Los pecados de mi padre
Juan Sebastián Marroquín salió de Colombia con 16 años. Corría 1993 y, de pronto, se vio huyendo del país junto a su madre y su hermana pequeña. Desde entonces vive en Buenos Aires, donde estudió diseño industrial y arquitectura. Juan Sebastián Marroquín podría ser un chico normal, si no fuera porque durante toda su vida ha arrastrado algo anormal: ser el hijo del mayor narcotraficante que ha tenido este país. Porque este nombre, Juan Sebastián, es la identidad que escogió cuando pisó Argentina para empezar su nueva vida y enterrar como fuera la primera mitad de su existencia. Y es que durante los primeros 16 años, desde que nació hasta que mataron a su padre, el joven del que hablamos se llamaba Juan Pablo Escobar. Y sí, es el hijo de Pablo Escobar Gaviria, el Patrón, el hombre que desafió al Estado y puso a varios gobiernos de rodillas a golpe de bombas y toneladas de coca; el hombre que llegó a controlar el 80 por ciento del tráfico mundial de cocaína, hasta que un policía lo desplomó con tres balas mientras huía por el tejado austero de aquella comuna de Medellín.
Olvidar tu pasado debe ser un ejercicio difícil. Y querer enterrarlo, todavía más. Juan Pablo entendió que la única manera de salir adelante, de sacarse el estigma de llevar los genes de un criminal, era cambiar de país y de nombre. Pero un día, ya en Argentina, se reveló su verdadera identidad. Y Juan Pablo decidió que no había nada que ocultar, que esa era su realidad, y que en todo caso era el momento de pedir perdón a las víctimas. La tarea llevará tiempo, porque si hay alguien en Colombia que ha dejado un reguero de muertos, de asesinatos por encargo, de viudas y de huérfanos, ese es Pablo Escobar.
El Patrón ordenó activar una bomba en pleno vuelo de un avión de Avianca porque pensaba que dentro iba el ex presidente César Gaviria. El Patrón ordenó asesinar a miles de personas, entre ellas a Guillermo Cano, director de El Espectador, el periódico que en aquella época llevaba la voz cantante en las denuncias contra el narcotráfico. Y como el diario jamás se calló ni se plegó a sus designios, años después destruyó la sede del periódico con cientos de kilos de dinamita. El Patrón ordenó la muerte del Ministro de Justicia, Rodrigo Lara Bonilla, el primer político que se atrevió a denunciar en público los atropellos de Escobar y el Cártel de Medellín, y el primero en reconocer, también, que esa denuncia le iba a costar la vida. Y años después el Patrón pagó a varios sicarios para que ametrallaran a Luis Carlos Galán, la gran esperanza del liberalismo, porque cuando Escobar intentó acercarse al partido para meterse en política, Galán le dijo que se fuera, que no quería saber nada de él.
Hace muy poco, el hijo de Pablo Escobar se reunió con la viuda del director del Espectador y con los hijos de Galán y Lara Bonilla. Y a todos ellos les pidió perdón por los crímenes que cometió su padre. Juan Pablo Escobar (o Juan Sebastián Marroquín) se ha pasado la mitad de su vida explicando las acciones del Patrón, como si hubiese sido él quien le animase a cometer los crímenes. Pero la realidad -dice- era distinta. Juan Pablo creció como un niño mimado, muy mimado, como correspondía en esa época a uno de los hombres más ricos del mundo, despiadado con los rivales, aunque esposo amantísimo y (eso al menos creía él) padre ejemplar. Pero la vida de aquel niño no era normal, y de eso se dio cuenta aquella semana en la que ni él, ni su padre, ni su madre, pudieron salir de su apartamento de Medellín porque les rodeaba la policía. Juan Pablo cuenta que aquella semana pasó hambre. Se agotaron los alimentos y no pudieron bajar a comprar. Y no por falta de dinero, porque en el apartamento había en aquellos días 4 millones de dólares en efectivo. Aquel montón de dinero, al menos dos millones, sólo sirvió para alimentar la chimenea con la que combatían el frío en aquel invierno de Medellín.
Todo esto lo cuenta Juan Pablo en un documental que acaba de llegar a las salas en Colombia. Un ejercicio de memoria que él mismo protagoniza, no para lavar la imagen de su padre, sino para reparar, en la medida de lo posible, a las víctimas. Hay momentos interesantes, sobre todo, el reencuentro con los hijos de Galán y Bonilla. Los hijos de las víctimas frente al hijo del asesino, del victimario. No hubo rencor, porque todos reconocen (incluido Juan Pablo) que son víctimas del narcotráfico. Hablaron, se abrazaron y concluyeron que el perdón es fundamental para mirar al futuro.
Juan Pablo creció en su burbuja de caprichos, en el mundo ideal del niño mimado que obtiene todo con apenas levantar la mano y descontar los segundos hasta que llega el regalo. Pero ese sueño de riqueza y vanidad se esfumó cuando creció y comprendió quién era realmente su padre. El hijo adolescente del hombre más rico del mundo, del mayor criminal de la época, tuvo que salir a escondidas de Colombia y dibujar una nueva vida, sin caprichos, sin excesos, con la modestia de quien quiere pasar, ante todo, desapercibido. Pero la sombra de Pablo Escobar siguió presente, y ahora el hijo intenta asimilar cómo fue aquella infancia hablando de las masacres del padre y pidiendo el perdón de las víctimas. Juan Pablo heredó del capo una carga muy pesada, un estigma infernal, pero como reza el título del documental, aquella fue parte de su vida, pero sobre todo, aquellos fueron “Los pecados de mi padre”.