Me considero algo parecido a un amateur espiritual. Hago meditación desde hace años, y simpatizo con algunas de las ideas del budismo que me parecen valores universales. Motivo por el que emprendí este verano un viaje a la India más tibetana y budista, en compañía de un grupo de desconocidos que teníamos en común a un amigo un tanto singular: Andoni Ajuria. Singular porque empezó como consultor para IBM, llegó a ser Director de Consultoría de una multinacional sueca y un buen día dejó el traje y la corbata y se colgó los hábitos de monje.
En el sur de la India, en Bilakuppe, cerca de Mysore, Andoni cuida de un grupo de niños tibetanos cuyos padres, a muchos kilómetros de distancia, en el norte de la India, tienen enormes dificultades para salir adelante. El monasterio les da una formación y a través del Geshe de la congregación, Andoni está consiguiendo que un grupo de personas de todo el mundo ayuden a que el hogar de los niños tenga, poco a poco, unas mejores condiciones.
Cuando llegamos allí, los niños nos homenajearon como si hubieran venido los Reyes Magos. He de decir, que nunca había disfrutado de una semana de vacaciones con una inmersión tan profunda en una comunidad tan diferente a la mía. Vivíamos con los niños, y Andoni nos llevaba a ver templos donde nos sumergía en el budismo, y donde, lógicamente, aparecían todo tipo de dudas, cuestiones y diferencias, éticas y morales, que ponían sobre la mesa las discrepancias existentes entre ambas culturas.
Uno de estos preceptos que me fascina es la ley de causalidad, o lo que es lo mismo, que nuestros actos se nos devolverán en esta vida o en vidas sucesivas. Ese es nuestro karma. Otro de los puntos que nos atrajo de las enseñanzas de Andoni fue el de poner una intención a cada una de nuestras acciones, y si esa intención es altruista, si persigue el bien de otras personas, pues mejor que mejor. De verdad, no sabéis como cambia una comida si se empieza agradeciendo los alimentos que tenemos en la mesa, y se pone en la comida el propósito de que nos dé energía para hacer algo por los demás. Es curioso que sea yo el que diga estas palabras, alguien que renegó a los trece años de la educación católica que había recibido y se sumergió en lecturas existencialistas durante buena parte de su vida.
Ahora, muchos años después, me he dado cuenta de la importancia de los ritos en nuestro día a día. Ritos que hoy pueden ser laicos o religiosos, pero que sin duda nos conectan con nuestra espiritualidad. Y nos conectan con los demás, aunque no hablemos el mismo idioma. Una comunicación que teníamos con los niños: acercándonos a sus vidas, a sus mantras, a sus oraciones, aprendiendo de su rico mundo interior. Y que devolvíamos de la mejor forma que nosotros sabemos: con el juego y la risa.
Escucharles esos mantras, a la luz de la Luna, es realmente difícil de olvidar, muy, muy difícil. Esa semana, esa increíble experiencia nos convirtió a Oihana, Paola, Carmen, Luis, a Andoni (su nombre de monje es Thendar), y a mí, en compañeros de un gran viaje interior y exterior; emocional y vital
Oihana emprendió su propio viaje, tras dejar a cada uno de los un dibujo, un mandala. Los niños se quedaban absortos contemplando como en dos horas Oihana era capaz de llenar de colores y complicadas formas geométricas un papel en blanco. Es la manera singular de meditar de Oihana.
Nos despedimos de los niños. Oihana hacia el sur de la India. El resto mirábamos ya las montañas del Himalaya, al norte de la India. Una naturaleza inigualable que nos acogía, y por la que teníamos que acceder por la carretera más alta del mundo, y con alguna molestia por las alturas, no siempre se transita a 5600 metros de altitud.
Uno de nuestros destinos fue el lago Pangong, a 4400 metros de altitud. Allí, después de un precioso paseo, vimos que, al igual que ocurre en todas partes, las botellas de plástico presiden las orillas de lugares tan inaccesibles como este, es como si los seres humanos dejásemos nuestra impronta en todos lados. Como pudimos, acompañados de nuestro guía tibetano, Remsing, recogimos los plásticos que nos cabían en las manos y emprendimos la vuelta al campamento. Un joven nos agradeció el haber marcado la diferencia, pero lamentó que no se pudiese hacer casi nada por los residuos, tan solo quemarlos o enterrarlos. Habían pedido ayuda al Gobierno, se encontraban a la espera de una respuesta a cómo gestionar los residuos.
Esa noche, luna nueva, el cielo se tocaba con el suelo, y miles de estrellas fugaces tropezaban con nuestros rostros que, tumbados boca arriba, parecían querer absorberlas. Esa noche, algunos no dormimos, mal de altura.
Despierto, desvelado, en la puerta de la gran tienda de campaña que me resguardaba, mirando las estrellas fugaces que recorrían el firmamento, pensando en el budismo, en Jesucristo, en el momento en el que Buda vivió, en el que Jesús predicó. En Mahoma, en otras religiones, y en todos los mandamientos; pensando en los preceptos religiosos de los que he oído hablar. Preceptos que tienen miles de años de antigüedad, se escribieron, se dictaron, cuando el ser humano tenía una mínima capacidad del poder que tiene ahora, de esa inmensa capacidad de creación y de destrucción que tenemos ahora.
Y en esos preceptos principales, de los credos más influyentes del mundo, de los más extendidos, de los que ampliamente abarcan a la mayoría de los habitantes del planeta, en todos esos preceptos no hay mención al cuidado de nuestra casa, nuestro planeta, el lugar donde vivimos.
¿Por qué? Debería de ser un precepto esencial para nuestro karma de especie. ¿Y si en pleno siglo XXI creásemos uno? Podría ser común y universal, para todos los ciudadanos de este planeta: creyentes o aconfesionales. Un precepto para la especie, escrito en todas las lenguas del mundo, y compartido por todas las religiones del mundo. Un precepto acompañado de un mantra compartido. Un mantra que, a una hora del día, pusiera a todos los seres humanos que habitamos este maravilloso lugar en contacto con nuestro planeta, la Tierra, en contacto con nuestros semejantes, en contacto con nuestra espiritualidad.
Esa idea nació cuando ya amanecía en el lago Pangong. A punto de emprender viaje hacia Dharamsala. Cuando llegamos a la ciudad donde vive el Dalai Lama tuvimos la oportunidad de ver a un Geshe próximo a su santidad que, generosamente, nos ofreció dos sesiones de enseñanzas budistas donde surgieron todo tipo de preguntas, y una de ellas fue sobre el precepto de cuidar nuestra casa común. El Geshe me contestó que los medios de comunicación tenemos un gran trabajo que hacer en este campo, en el campo de la educación medioambiental. Dijo también que el budismo buscaba la iluminación de nuestras mentes y que si esta se producía, conllevaría el cuidado y sanación del planeta.
La conversación continuó: incidí en los numerosos seguidores de las religiones, y el papel positivo que podían ejercer y así aliviar la enorme presión que los seres humanos provocamos sobre la casa común en la que vivimos, y también nuestro karma de especie. Me contestó que estaba de acuerdo. Y a partir de ahí nos ilustró mostrándonos algunos de los estrechos vínculos existentes entre la naturaleza y el budismo.
Al regresar a Madrid e incorporarme a mi lugar de trabajo en TVE seguí dándole vueltas a la idea, hablé con amigos, con expertos en religión, con expertos en teología, y me compré la encíclica del Papa Francisco que trata sobre el cuidado de la casa común, Laudato Sí. La encíclica del Papa. Un libro que puede ser leído como un texto político, tanto como el publicado este año por Naomi Klein, Esto lo cambia todo, el capitalismo contra el clima.
Libros esenciales de un año donde nuestra casa común ha tenido una enorme relevancia. Tanta que son muchas las noticias sobre ambos libros. Noticias como esta que encontré hace un par de días.
VATICANO, 10 Ago. 15 / 10:24 am (ACI).- El Papa Francisco decidió establecer cada 1 de septiembre la Jornada Mundial de Oración por el Cuidado de la Creación, que se celebrará a partir de este año tal como se hace en la Iglesia Ortodoxa.
El 10 de agosto, día en que está fechada esta noticia, fue el día que estuvimos en el lago Pangong, fue el día que pensé que había tenido una idea y que tenía que transmitirla a los cuatro vientos. Mi ego me decía que era mía, y que era importante. ¡Qué ingenuo! La idea no era mía, en absoluto...
Es curioso cómo nos engaña la mente y cómo nos engaña la vida. Lo normal sería pensar que leí la noticia en un periódico, en Internet, en el teléfono móvil, y me olvidé de ella. El mal de altura hizo lo demás. Ya está. Asunto resuelto. Pero, en el Lago Pangong no había Internet, dormíamos en tiendas de campaña. Y además, desde que llegue a la India, el 30 de julio, mi teléfono dejó de funcionar. Mandé algunos correos desde cibercafés, y poco más. Estuve veinte días casi desconectado de la red, con la atención plena en mi interior, en el presente, en lo que veía, sentía, en lo que me rodeaba. No tengo respuesta a cómo me llegó esa información. Lo que sí sé es que no surgió de mí, en absoluto, por mucho que mi ego interpretara que así era.
En el blog Medical Daily, publicaban hace unos días la siguiente noticia en la que se informaba que la telepatía era posible utilizando el siguiente sistema.
Lo que parece un gran avance científico, puede ser simplemente un extrañísimo artefacto. He decidido no dedicar ni un segundo más a cómo me llegó el mensaje. Y he decidido dedicarle mi tiempo al contenido del mismo.
La Tierra nos está gritando que hagamos algo: que cambiemos nuestros hábitos, que la cuidemos, que la sanemos. Y en ese cambio va implícito un cambio de modelo productivo, de hábitos de consumo, de vida diaria. Va implícita una conversión ecológica, como dice el Papa Francisco. “La humanidad está llamada a tomar conciencia de la necesidad de realizar cambios de estilo de vida, de producción y de consumo, para combatir este calentamiento o, al menos las causas humanas que lo producen o acentúan. Es verdad que hay otros factores ( como el vulcanismo, las variaciones del eje de la Tierra o el ciclo solar), pero numerosos estudios científicos señalan que la mayor parte del calentamiento global de las últimas décadas se debe a la concentración de gases de efecto invernadero (anhídrido carbónico, metano, óxidos de nitrógeno y otros) emitidos sobre todo a causa de la actividad humana. Al concentrarse en la atmósfera, impiden que el calor de los rayos solares reflejados por la tierra se disperse en el espacio. Eso se ve potenciado especialmente por el patrón de desarrollo basado en el uso intensivo de combustibles fósiles que hace el corazón del sistema energético mundial." (23)
Para los no creyentes hay otra voz que agita la conciencia ecológica, y que une el cambio climático a multitud de injusticias pendientes de resolución. La voz de Naomi Klein.
“Todas las reivindicaciones económicas aquí expuestas (unos servicios públicos que funcionen, una vivienda digna, una adecuada redistribución de las tierras) no representan otra cosa que temas que dejaron pendiente los movimientos de
liberación más potentes de los dos siglos pasados: desde el de los derechos civiles hasta el feminista, pasando por el de la soberanía indígena. Las ingentes inversiones globales que se requieren para responder a la amenaza climática – para que nos adaptemos humana y equitativamente a la fuerte variabilidad meteorológica en la que estamos y de la que no podremos librarnos, pero también para que conjuremos la posilidad de un calentamiento verdaderamente catastrófico, que aún estamos a tiempo de evitar – constituyen una oportunidad para cambiar todo eso y para que esta vez, lo hagamos bien. Podrían producir la redistribución equitativa de tierras agrícolas que tendría que haber seguido a la independencia de los regímenes coloniales y dictatoriales; podrían traer el empleo y las viviendas que soño Martin Luther King; podrían hacer llegar puestos de trabajo y agua limpia hasta las comunidades nativas y podrían servir para encender, por fin las luces y abrir los grifos del agua corriente en todos los townships sudafricanos. Esa es la esperanza que encierra en sí misma la promesa de un Plan Marshall para la Tierra.”
Hace varios meses, cuando Naomi Klein pasó por Madrid, hice un reportaje para el programa Para Todos La2, basándome en la conferencia que dio en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. Al final de la conferencia le pedí que me dedicara su libro. Y esto fue lo que escribió.
Be brave significa Sé valiente. Muchas veces me he preguntado porque me escribió esto, si no me conocía de nada (de nuevo el ego). Ahora creo saberlo. Probablemente lo ha escrito miles de veces en sus viajes por todo el mundo. Lo único que hace que no cambien las cosas es el miedo. Hay que tener valor para superarlo, para deshacerse de él, para cambiar los hábitos de vida con los que nos hemos criado, para darle la vuelta a nuestro día a día y comenzar de nuevo pensando en la naturaleza que nos rodea, sintiéndola. Luchar por ella, aunque nos resulte incómodo, nos dé pereza, nos cueste acostumbrarnos. Hacerlo ayudados de una herramienta esencial, la meditación. Hacerlo para que los demás puedan disfrutar de la décima parte de lo que nosotros tenemos.
Creyentes y no creyentes tienen una importante decisión que tomar en esta segunda década del siglo XXI: destruir definitivamente nuestra casa, el lugar que nos ha dado la vida, o aprender a amarlo, a respetarlo, a escucharlo. Seamos valientes.
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