3 posts de diciembre 2009

Los pecados de mi padre

Juan Sebastián Marroquín salió de Colombia con 16 años. Corría 1993 y, de pronto, se vio huyendo del país junto a su madre y su hermana pequeña. Desde entonces vive en Buenos Aires, donde estudió diseño industrial y arquitectura. Juan Sebastián Marroquín podría ser un chico normal, si no fuera porque durante toda su vida ha arrastrado algo anormal: ser el hijo del mayor narcotraficante que ha tenido este país. Porque este nombre, Juan Sebastián, es la identidad que escogió cuando pisó Argentina para empezar su nueva vida y enterrar como fuera la primera mitad de su existencia. Y es que durante los primeros 16 años, desde que nació hasta que mataron a su padre, el joven del que hablamos se llamaba Juan Pablo Escobar. Y sí, es el hijo de Pablo Escobar Gaviria, el Patrón, el hombre que desafió al Estado y puso a varios gobiernos de rodillas a golpe de bombas y toneladas de coca; el hombre que llegó a controlar el 80 por ciento del tráfico mundial de cocaína, hasta que un policía lo desplomó con tres balas mientras huía por el tejado austero de aquella comuna de Medellín.

Olvidar tu pasado debe ser un ejercicio difícil. Y querer enterrarlo, todavía más. Juan Pablo entendió que la única manera de salir adelante, de sacarse el estigma de llevar los genes de un criminal, era cambiar de país y de nombre. Pero un día, ya en Argentina, se reveló su verdadera identidad. Y Juan Pablo decidió que no había nada que ocultar, que esa era su realidad, y que en todo caso era el momento de pedir perdón a las víctimas. La tarea llevará tiempo, porque si hay alguien en Colombia que ha dejado un reguero de muertos, de asesinatos por encargo, de viudas y de huérfanos, ese es Pablo Escobar.

El Patrón ordenó activar una bomba en pleno vuelo de un avión de Avianca porque pensaba que dentro iba el ex presidente César Gaviria. El Patrón ordenó asesinar a miles de personas, entre ellas a Guillermo Cano, director de El Espectador, el periódico que en aquella época llevaba la voz cantante en las denuncias contra el narcotráfico. Y como el diario jamás se calló ni se plegó a sus designios, años después destruyó la sede del periódico con cientos de kilos de dinamita. El Patrón ordenó la muerte del Ministro de Justicia, Rodrigo Lara Bonilla, el primer político que se atrevió a denunciar en público los atropellos de Escobar y el Cártel de Medellín, y el primero en reconocer, también, que esa denuncia le iba a costar la vida. Y años después el Patrón pagó a varios sicarios para que ametrallaran a Luis Carlos Galán, la gran esperanza del liberalismo, porque cuando Escobar intentó acercarse al partido para meterse en política, Galán le dijo que se fuera, que no quería saber nada de él.

Hace muy poco, el hijo de Pablo Escobar se reunió con la viuda del director del Espectador y con los hijos de Galán y Lara Bonilla. Y a todos ellos les pidió perdón por los crímenes que cometió su padre. Juan Pablo Escobar (o Juan Sebastián Marroquín) se ha pasado la mitad de su vida explicando las acciones del Patrón, como si hubiese sido él quien le animase a cometer los crímenes. Pero la realidad -dice- era distinta. Juan Pablo creció como un niño mimado, muy mimado, como correspondía en esa época a uno de los hombres más ricos del mundo, despiadado con los rivales, aunque esposo amantísimo y (eso al menos creía él) padre ejemplar. Pero la vida de aquel niño no era normal, y de eso se dio cuenta aquella semana en la que ni él, ni su padre, ni su madre, pudieron salir de su apartamento de Medellín porque les rodeaba la policía. Juan Pablo cuenta que aquella semana pasó hambre. Se agotaron los alimentos y no pudieron bajar a comprar. Y no por falta de dinero, porque en el apartamento había en aquellos días 4 millones de dólares en efectivo. Aquel montón de dinero, al menos dos millones, sólo sirvió para alimentar la chimenea con la que combatían el frío en aquel invierno de Medellín.

Todo esto lo cuenta Juan Pablo en un documental que acaba de llegar a las salas en Colombia. Un ejercicio de memoria que él mismo protagoniza, no para lavar la imagen de su padre, sino para reparar, en la medida de lo posible, a las víctimas. Hay momentos interesantes, sobre todo, el reencuentro con los hijos de Galán y Bonilla. Los hijos de las víctimas frente al hijo del asesino, del victimario. No hubo rencor, porque todos reconocen (incluido Juan Pablo) que son víctimas del narcotráfico. Hablaron, se abrazaron y concluyeron que el perdón es fundamental para mirar al futuro.

Juan Pablo creció en su burbuja de caprichos, en el mundo ideal del niño mimado que obtiene todo con apenas levantar la mano y descontar los segundos hasta que llega el regalo. Pero ese sueño de riqueza y vanidad se esfumó cuando creció y comprendió quién era realmente su padre. El hijo adolescente del hombre más rico del mundo, del mayor criminal de la época, tuvo que salir a escondidas de Colombia y dibujar una nueva vida, sin caprichos, sin excesos, con la modestia de quien quiere pasar, ante todo, desapercibido. Pero la sombra de Pablo Escobar siguió presente, y ahora el hijo intenta asimilar cómo fue aquella infancia hablando de las masacres del padre y pidiendo el perdón de las víctimas. Juan Pablo heredó del capo una carga muy pesada, un estigma infernal, pero como reza el título del documental, aquella fue parte de su vida, pero sobre todo, aquellos fueron “Los pecados de mi padre”.

Las luces de Medellín

Tal vez por ignorancia, quizás por acercarme por primera vez a cubrir esa historia, la sorpresa fue aún mayor. Pero lo que vi este fin de semana en Medellín me dejó buen cuerpo, no sé… buenas vibraciones, en una ciudad que muchas veces te deja el ánimo por los suelos con tantos episodios de violencia.

Medellín, la Ciudad de la Eterna Primavera, inauguró este fin de semana su alumbrado navideño. Un verdadero espectáculo al que ciudadanos y periodistas asistimos embelesados, dejándonos llevar por ese torrente de luz, agua y sonido que partía de fuentes, de carpas, y de la arboleda concentrada en las orillas del río que cruza esta urbe. Más de 15 millones de bombillas de bajo consumo iluminaron la ciudad, y así la mantendrán, radiante y bella, durante las próximas cuatro semanas.

El alumbrado tiene aquí más de medio siglo de historia, y es ya una tradición imborrable que los ciudadanos esperan ansiosos según se acerca la Navidad. Y más allá de las cifras, del costo que tiene todo esto (casi 6 millones de euros, incluyendo actividades culturales y acondicionamiento de fuentes, plazas o el paseo por el río), lo que más me impactó fue cómo vive la población estas fechas. Todo el mundo saca la misma conclusión: con el alumbrado, y durante unas semanas, se olvida, o al menos se intenta olvidar, los graves problemas de criminalidad que riegan de sangre los barrios pobres de la ciudad.

Medellín fue, a finales de los 80 y principios de los 90, la ciudad más peligrosa del mundo. La rivalidad entre los cárteles de la droga, la guerra que declaró al Estado Pablo Escobar, el mayor narcotraficante que ha tenido este país, dejó a diario en las calles un reguero de muertos, de madres desconsoladas y de venganzas pendientes. Los coches bomba, los asesinatos por encargo que ejecutaban los sicarios , pistola en mano, subidos a una moto, mientras ellos mismos y sus madres rezaban en las iglesias para que la bala diera en el objetivo, dibujaron en la ciudad lo más parecido a un infierno en la tierra.

Medellín es hoy una ciudad pujante, un motor económico con una potentísima industrial textil. Pero en las lomas que la rodean, en las famosas comunas, los muertos siguen cayendo sin que nada ni nadie pueda evitarlo. Hoy no hay grandes capos de la droga, no hay patrones como el difunto Pablo Escobar. El último, Don Berna, el jefe de la Oficina de Envigado, fue extraditado a Estados Unidos en 2008. Y desde esa fecha, el índice de muertos ha crecido imparable. Sólo este año ronda los 2 mil, un 70% más que el año pasado. ¿Por qué tanta violencia? Básicamente porque la captura de Don Berna descabezó al grupo, y los mandos intermedios se han enfrascado en una guerra interna por el control de la droga y los juegos ilegales. Así que ahora las madres de las comunas vuelven a enterrar a sus hijos con la misma rapidez con que lo hacían en aquellos días de sangre y plomo que parecían ya parte de la historia más triste de la ciudad.


Y sin embargo, muchas de esas madres, muchos de esos jóvenes de las bandas, de los combos, se acercaron el sábado por la noche, como lo hacen todos los años por estas fechas, a contemplar el alumbrado de la ciudad. Y allí se fundieron con el resto del pueblo, en una especie de comunión, como si una tregua no declarada permitiera esconder las armas y les convenciera de que, por unos días, hay algo mucho más gratificante que apretar un gatillo y abrir las puertas del cementerio.

Por la rivera del río, en las casetas, en las fuentes iluminadas, familias enteras –de toda condición- se dejaban llevar por el haz de luz que ilumina Medellín estos días. También yo me dejé llevar, sin pensar que cuando se apaguen las luces se pueda romper la tregua. Sin pensar en muertos, ni en violencia, y creyendo -tal vez- que todo esto es sólo un cuento de Navidad, pero sin duda, un buen cuento.

Minas

Aquella mañana llovía intensamente en la pequeña aldea de Camboya que vio nacer a Chenneg. Y sin embargo el chaparrón no impidió que se levantara temprano para acompañar a su padre en una nueva tarea: adentrarse en el bosque y cortar madera para levantar, poco a poco, una casa. Salieron, emprendieron el camino. Pero a la media hora, en una vereda, Chenneg puso el pie en el lugar equivocado. Pisó una mina, y a los 17 años la metralla le quitó de golpe dos piernas y un brazo. Salvó la vida, y desde entonces este joven se convirtió en un entusiasta activista contra las minas antipersona.

Chenneg está estos días contando su historia, a quien quiera escucharlo, en Cartagena de Indias. Porque en esta ciudad colombiana representantes de más de 150 países se reúnen para debatir cómo va la lucha contra las minas, qué se ha hecho y qué queda por hacer. El encuentro llega justo cuando se cumplen 10 años de la entrada en vigor del Tratado de Ottawa, el acuerdo que prohibió el uso, la fabricación y la comercialización de las minas antipersona. Y el balance, en perspectiva, es positivo: se han destruido más de 40 millones de minas, se ha desminado ingentes cantidades de terreno, y el 80 por ciento de los países del mundo ha estampado su firma en el Tratado.

Y sin embargo, cada año hay entre 15 y 20 mil accidentes por causa de las minas, ese pequeño enemigo invisible que duerme escondido en la tierra esperando a que alguien le ponga el pie encima para contarle, con una explosión, cómo ha cambiado su vida. En Ottawa, los países firmantes se comprometieron a lograr un mundo libre de minas para 2009. Pero hoy, ni se ha logrado ese objetivo, ni todos los países se han adherido al Tratado. Las grandes potencias, Estados Unidos, Rusia o China, todavía almacenan más de 160 millones de minas. Y aunque supuestamente no las usan, el tráfico ilegal de estas armas siembra de muerte los campos de varios países. Resolver el problema llevará todavía tiempo y dinero, porque plantar una mina apenas cuesta 3 euros, pero localizarla y desenterrarla supera los 800.

¿Y qué pasa con las víctimas? Pues hasta ahora, sin duda, han sido las grandes olvidadas. Supuestamente, de Cartagena debe salir un plan de acción que las tenga en cuenta, un proyecto a largo plazo con políticas integrales que se acuerde de quienes pusieron, sin quererlo, el pie en un campo minado. La realidad es así de cruel, las minas matan indiscriminadamente. Arrojadas desde el aire o plantadas sin control, estos pequeños demonios pueden permanecer activos indefinidamente. Y lo que es peor, cuando estallan, no distinguen entre soldados, guerrilleros, trabajadores humanitarios, campesinos o niños.

Quien pisa una mina arrastra las secuelas durante toda su vida. Hace falta apoyo psicológico para ellos y para sus familias. Hace falta apoyo económico para facilitar la rehabilitación, para adquirir una prótesis. Y hacen falta programas de reinserción y sensibilización que promuevan su reintegración en la sociedad. Todo esto es lo que se discute en Cartagena, y habrá que ver si el compromiso se traduce en acuerdos concretos, porque para las víctimas, las buenas intenciones o las falsas promesas, no pueden cambiar el curso de sus vidas.

Luis Pérez


Hace ya casi dos siglos que el gran sueño de Simón Bolívar se fraguó por estas tierras. La Gran Colombia, una nación compuesta por varias repúblicas recién independizadas de España, echó a andar en 1819. Moriría doce años después, en 1831, víctima de revueltas internas y del desencanto con un Libertador que terminó pervirtiendo ese proyecto de unión suramericana con un Gobierno muy parecido a una dictadura. La Gran Colombia agrupaba varios países.
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