Diarios de motocicleta
Antonio tiene 36 años. Entre semana es un tipo de semblante serio (tiene un trabajo con muchas responsabilidades), trajeado y atildado. Pero cuando llega el fin de semana le dedica la mañana a su mayor afición. El ritual es el de siempre. Se enfunda en su mono de cuero, guantes, protector de espalda, botas y casco. Besa a la pequeña Carlota, a la que coge en brazos, al vuelo, con sus almidonados brazos ya vestidos de odre. Abajo le espera su Honda CBR (un regalo de su mujer). Ella es aficionada a las carreras, pero esas horas de espera se le hacen eternas. “Jainu –así me llaman los colegas-, te voy a llevar a la Cruz Verde. Ahí nos juntamos muchos los fines de semana”.
Galapagar, pantano de Valmayor… curvas cerradas y llegada al puerto de la Cruz Verde. Entramos en el bar para retomar fuerzas. Es una mañana de sábado gélida y ha chispeado en el primer tramo de nuestra travesía. “Un café con leche calentito nos irá bien” –me comenta Antonio. Le noto extrañado, desalentado. “¿Qué pasa hoy?” –le pregunta al amable señor que hay detrás de la barra. Él asiente con la cabeza. Acto seguido entra José, de Toledo. Acaba de dejar su Yamaha R1 aparcada fuera y sin que mencione una sola palabra su cara habla por sí sola. “Hoy nos han dejado solos”. Enseguida estamos los tres manteniendo una conversación de lo más entretenida. “Me acabo de pillar un neumático trasero de Dunlop. Me ha costado trescientos pepinos. Una pasta”. “Vaya desastre de inicio de Mundial; cómo llovía”. “El Stoner está imparable”. Acto seguido: “Por cierto, en mayo, me pillo una Ducati” –dice Antonio. Asocia a Casey con la máquina italiana que tiene metida en la cabeza.
Seguimos charlando, pero como el sol no acompaña y aún nos queda mucho camino decidimos irnos. “Me voy con vosotros” –dice José. Me llama la atención la sensación de hermandad. Todos se saludan de buen rollo, les une una pasión y allí no parecen existir diferencias de ningún tipo. Antes de subirnos a la CBR quiero congelar alguna instantánea, pero desafortunadamente la cámara de fotos se ha quedado en casa. Siempre nos queda el móvil. Llegan tres moteros más. Esta vez es un “hola y adiós” pero me quedo con sus rostros de bonanza. Para ellos también ha llegado el fin de semana. También ha llegado el momento de sacar a pasear a su más preciado tesoro: esas motos que cuidan y miman con esmero.
Seguimos con la ruta. Me quedo fascinada con las vistas. De fondo, el Monasterio de San Lorenzo de El Escorial y, detrás, unas montañas nevadas en pleno mes de abril. Y pienso: ¿Cómo puede ser que lleve cuatro años en Madrid y me haya perdido todo esto? Pero lo mejor estaba por llegar. Cambio de dirección. Esta vez para El Berrueco, dirección Torrelaguna. El destino: El Atazar. Con prudencia por el estado de la carretera, pero disfrutando de las vistas, del silencio que se escurre con el rugir del motor y de esa sensación de libertad que te da la moto. Nos cruzamos con otros moteros. Empiezo a sentirme parte de esa familia y a saludar como hace Antonio. “Arbizu. Ahora diez minutos de curvas. Ya verás qué bien”. Voy arqueándome al ritmo acompasado de mi anfitrión. Abajo la imponente presa del pantano Atazar con veleros surcando sus aguas. Escandalosamente hermoso. Paramos en el bar del pueblo. Vuelve a estar prácticamente vacío. El tiempo hoy no acompañaba mucho. De fondo los entrenamientos de clasificación de la Formula 1 en China. Nos pedimos un refresco. Evito sentarme en el taburete porque tengo el cuerpo entumecido después de más de doscientos kilómetros. “Esta noche dudo que salga a mover el body” –pienso. Estoy cansada, pero al mismo tiempo es una sensación única. Esquío desde los tres años y le comento a mi guía: “tengo la impresión de haber estado esquiando desde las diez de la mañana hasta las cinco de la tarde sin parar”. Me entiende. Ir de paquete no es precisamente lo más cómodo del mundo. Pero me gusta. Mucho. Seguimos con el parloteo. Antonio me comenta que su afición por las motos viene de muchos años atrás. Ha tenido una vespino, una vespa, una BMX, una Yamaha RD 350, una Kawasaki ZXR 750 (la modelo telefónica) y, ahora, la Honda CBR 600. Me cuenta que perdió a un gran amigo por culpa de las guillotinas asesinas. Ese guardarraíl se llevó la vida de su amigo, pero, a pesar de ello, no evitó que él siguiese disfrutando de su pasión cada quince días.
Ya sólo nos falta el regreso a casa. En el camino de vuelta me vienen a la cabeza imágenes del Gran Premio de Qatar. Un inicio truncado por la lluvia, pero que me deja, al mismo tiempo, buenas sensaciones con los podios de Simón y Lorenzo y la victoria de Barberà. Ahora nos vamos al país del sol naciente, el lugar que le dio el título a Rossi la temporada pasada y que le robó cualquier tipo de posibilidad al de Dos Aguas. Tras el escalofriante accidente del año pasado, Héctor vuelve a pisar con ganas el asfalto nipón. Esta vez con hambre de victoria.
Y eso… ¡hambre! era lo que teníamos Antonio y yo cuando regresamos a casa. Mariana, que es un solete, y Carlota nos estaban esperando. Y no sé si nos lo merecíamos, pero también aguardaba un pollo caliente con patatas que deshuesamos en un abrir y cerrar de ojos. En un abrir y cerrar de ojos volvemos con las carreras y en eso, en un abrir y cerrar de ojos, volveré de travesía con Antonio y sus colegas. La Cruz Verde, esta vez, espero, con sol y much@s moter@s, nos aguarda. El sábado experimenté mi peculiar “Diarios de Motocicleta”. No sonaba “Al otro lado del río”, no fue por Sudamérica ni con el Ché, pero sí por Madrid y con mi amigo Antonio. Gracias. (Y GRACIAS A VOSOTR@S POR TODOS LOS MENSAJES. ¡SOIS GENIALES!).