Indígenas
Cuando Delma Chaparro subió a la aldea sintió de pronto la cercanía de la muerte. Y confirmó sus malos presagios cuando vio de lejos aquel bulto tendido frente al huerto. El cuerpo de su marido estaba allí, descuartizado a pocos metros de su casa en la Sierra Nevada de Santa Marta. Sus dos hijos estaban básicamente mudos, esperando a la madre para lavar el cadáver, recomponer el cuerpo y enterrar cuanto antes a su padre. Al marido de Delma lo mataron los paramilitares en presencia de los niños porque supuestamente ayudaba a la guerrilla. Su delito fue quedarse impasible y no protestar cuando las FARC entraron a la aldea para robar tres cabezas de ganado a punta de pistola.
No muy lejos de allí, en la Guajira, Liney Ospina también acaba de enterrar a su hermano. Miguel Ángel apareció muerto, pasado a machete, en la pista de entrada a la ranchería. Días antes se había enfrentado a los paras, que pretendían expulsar a su familia de la zona, casualmente, un importante corredor para sacar la cocaína.
En Riohacha, también en la Guajira, Jacqueline Romero perdió a otro hermano, esta vez a manos de la guerrilla. Supuestamente colaboró con los paramilitares por no hacerles frente cuando pasaron por su poblado en busca de comida. Pagó ese descuido con la vida.
Delma, Liney y Jacqueline no se conocen pero sufren el mismo drama. Son indígenas, y asisten indefensas a episodios de violencia que ponen en peligro el futuro de sus pueblos ancestrales. Porque desde hace unos años, el conflicto armado que vive Colombia se ha trasladado también a sus resguardos, hasta hace poco, remansos de paz donde vivían de la caza, la pesca y la recolección, siempre en armonía con la naturaleza.
Pero desde hace un tiempo el conflicto se ha colado en su territorio arrastrado por esa planta que desangra a este país: la hoja de coca. Y no por el uso que le dan los indígenas, que la utilizan desde hace cientos de años con fines medicinales. La guerrilla y los paramilitares, que viven del narcotráfico y dejaron hace tiempo cualquier resquicio de ideología, se han metido de lleno en territorio indígena. Allí la presión del Estado es menor y es más fácil plantar hoja de coca, instalar laboratorios, procesarla y sacar la cocaína empacada y lista para su venta por corredores ajenos a los ojos del Gobierno.
Y en medio de todo esto los indígenas asisten a matanzas y desplazamientos continuos en la zona que habitaron sus ancestros. Se calcula que en Colombia hay 102 pueblos indígenas. Y según la Organización Nacional Indígena de Colombia, la ONIC, hay al menos 18 etnias en peligro de extinción. Aruacos, kamkuamos, wiwas o wayuus asisten indefensos a una doble destrucción: guerrilleros y paramilitares (en ocasiones en connivencia con el ejército) los eliminan físicamente; y las grandes multinacionales extranjeras, con el visto bueno del Gobierno, contaminan sus ríos con megaproyectos que en muchos casos se llevan a cabo sin el visto bueno de los mamos, las autoridades indígenas.
Supuestamente la Constitución de 1991 es una de las más avanzadas de la región en materia de protección de los pueblos ancestrales. Pero la inacción del Gobierno y los intereses cruzados de guerrilleros, paramilitares y empresarios sin escrúpulos convierten todo eso en papel mojado. Y desde luego, no creo que la solución pase, como dice el vicepresidente de Colombia, Francisco Santos, por la erradicación absoluta del cultivo de hoja de coca en los resguardos. Los indígenas tienen pequeños cultivos de uso doméstico y mascan la hoja de coca muchas veces para matar el hambre y el frío. Y no son ellos precisamente quienes se lucran con ese negocio del narcotráfico que carcome las entrañas de este país a base, también hay que decirlo, de la demanda desenfrenada de cocaína en las calles de Europa y Estados Unidos. La coca es un gran negocio y en su camino arrastra no sólo a jóvenes de muchos países desarrollados, también a indígenas que ni siquieran imaginan qué es eso del primer mundo.