libres. Muy posiblemente no fueran ahora capaces de enunciar la idea de nuevo, pero no me cabe duda de que su esencia anida ya y para siempre en sus pequeños corazones. 

Hay una razón más, les conté, para comerme todo lo que sale de mi cocina interior sin hacer demasiadas preguntas: Los sueños. Y me explico. Los sueños son los ingredientes con lo que se prepara lo que sale de la cocina interior de cada cual. No me refiero a soñar con poseer cosas, o con disfrutar del tiempo de cualquier forma imaginable. Por favor, seamos intelectual y emocionalmente ambiciosos. Me refiero a llevar a cabo proyectos personales que de una forma u otra nos conducirán a un conocimiento propio y a una relación con uno mismo superiores y, en el mejor de los casos, a una relación con el planeta y con los otros nueva y más rica e intensa. Sí, hablamos del alma. Los sueños son al alma lo que las ideas a la mente. Son su alimento. Y su razón de ser. No hay alma sin sueños. O no debería haberla. Una persona que no sueña es una persona vacía. Y una persona vacía no es del todo una persona. Creo que todos albergamos sueños en algún lugar de nuestro ser, aunque nos asuste reconocer su existencia. Porque reconocerla implicaría quizá la necesidad de tomar la decisión de pasar a la acción, o de lo contrario el desastre estaría servido. Es lo que tienen los sueños. O cumples con ellos o te pasan factura. Y gravada con intereses de usurero fenicio cuando llegue el momento en que cumplir con los sueños se haga imposible aunque exista entonces la voluntad de hacerlo. Estoy convencido de que el valor de lo que uno tiene se mide por el valor de los sueños que alberga su espíritu. Sí, para mi las personas valen lo que valen sus sueños, y su coraje para llevarlos a cabo. Eso trato de enseñarles a mis hijas.

Pero todavía hay una última razón para hacer esto que hago. Esta es muy sencilla de enunciar, pero no tan fácil de explicar. Se trata de que la idea es mía. Julieta podría haberme contestado que uno debe ser generoso con las ideas, y ceder su ejecución a otros, incluso más capaces para llevarlas a cabo. Y yo estaría de acuerdo con ella. Pero en esta ocasión no había nadie más que quisiera sustituirme y marcharse en mi lugar. Y no me extraña, porque resolver esta idea pinta un panorama cuando menos duro y difícil. En esa tesitura, sólo me quedaba engañarme a mí mismo, diciéndome que era una mala idea, que no valía el esfuerzo de intentarlo, que mejor olvidarse del asunto. O aceptar que era una de las ideas más potentes que he tenido nunca y dedicarme a ella a pesar incluso de mi ausencia. Un psicólogo me dijo en una ocasión que lo mejor que se podía hacer conmigo era encerrarme en un cuarto a pensar -porque se me da bien, se entiende, no porque sea un incapaz para otras cosas, lo que es posible-. Quiero creer que eso tiene que ver con lo de tener ideas. Yo tengo ideas. Muchas. Permanentemente. Unas buenas y otras no tanto. Es consustancial a Nacho Gasulla. Es parte de mi manera de existir. Quizá por eso le doy tanta importancia a las ideas. Considero que tener ideas es, sobre todo, un acto de responsabilidad. No solo por el contenido de la idea en sí o sus implicaciones, sino en lo tocante a su ejecución y sus consecuencias. Creo que las buenas ideas, cuando lo son, trascienden por completo a quien las ha tenido, y éste se convierte en mero pero obligado ejecutor. Y porque creo que el mundo avanza gracias a las ideas, no me podría perdonar haber tenido una que considero buena, útil y beneficiosa, y dejarla morir. No podría mirarme al espejo sin pensar que ese cuyo reflejo me observa fue el cobarde y egoísta que no tuvo lo que había que tener para cumplir con su idea ¿Cómo podría mirar a la cara a mis hijas? ¿Que me quedaría para enseñarles? ¿Con qué autoridad moral pretendería inculcarles la necesidad de defender apasionadamente las ideas en las que uno cree? 

Cosa distinta es cómo haremos mis hijas y yo para convertir esta experiencia en un aprendizaje para ellas. Tenemos un plan al respecto, pero reservo su contenido para nosotros. De lo que a ellas no les cabe resquicio de duda ahora es que son la pieza angular en este despropósito de viaje, y que sin su apoyo no tendré oportunidad de llegar al final.

Y quizá a lo largo de este largo y solitario viaje consiga descubrir por qué soy como soy, y qué es lo que me mueve a hacer las cosas que hago. Tal vez me sea desvelado el lugar en que se encuentra mi cocina interior. Eso me ayudaría a comprenderme, y a estar algo más en paz conmigo.

 

Preparación

La moto y su preparación  Preparación 5

Desde el momento en que un plan toma forma, uno procura dotarse de los medios mejor adaptados para la realización de ese plan y que mejor contribuyan a garantizar el éxito de lo que uno se propone. Sobre todo si en la empresa que se acomete se han depositado tantas expectativas relacionadas con el trabajo que se pretende hacer y para quien pretendemos hacerlo. Éste viaje, más que cualquier otro, debe salir bien o, dicho de otro modo, fallar no es una opción. Si la Expedición Africana se va a caracterizar por la acumulación de gran cantidad de kilómetros diarios, la mayor parte de ellos por pistas de tierra, sometiendo a la moto a un uso muy intensivo, con considerable carga, puntos de abastecimiento de combustible (llamarlo gasolineras puede resultar en muchos casos un eufemismo) a gran distancia a veces entre sí, y prácticamente inexistentes puntos de asistencia mecánica en la mayor parte de la ruta, entonces la mejor opción posible es la BMW R1200GS Adventure. 

La R1200GS Adventure se caracteriza por su motor Boxer, su autonomía y el uso de cardan. Además, la versión Adventure de la GS equipa barras de protección, plato de protección del cárter, pareja de luces adicionales, parabrisas más grande y elevado, llantas de radios con cubiertas de tacos, y una distancia entre ejes algo más corta que en la versión menos aventurera que la hacen más manejable. Adicionalmente, esta moto equipa ABS desconectable, puños calefactados y GPS.

 

Además de todo el equipamiento BMW posible, le han sido instalados algunos elementos para protegerla aún más de posibles golpes y caídas. Es el caso de los protectores del Telelever, radiador de aceite, faro, potenciómetro de mariposa o cardan. Para hacer más cómodo el manejo de la moto se ha elevado el manillar, y  le ha sido ampliada la bandeja del caballete.  En la parte exterior de las maletas laterales han sido instalados porta botellas, que permiten transportar hasta cuatro botellas de litro y medio de líquidos durante el viaje (agua, aceite motor, etc.), pero bien separados del equipaje. Y para proteger los inyectores de la baja calidad de la gasolina africana se ha montado un filtro adicional de gasolina.

El top case ha sido sustituido por otro más grande, instalado de forma artesanal sobre el soporte original, y compartimentado en su interior para albergar equipo de fotografía, vídeo y ordenadores por separado. Uno de los compartimentos contiene una batería auxiliar idéntica a la principal. Hace las funciones de batería de repuesto, pero conectada a la principal alimenta dos transformadores de corriente de 12 voltios de entrada, cada uno de ellos con una toma de enchufe de salida a 230 voltios a los que poder conectar los cargadores de baterías para las cámaras y ordenadores, y otra salida de USB a 5 voltios a las que conectar iPhone e iPad. Sendos interruptores instalados en el manillar permiten activar o desconectar la alimentación de los transformadores, y un relé instalado entre las dos baterías las desconecta entre sí cuando la moto no está en funcionamiento, evitando su descarga.

El equipo  Preparación 8 

La moto se ha elegido y se ha equipado para poder llegar a cualquiera de los lugares a los que debemos ir y hacer allí lo que tenemos que hacer, dependiendo de los elementos lo menos posible. El resto de material con que se ha cargado la moto responde al mismo criterio. Por esa razón, el equipo lo forma lo necesario para poder trabajar, comer y dormir dondequiera que me encuentre.

El material de trabajo está compuesto de lo necesario para escribir, hacer fotos, y grabar vídeo. El equipo de fotografía consta de: Canon 5D Mark II, Canon G11, tres lentes (17/35mm 2.8, 50mm 1.2, 70/200 2.8), filtros polarizadores y transparentes, unidad de flash, varias baterías extra, tarjetas de memoria SanDisk de 64 GB, cables, kit de limpieza, trípode plegable Benro). El equipo de vídeo, además de la Canon 5D utilizada en modo vídeo, se compone de: Canon Legria HRF21, GoPro instalada en el casco, rótula de vídeo Manfrotto para el trípode, micro de ambiente Senheiser MKE 400, visor de enfoque Hofman para 5D, baterías de repuesto, cables de conexión, tarjetas de memoria SanDisk también de hasta 64 GB de memoria y lector de tarjetas SanDisk Extreme. El equipo lo completa un MacBook Pro de 13” y un iPad de 64 GB y 3G, teclado inalámbrico  y ratón magic mouse. Para almacenar gran cantidad de información se utilizará un disco duro externo La Cie de 2 TB.

Lo más valioso de cuanto se carga en este viaje es el material que se va a obtener, tanto textos como fotografías o imágenes de vídeo. El disco duro externo (modelo diseñado para el ejército de los Estados Unidos), se utilizará como copia de seguridad, pero una doble copia de todo del material se enviará periódicamente a Madrid contenida en las tarjetas de memoria de 64GB. Sólo cuando todo el material se haya puesto a salvo en Madrid se reiniciará el disco duro externo para utilizar de nuevo toda su capacidad.

Debo poder descansar razonablemente bien en cualquier circunstancia, por eso cargaré con una ligera tienda de campaña con espacio para tres plazas (nada debe quedar fuera de la tienda, no tanto por los ladrones como por los insectos) de 2,8 kilos de peso. Llevaré conmigo una colchoneta y una almohada realmente hinchables pero de gran resistencia al mismo tiempo, y un confortable saco de dormir elegido para temperaturas entre 15ºC y 5ºC. Para incrementar 5º la temperatura del saco en las pocas ocasiones en que se prevé que el frío arrecie, o para utilizarla cuando la temperatura ambiente supere los 15º, se ha incorporado un saco-sábana de seda al equipo. Pesa poco más de100 gramos y cabe en un bolsillo.

La moto carga con lo necesario para calentar comida y bebida, así como los utensilios para comer cómodamente. Pero no es un equipo pensado para cocinar. Deberé prever esta circunstancia y hacer acopio de comida preparada, precocinada o de muy fácil preparación antes de adentrarme en una zona en que comer con seguridad pueda no estar garantizado. Todo peso cuenta, y se ha elegido unos resistentes cubiertos de titanio que pesan 30 gramos. Eso da una idea de la obsesión por el peso que se vive en la Expedición.

 Documentación  Material y equipo 2

Para llevar a cabo la Expedición Africana se precisa una importante cantidad de documentación, y hace falta algo de tiempo para obtenerla. Deberé llevar conmigo el pasaporte, cartilla de vacunaciones, carnet de conducir español, carnet de conducir internacional (lo expide Tráfico presentando el español y una foto, y es válido por un año), seguro de, al menos, asistencia médica y repatriación, y lo que se precise para obtener dinero durante el viaje; normalmente una tarjeta de crédito y, en este caso, algunos cheques de viaje que poder canjear en hoteles cualquier día a cualquier hora en caso de emergencia.

Los visados no tienen que ser un problema. Todo país tiene legación diplomática en sus países vecinos, y lo normal es obtenerlos por el camino (por supuesto, hay excepciones como la de Marruecos con Argelia pero, aunque la situación puede cambiar en cualquier momento, no afectan a la Expedición). Pueden tardar hasta tres días en emitirlos, por lo que conviene juntar la solicitud de un par de visados o tres en una misma capital cuando el trabajo a hacer allí nos va a retener por más de tres días. En todo caso, lo primero que hay que hacer al llegar a una capital es solicitar visados.

Algunos países tienen normas para la emisión de visados a extranjeros que sí son un verdadero inconveniente y cuya solución hay que prever. Es el caso de Angola, por ejemplo, pues la entrada en el país debe ser efectiva en un plazo inferior a dos meses desde la emisión del visado (la Expedición tardará cuatro meses en llegar a Angola) y el visado debe ser solicitado en el país de origen del viajero. Afortunadamente, en este caso el visado lo puede pedir una persona distinta del titular del pasaporte. Lo importante es tratar de tener claro dónde se van a presentar los problemas para anticiparnos a ellos, y para eso es necesario contactar en España con las embajadas de los países a visitar e informarnos, aunque no vayamos a solicitar el visado todavía.

Para la moto es necesaria una cantidad de documentación similar. El documento más importante, que hace las veces de pasaporte para vehículos de motor, es el “Carnet de Passages en Douane”. Su razón de ser responde a un convenio internacional promovido por la Federación Internacional de Automovilismo para facilitar el tránsito de vehículos entre países, evitando de esa forma trámites aduaneros a veces imposibles. En España lo expide el Real Automóvil Club de España (RACE, en Eloy Gonzalo, 32 de Madrid, teléfono 915947245). Antes era suficiente con un depósito que garantizara el regreso del vehículo, pero ahora es necesario aportar un aval bancario equivalente a un porcentaje del valor venal del vehículo. Para ese trámite habrá que visitar, desde luego, al notario.  Además, es imprescindible la Carta Verde, que emite sin coste la compañía de seguros de cada cual. Además, es necesaria la ficha técnica. Si el titular de la moto y el conductor no responden al mismo nombre, hay que llevar una autorización escrita del propietario de la moto (aunque sea una empresa) con tantos sellos como nos sea posible. Si añadimos uno del club de fans de la tortilla de patata pues mejor. Imagino que se entiende la idea.

Hay que tener en cuenta que toda la documentación deberá estar en vigor por un plazo superior al que se prevé el regreso, con un margen de seguridad amplio. Y de toda la documentación se debe hacer una copia escaneada que uno se envía a sí mismo por Internet para tenerlo todo disponible en caso de pérdida o robo.

Sanidad y prevención  Material y equipo 10 

La Expedición Africana no se debe poner en peligro porque la persona que la lleva a cabo no disfrute de un estado de forma física suficiente, o porque no se hayan tenido en cuenta las eventualidades que sí se pueden anticipar. Otra cosa es lo que no se puede prever, y los accidentes. 

Las vacunas y los tratamientos preventivos o profilácticos a que me he sometido están relacionados no sólo con los países a visitar, sino con la climatología que se da en esos países en el momento en que los visitaré. Algún tratamiento es tan agresivo para el cuerpo (ocurre con el tratamiento en versión profilaxis para la malaria tomando Lariam) que puede resultar peor el remedio que la enfermedad. Lo recomendable es contactar con el Centro de Vacunación Internacional (si llamas de desde Madrid, 010, y si lo haces desde fuera de Madrid 915298210) y que nos digan ellos qué es obligatorio y qué solo es recomendable y puede quedar a nuestro criterio.

En el caso de la Expedición Africana no ha habido que sopesar gran cosa. Baste decir que sumadas a las vacunas que ya figuraban en mi cartilla de vacunación, ha sido necesaria una segunda cartilla para poder reflejar todas, y deberé viajar con dos cartillas complementarias entre sí. En ellas aparecen vacunas para enfermedades de las que uno no tenía ni noticia, como la encefalitis japonesa (sólo necesaria en Asia). Lo normal para África son las vacunas contra la Fiebre Amarilla (obligatoria para poder entrar en casi todos los países africanos), Rabia (si se va a estar en contacto con animales), Meningitis, Tifus, Cólera y Tétanos.

El proceso para la vacunación contra la Rabia es el más largo debido a que se administra en tres dosis separadas entre sí un par de semanas en el tiempo, así que conviene ser previsor con las fechas del viaje.

Quien no conozca su grupo sanguíneo debe necesariamente hacerse un análisis de sangre y obtenerlo. Mejor si finalmente ha sido para nada, pero en caso de resultar necesario es lógico pensar que no habrá tiempo que perder. Hablamos de África.

Con la colaboración de nuestro médico de cabecera podremos componer un botiquín suficiente, en el que no falte nada de lo realmente necesario. Se diría que existe una cierta tendencia a la hipocondría entre los médicos de cabecera, pero manejan toda variable posible aunque remota es su obligación, y su punto de vista debe marcar el criterio general en la composición del botiquín.

Consejos útiles

Hay una máxima que leí de Miguel de la Quadra Salcedo y que aplico a mi vida cotidiana desde entonces. Decía así: “Si puedes dormir, duerme. Si puedes comer, come, si puedes cagar, caga”. Esta frase resume muy bien la idea de anticipación. La clave para el éxito de la Expedición se resume en esa palabra: ANTICIPACIÓN. Y esa debe ser la constante. 

Además, hay algunos consejos útiles que conviene tener en cuenta. Lo resumo así: 

-       Llevar copia de todas las llaves oculta en algún lugar de la moto.

-       Esconder algo de dinero de emergencia “cosido” a la moto.

-       Placa “militar” metálica con datos personales, grupo sanguíneo, alergias y teléfono de contacto colgada al cuello (las venden en tiendas de efectos militares).

-       Llevar siempre fotografías tamaño carnet para visados de emergencia.

-       Llevar film transparente (el que se utiliza para conservar alimentos en la nevera) para poder utilizar cámara y ordenadores protegidos del polvo del desierto o la humedad de la selva.

-       Llevar encima lista de contactos (embajadas, médico, abogado…).

-       Designar una persona en “casa” a quien tendremos informada de nuestros pasos, y con quien habremos diseñado un plan de contingencia que deberá ser puesto en marcha si algo no sale como durante el viaje se ha anunciado que debe suceder (ejemplo: Cruzo Sur de Sudán. Si en cuatro días no tienes noticias, pon en marcha el plan de emergencia). Eso incluye viaje a la zona, contacto con Medios de Comunicación, contacto con embajadas…).

-       En cualquier lugar, la mejor información la proporcionan los locales. Preguntar siempre, aún cuando uno crea no tener nada que preguntar.

-       Si viajas en solitario, espera en lugar seguro el paso de otros vehículos para atravesar zonas peligrosas (Mauritania, Nigeria…).

-       Esperar a otro vehículo antes de cruzar una frontera que se sospecha conflictiva. No cruzar solo nunca.

-       Paciencia, flexibilidad, buen humor y talante negociador. No levantar la voz.

-       No perder de vista jamás, en cualquier circunstancia, el hecho de que nosotros somos los extranjeros: respeto por la cultura, tradiciones, normas y costumbres.

-       Sentido común y prudencia. Asumir riesgos siempre un poco por debajo de lo que cada cual considere aceptable según su preparación. No confiar de más en uno mismo. Un ligero exceso puede poner en riesgo la expedición y a nosotros.

Por último, quien quiera embarcarse en una aventura similar a la Expedición Africana, de la forma en que yo lo hago (diez meses de vuelta a África en solitario y en moto), debe estar dispuesto también a esperar lo peor. Es una posibilidad remota, francamente difícil de que ocurra, pero no por eso se puede obviar. Si el menos deseado de los sucesos tuviera lugar, bastante será con privar a nuestros seres queridos de nuestra compañía. No sería justo cargarles además con los problemas y quebraderos de cabeza que nuestra repentina ausencia pueda llegar a ocasionar. Por eso es recomendable -y es lo que he hecho- visitar al notario y dejar las cosas bien atadas y resueltas por si este viaje tuviera que ser el más largo.

 

 

Me voy a África

Se acabó. No hay más sobre lo que pensar que no haya sido tenido en cuenta. Ni falta nada por planificar que no haya sido programado. Cuanto había que hacer, se ha hecho. Y cuanto había que preparar, está listo. Todo está a punto. Salvo yo.

Material y equipo 7

En el trajín de convertir la Expedición Africana en algo real casi había llegado a olvidar que ocurriría, y que yo sería el responsable de llevarla a cabo. Han transcurrido siete meses en los que me he hartado de hablar sobre lo que iba a hacer. Tantas veces y durante tanto tiempo lo he hecho que había llegado a sentir que Escritores Sin Fronteras y la Expedición Africana consistían nada más que en contarlo y prepararlo. Y ahora, que ha llegado el momento de dejar de hablar y hacer eso con lo que tantas veces se me ha llenado la boca, me doy perfecta cuenta de que iba en serio.

Juro ser sincero al afirmar que no sé muy bien cómo he llegado hasta aquí. Una mañana cualquiera, al final del pasado verano, encontré sobre la mesilla un cuaderno de apuntes en el que había tomado algunas notas. Me había despertado en mitad de la noche en un estado de lucidez que me sobrecoge recordar. Supe quién era yo, cuál era mi espacio en el universo y hacia qué punto del infinito horizonte debía dirigirme. Y tomé aquellas notas convencido de que eso que allí ponía era lo que debía hacer con mi vida. Desde aquella mañana no he hecho otra cosa que seguir al dictado lo que yo mismo había escrito, pero de tal forma que bien podría parecer que me he comportado como un autómata al servicio de una voluntad ajena a mí, como si hubiera sido abducido por una fuerza superior que me hubiera desposeído de la capacidad de razonar, sentir o padecer, entregado a la locura de dar vida a un plan imposible.

 De pronto se impone el hecho cierto de que me voy, de que ha llegado el momento de partir. Y regreso a mi ser desde ese ignoto lugar en el que parezco haber habitado estos meses. Y tomo conciencia de la realidad: Me voy. Y la realidad me sobrepasa. Me supera cien veces. Me voy a África, solo, en moto, durante al menos ocho meses y con la inmensa responsabilidad de hacer bien el trabajo que debo llevar a cabo. Y entonces ocurre que el Nacho que yo conozco desde el mismísimo momento en que nació se presenta ante mis ojos tal cual es.

 Y siento miedo. Mucho miedo. También miedo a la soledad, al dolor físico, a lo desconocido, o a no volver. Pero estos miedos los reconozco en mí. Nos conocemos bien. Ya nos hemos encontrado otras veces en el pasado y hemos aprendido a respetarnos y a permanecer cada cual en su lugar sin invadir el espacio del otro. En esta ocasión son otros los miedos que me atosigan.  Me refiero al miedo a no ser capaz. El miedo a decepcionar a los demás. El miedo a no estar a la altura. El miedo a fallar y a fallarme.

Comprendo la necesidad de sentir miedo. Entiendo que no puede haber peor miedo que el miedo a no sentir miedo. Pero detesto el miedo. Es un compañero de viaje incómodo y maleducado. Es mezquino, tramposo y egoísta. Es mediocre, feo y vulgar. No quiero miedo. No me gusta. Lo detesto. Y sin embargo convivo con él bien pegado a mi piel.

Me conozco. Sé que sentir ese miedo atroz es lo que me salva de mí mismo, de mis defectos y de mis debilidades, de todo cuanto podría dar al traste con este gran viaje. Sé que ese miedo es lo que me mantendrá permanentemente alerta, atento al momento en que podría llegar a fallar, víctima de mis limitaciones. Pero no por eso me cuesta menos convivir con él. No por eso las dudas son más pequeñas. No por eso consigo dormir mejor.

No puedo evitar preguntarme cómo me he metido en este enorme lío. Por qué siempre tengo que ser yo el que da la nota. Por qué no puede ser otro el que se líe a machetazos y yo el que camine detrás sobre terreno despejado. Por qué tengo siempre la sensación de calzarme zapatos que me quedan doce tallas grandes. Se diría que con todo lo vivido y todo lo conocido aún no he aprendido nada. Todavía no ha comenzado el viaje y ya me pregunto qué cojones estoy yo haciendo aquí. Qué pinto en esta historia. Por qué me complico la vida de tal forma que a poco que me descuido mi propia vida escapa a mi control.

Es entonces cuando me digo que lo que me sucede me ocurre por ser como soy, y que las cosas que me pasan son el legítimo efecto de su causa, y que todo tiene más sentido de lo que parece. De otra forma no se entendería que me proponga llevar a cabo algo que en apariencia está fuera de mi alcance, o que lo haga sin haber prestado suficiente atención a mis miedos hasta casi faltarles al respeto, o que ahora tenga la sensación de no haber medido las consecuencias que lo que voy a hacer me puede acarrear.

Me voy solo, a África, en moto,  durante al menos doce meses, para llevar a cabo lo que para mí es un importantísimo trabajo, porque un día soñé que lo haría. Eso es: Un día soñé. Y ahora lo hago. Porque los sueños se tienen para cumplir con ellos. Y porque, de no hacerlo, uno se verá abocado al desastre. Uno es, como escribió Shakespeare, aquello de lo que están hechos sus sueños. Y sin sueños, uno no es nada. Por eso, renegar de los propios sueños me parece un imperdonable acto de irresponsabilidad.

Entonces, esta aberración de plan que me he propuesto cobra todo el sentido del mundo. Y no me veo haciendo otra cosa. Ni deseo estar en otro lugar. Ni quiero habitar otro cuerpo. Yo soy yo. Así de imperfecto. Así de miedica. Pero provisto de sueños que pesan lo que pesa una vida. Mi vida. Y dotado de la irreductible voluntad de llevarlos a cabo aunque el precio pagadero por ellos sea el más alto.

Preparación 6

Me voy a África. Porque un día soñé que lo haría. Y ni yo mismo lo voy a poder impedir.


 

1ª EXPEDICIÓN AFRICANA DE ESCRITORES SIN FRONTERAS

El Making Off

En 2010 se fundó la ONG Escritores Sin Fronteras. Con su existencia pretendemos proporcionar a aquellos que hacen de escribir su forma de vida un medio por el que dirigir su capacidad de cooperar. El fin último, que todos juntos perseguimos, consiste en proporcionar las herramientas y la oportunidad de aprender a leer y escribir a niños de comunidades desfavorecidas del continente africano.

En cuanto E.S.F. se hubo convertido en una realidad jurídica y fiscal, nos planteamos el siguiente paso: ¿Por dónde empezar? Se nos ocurrió entonces que la mejor forma de incorporar escritores a la causa, obtener material para la publicación de los primeros libros con que obtener fondos, y además conocer sobre el terreno los proyectos de cooperación, orientados a la alimentación y sanidad infantiles, a los que nos uniríamos con alfabetización y educación, sería organizar un viaje a África. Sólo un par de días después, sin dejar de darle vueltas a la idea ni para dormir, la idea apenas hilvanada de un viaje a África se había convertido en la primera Expedición Africana de Escritores Sin Fronteras.

Un continente, 28 países, 50.000 kilómetros, diez meses, una persona y una moto. Esas son las cifras con que se dota de un aspecto concreto a la aventura. Pero este largo, duro y prometedor viaje no representa un fin en sí mismo, sino que se trata más bien de una herramienta al servicio de un fin superior. La Expedición Africana, en su diseño, trazado, organización y dotación de medios y recursos, es el resultado de obcecarse en realizar una determinada tarea. Todo, absolutamente todo cuanto hay alrededor este viaje, está al servicio del trabajo que deberé llevar a cabo.

A lo largo de este viaje obtendremos el material con que publicar tres libros. En el primero de ellos participarán 28 escritores a los que visitaré personalmente, uno por país, para que me hagan entrega del relato con el que cada uno contribuye a la construcción de libro. Todos los relatos estarán relacionados con la infancia como hilo conductor, y la esperanza como escenario. En el segundo de los libros participarán 28 niños, que nos transmitirán un cuento infantil tradicional de su país. Y el tercero será un compendio de relatos relacionados con la alimentación, la comida y el hecho social de comer en África.

Además, visitaré 25 proyectos de cooperación, repartidos en 18 países y gestionados por 17 organizaciones diferentes. Entre ellos serán seleccionados después aquellos proyectos a los que uniremos los esfuerzos y recursos de E.S.F. aportando educación.

Una vez decidido qué era lo que nos proponíamos y dónde debíamos ir para conseguirlo, el trazado de la ruta no fue sino el resultado de conectar los puntos señalados sobre un mapa. La línea roja que resultó de unir los tramos que los separaba, y que sobre la mesa del estudio no mediría más que un puñado de centímetros, fue lo que acabó midiendo 50.000 kilómetros y dando la vuelta a nada más y nada menos que el continente africano.

 Hemos investigado el asunto, y no hemos sido capaces de encontrar referencia de cuándo fue la última vez que un español dio la vuelta completa a África. Menos aún en moto. Y mucho menos en solitario. Y eso nos inquieta. Porque nos produce la incómoda sensación de que los demás saben algo respecto de lo que nos proponemos hacer que nosotros desconocemos, y que es precisamente por esa razón por la que otros compatriotas no lo han hecho antes.

Sea como sea, la vuelta a África se llevará a cabo siguiendo el sentido opuesto al de las agujas del reloj, empezando en Marruecos para terminar en Argelia, pero eligiendo el camino más largo para llegar de un país a otro, y recorriendo otros 26 hasta llegar al destino final. La razón de organizar la ruta de esa forma es, principalmente, climatológica. Se trata de alcanzar el ecuador antes de que llegue el verano, llegar a Sudáfrica hacia el final de su otoño austral, y cruzar Sudán y Egipto cuando de nuevo haya comenzado nuestro otoño. El agua será inevitable, pero de esta forma también evitaremos las épocas de más lluvia sobre los dos pasos del ecuador (primero hacia el sur, y después en dirección norte desde Sudáfrica). Podría decirse que el viaje durará una larga primavera de diez meses, que nos ha de ser propicia para realizar nuestro trabajo en ese plazo de tiempo.

Visto de otra forma, el diseño de la ruta nos ha de llevar a cruzar el Sáhara por sus extremos occidental y oriental; a conducir por el altiplano etíope recorriendo los lugares en que todo empezó para la raza humana; a adentrarnos en la sabana; a perfilar la falda del Kilimanjaro, la montaña más alta de África; a recorrer el desierto del Namib y fotografiar el mundo desde la Duna 5 al amanecer; a visitar los lugares que habitan los bosquimanos, los masai, los himba, los turkana o los pigmeos; a acompañar al Nilo en un su recorrido, desde sus fuentes hasta su desembocadura; o a adentrarnos en la selva tropical congoleña tras los pasos de Conrad. Pero, más importante que todo eso, cada kilómetro nos ha de acercar mil metros a los objetivos que nos mueven a recorrer África.

Imagen NUEZ

 

Nacho Gasulla


Nacho Gasulla pertenece al a ONG 'Escritores sin fronteras', y lleva a cabo un proyecto apasionante: un viaje de 45.000 kilómetros a lo largo de 28 países de África. El objetivo: proporcionar las herramientas y la oportunidad de aprender a leer y escribir a niños de comunidades desfavorecidas del continente africano. Este es el cuaderno de bitácora de ese viaje fascinante.
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