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Una frontera mítica

Una frontera mítica1

He cruzado multitud de fronteras a lo largo y ancho del mundo. En mi imaginario siempre ha habido unas cuantas que me han atraído particularmente. Todas ellas por razones diferentes. Algunas las he llegado a cruzar en algún momento de mi vida, como el Puente de la Amistad que une Nepal con China, o la que une Pakistán con India por Amristar, o la que une China con Pakistán por la Karakorum Highway, o la que une Estados Unidos con Méjico por El Paso, o la que une Irán con Turquía por el lugar desde donde se divisa el Monte Ararat, o la que une Camboya con Vietnam a lo largo del Mekong (ésta la llegué a cruzar, pero era ilegal y los militares me devolvieron a Camboya agarrándome del brazo). Sin embargo, me quedan otras por cruzar que tienen para mí un significado especial, me atrevería a decir que incluso mítico. Entre éstas últimas se encontraba la que separa Marruecos de Mauritania.

Traspasar esta frontera se había llegado a convertir para mí, por diferentes motivos, en algo que no podía dejar de hacer en algún momento de mi vida. Sobre ella había leído y escuchado todo tipo de historias relacionadas con la aventura en su estado más puro: habría que superar la franja de territorio entre los dos países que no pertenece a ninguno de ellos, o del que ambos se desentienden, exponiéndose a ciertos riesgos y peligros, y habría que sortear un territorio de minas, legado de la guerra, con riesgo de la propia vida, decían.

Been there, done that, que dicen los estadounidenses. 

La Tierra de Nadie no es una franja de unos 30 kilómetros de ancho, como me han llegado a contar quienes no conocían el lugar personalmente, sino de 3  kilómetros, como he podido comprobar. Se trata de un paraje desierto de vegetación y de almas. Teniéndolo a la vista no da la sensación de ser un lugar con ese aspecto inspirador y evocador que tenía sobre el mapa. Sobre el terreno es un lugar inhóspito, agresivo, cuya desolación no sugiere otra cosa que desamparo. Es medio día. El calor va en aumento, y casi puedo notar como la temperatura sube por minutos. Del sol salen unos inmensos tubos que vierten sobre el lugar una luz blanca, cegadora. Me doy cuenta de que mi sombra me ha abandonado. No tengo sombra. 

Cuenta la leyenda que el lugar está habitado por personas, subsaharianos normalmente (a algunos por aquí les cuesta creerlo, pero a fe mía que los subsaharianos son también personas), que han quedado varadas entre dos países, a los que se ha impedido entrar en aquel al que iban y sin posibilidad de pedir visado para regresar a aquel del que procedían, y que sobreviven de asaltar coches que, desprotegidos o a deshora, transitan de una frontera a la otra. Se dice que desvalijan a sus conductores y desguazan sus coches, cuyas piezas venden en un mercado negro que, como en todo puesto fronterizo, se ha generado en las inmediaciones. Después, queman los restos para borrar rastros. 

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En ese territorio no hay país y, por tanto, no hay policía que persiga a los malos, ni jueces que los detengan y encarcelen. Sencillamente, no hay ley. Es la patria de los apátridas, y en su patria no hay otra ley que su ley. Ten esto bien presente, me digo un momento antes de ponerme en marcha. 

Me aventuro en esos tres kilómetros en solitario. Las emociones y los sentimientos se cruzan en mi interior: estoy donde quiero estar, pero quizá estoy donde no debo estar. Siento emoción, pero siento también cierta aprensión. El corazón me palpita con fuerza, y me siento muy vivo. Y si por mis venas corre la pasión por la vida que me invade en ese instante, debo suponer que hago lo que tengo que hacer. Vivir, me digo, es esto, y todo lo demás es hacer planes.

A un lado y otro no consigo ver a nadie, pero eso no significa que no haya alguien oculto tras los promontorios que salpican toda la zona. 

Efectivamente, hay cadáveres de coches diseminados. Y veo también lo que debió ser un cargamento de televisores, del que solo queda un gran montón de carcasas de plástico castigado sin piedad por el sol. No lo puedo evitar. Es más, creo que en cierto modo es mi obligación. Y me bajo de la moto con la cámara de vídeo en mano. Es cómo hacer señales inequívocas de a quién hay que robar. Me acuerdo de cómo entré en la frontera marroquí, con el piloto rojo de la cámara parpadeando sobre el casco, y eso me hace sonreír para mis adentros y quitarle peso y trascendencia al momento.

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Me alejo un poco de la moto y ruedo unos planos. Ver el mundo a través de un visor te obliga a pensar sobre lo que estás viendo, y no puedo dejar de hacerme preguntas. Entonces tengo la sensación de que hay más mito que verdad en lo que se refiere a ese cruce fronterizo. Pienso que si verdaderamente las cosas fueran como se cuenta debería haber muchos más cadáveres de coches además de la docena que cuento. Entonces aparece un coche. El conductor toca el claxon. El copiloto se asoma a la ventanilla. Me grita algo así como que qué cojones estoy haciendo, y hace un gesto con la mano que interpreto como que si me he vuelto loco. Eso me enchufa de nuevo a la realidad del momento. Hago todavía unas fotos, guardo las cámaras y salgo de allí, sin prisa pero sin pausa, detrás de un tuareg al volante de un Peugeot que saluda amablemente cuando pasa junto a mí.

El tuareg, como suponía, elige el que parece ser el mejor camino entre tantas variantes como hay, y en cinco minutos tengo a la vista el puesto fronterizo mauritano. No he visto a nadie sin vehículo. Y nada ha sucedido.

Del otro lado, alguien con uniforme militar me pregunta si viajo solo, si he cruzado solo, y contesto que sí. Has tenido suerte, me dice, pero me resisto a creerlo. Tengo la sensación de que hay cierta tendencia a alimentar el mito. Yo, como tanta gente, solo me acuerdo de la suerte cuando es mala. Si es buena, tiendo a buscar explicaciones, o a atribuirme un mérito que no me corresponde. Debo revisarme lo concerniente a este asunto. En todo caso, me alegro por esta vez de haber tenido una suerte que nunca podré saber si realmente he tenido.

Superado el puesto fronterizo, la carretera es de asfalto de buena calidad. Ni rastro de pistas o sendas sembradas de minas. En menos de media hora, por mis propios medios y en solitario, podré estar en Nouadhibou, dándome una larga ducha antes de cenar. 

No sé muy bien qué esperaba. No me cabe duda de que las cosas, hasta hace bien poco, eran muy distintas. Conozco el caso de alguno que perdió la vida como consecuencia de pisar una mina en ese tramo ahora asfaltado, o el de otro que quedó mal parado cuando su coche pasó por encima de otra. Evidentemente, mi decepción no tiene que ver con que no me haya ocurrido nada. Tiene más bien que ver con la idea de que va resultando menos difícil llegar a cualquier lugar, cruzar cualquier territorio, y el ritmo al que eso va resultando cada vez más fácil es, en contra de lo que parece, vertiginoso.

Todo lo que puedo decir de la frontera entre Marruecos y Mauritania es que se trata de una frontera tan incómoda y antipática como tantas otras. Y que ha dejado de ser un mito en mi cabeza para convertirse en un recuerdo. Hay mitos que no deben ser desvelados, que no deben dejar de serlo. La obsesión por viajar y conocer nos lleva a lugares a los que nunca deberíamos ir. Son esos lugares capaces de generar recuerdos aún cuando jamás hemos estado allí. La frontera entre Marruecos y Mauritania era uno de ellos. Me consuelo pensando que tampoco había otro camino por el que entrar en Mauritania.

 

También puedes seguir la aventura en www.escritoressinfronteras.org

 

4 Comentarios

Por lo que llevo leído, del viaje y el viajante, no hay ninguna referencia o apunte al supuesto objetivo de llevar (no veo espacio de sobra en la moto, para el trasporte) herramientas y oportunidad de alfabetización, por territorios abandonados sin ley. Las imágenes tampoco dan pista alguna del motivo fundamental del patrocinador, (visible por todos lados de la moto) "cadáveres"... de vehículos saqueados.
Un trotamundos experimentado, conocedor del terreno que pisa, minas, asaltantes agazapados, nada de improvisación, todo calculado al milímetro.

Hola Altivez:
Agradecemos tu interés por la aventura de Nacho Gasulla por África, en nombre de Escritores Sin Fronteras. Para poder conocer mejor los objetivos de esta Expedición, así como qué es Escritores Sin Fronteras, puedes visitar http://www.escritoressinfronteras.org/?page_id=167
y también puedes visitar los álbumes de fotos que se están generando en http://www.flickr.com/photos/escritoressinfronteras/
Un saludo,
Christian

Mi curiosidad por la aventura de Nacho Gasulla, no va más allá de la lectura de su bitácora, lo que no implica nada más. No me interesa los objetivos de la organización a la que sirve. Sobre los enlaces que dejas y tú comentario de agradecimiento por mi interés, es algo a lo que no me siento obligada a responder de igual forma.

Frontera mítica y belicosa, allí debe haber gran demanda de cultura. Tendencia a alimentar el mito? Los míticos tuareg acostumbrados a la vida nómada, si avisan a un extranjero de zona conflictiva, es por algo. Lo que no sospechan, es que a quien avisan és el generador del conflicto. Me sucedió igual en la red, el troll avisándome de su propia existencia, seres dedicados a extender odio y terror .
http://www.youtube.com/watch?v=fC8r1WbGqZs&feature=related
Nightwish Romanticide

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Nacho Gasulla


Nacho Gasulla pertenece al a ONG 'Escritores sin fronteras', y lleva a cabo un proyecto apasionante: un viaje de 45.000 kilómetros a lo largo de 28 países de África. El objetivo: proporcionar las herramientas y la oportunidad de aprender a leer y escribir a niños de comunidades desfavorecidas del continente africano. Este es el cuaderno de bitácora de ese viaje fascinante.
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