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La rutina de la rutina

La rutina es inherente al ser humano. Nos proporciona sensación de seguridad, de control y de estabilidad. Evidentemente, no me refiero a la sucesión de tareas o acontecimientos que acaban por hastiarnos, sino a eso que necesitamos que tengan en común nuestros días para incorporar cotidianidad a nuestra existencia. Esa es la forma en que nos procuramos la ilusión de que controlamos el devenir del tiempo y nuestras vidas.

Viajando como lo hago, no hay mucho espacio para la rutina. Yo diría más bien que la rutina no existe. Permanentemente cambia el escenario, las personas, las costumbres, la gastronomía, el idioma, el paisaje... Resulta de todo punto imposible encontrar cotidianidad en el escenario cambiante, y eso es algo que también el cerebro, pero sobre todo el espíritu, no están dispuestos a aceptar. Sin cotidianidad, sin rutina, uno puede llegar a caer en la locura. No hay cerebro capaz de administrar un flujo de información tan brutal sin resentirse. Por eso es tan importante construirse uno sus propias rutinas. Y como no es posible hacerlo en un escenario en permanente cambio, habrá que hacerlo en el ámbito de uno mismo, o allí donde el tiempo se detenga aunque brevemente.

Cuando viajo de esta forma, durante tanto tiempo, en solitario y en condiciones tan precarias, procuro levantarme siempre a la misma hora, sin despertador, y hago coincidir mi horario con el del sol. De esta forma, mis días empiezan siempre igual. El sol es lo único que no llevo conmigo que me acompañará todo el viaje. Una constante en mi día a día. Ni siquiera la luna, que tiene su propio ciclo. Y vivir a su ritmo me produce sensación de orden. El sol es un gran compañero de viaje.

 

La moto es mi casa. La maleta derecha es mi habitación, porque ahí transporto mis cosas personales. La maleta izquierda es la cocina y la despensa. La maleta superior es mi estudio. Las bolsas laterales delanteras son el trastero. Y la bolsa sobre el depósito es el baño. Procuro tener mi casa siempre muy ordenada. Cada cosa tiene un sitio asignado, y allí debe estar. No porque sea yo un enfermo del orden, que quizá, sino porque mantener organizadas mis cosas me ayuda a tener presente que vivo en algún sitio. Y ese lugar requiere de mi atención. La idea de tener una casa, aunque sea la más pequeña que se pueda tener y se mueva sin cesar, me tranquiliza.

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De todo lo que hago procuro inventarme una rutina. La forma y el orden en que saco mis cosas o el equipo, el modo en que hago de mi casa el centro de operaciones cuando cambio de actividad y dejo de grabar vídeo para hacer fotos, o paro de hacer fotos para escribir, o dejo de escribir para recoger las cosas de la habitación. De todo cuanto hago procuro construir la cotidianidad que me es necesaria y no es posible obtener de otro modo.

Estoy en Rabat. Una ciudad grande. No me gustan las ciudades grandes en los países subdesarrollados. Son incómodas, antipáticas por oposición a lo rural, y la gente es menos amable. Pero en este viaje resultan ser un mal necesario, porque es en las grandes ciudades donde acostumbran a vivir los escritores a los que debo visitar. Y porque se da la circunstancia que es en las ciudades donde uno puede adquirir lo necesario para continuar viaje, como conexión Internet, compras puntuales y rutina. Tengo cierta habilidad para encontrar enseguida lugares en los que estar a gusto, y cuando he dado con ellos no sigo buscando otros. Es así como construyo mi rutina, aunque sea una rutina con fecha de caducidad. Me muevo siempre por una zona, generalmente el centro histórico, en este caso la Medina, hasta que la controlo sin necesidad de preguntar. Cada mañana compro los cruasanes rellenos de crema de cacahuete, recién hechos en horno de leña, en el mismo puesto del mercado. Me los tomo con el café que me sirven a cincuenta metros (nunca lo debo pedir corto y muy caliente, como me gusta, porque es así como lo sirven). Escribo esto en el café a donde siempre (en mis circunstancias, más de una vez es siempre) vengo a escribir. Almuerzo en el restaurante Liberation, también en la Medina. Me tomo el te en el café D'or, donde tengo conexión Wi-Fi, ceno en los puestos callejeros, y no perdono mi delicioso bizcocho de coco que compro siempre camino del hotel (lo llamo hotel porque es el lugar en el que pago por dormir, pero no estoy muy seguro de que eso lo convierta en hotel).

Cuando dejo una ciudad, muere una rutina, y al llegar a la siguiente deberé construir otra. Y eso es, en sí mismo, una rutina.

Esto de las rutinas y la cotidianidad lo aprendí cuando viajé en solitario, durante dos años, alrededor del mundo. Lo aprendí a costa de un desgaste psíquico, físico y emocional severo. Ahora debo administrar mi energía, sobre todo la emocional, con precisión quirúrgica, porque en este viaje -más que en aquel debido a que este viaje va a ser claramente más duro, incómodo e ingrato- va a ser determinante el estado de ánimo para poder llegar al final habiéndolo resuelto con éxito.

 

1 Comentarios

Vamos a ver, de la locura se salva el que sigue una rutina?, marcándose la cotidianidad: escrito dando la vuelta al continente Africano... El loco disimula llevando una rutina, en cuanto es sacado de lo cotidiano sucumbe a la evidencia.
Ya sé quién puede ser él motorista misterioso, de momento lo dejo én el aire...

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Nacho Gasulla


Nacho Gasulla pertenece al a ONG 'Escritores sin fronteras', y lleva a cabo un proyecto apasionante: un viaje de 45.000 kilómetros a lo largo de 28 países de África. El objetivo: proporcionar las herramientas y la oportunidad de aprender a leer y escribir a niños de comunidades desfavorecidas del continente africano. Este es el cuaderno de bitácora de ese viaje fascinante.
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