El libro de Ingrid
Ingrid Betancourt ha escrito un libro sobre sus seis largos años de secuestro en la selva. Pero, sobre todo, Ingrid Betancourt ha roto su silencio, y eso en Colombia es noticia para quienes la odian y para quienes la aman, sin término medio y sin transición. Confieso que sólo he leído tres capítulos de No hay silencio que no termine, el relato de 700 paginas que salió este martes a la venta en 6 idiomas y en 14 países. Y confieso también que lo que he leído me ha gustado, por cómo está escrito y por lo que transmite.
No sé si al final acabaré decepcionado, como me ha pasado con el resto de libros que han escrito los cautivos de las FARC cuando recuperaron la libertad. Tampoco sé cómo irán las ventas aquí en Colombia, donde el 80 por ciento de la población tiene a Ingrid en baja o muy baja estima. De hecho algunas editoriales recortaron los pedidos tras el último “tropezón” de Ingrid, cuando decidió demandar al Estado por sus años de secuestro. Su popularidad, que venía muy dañada, tocó fondo. Y sin embargo los mismos medios que la criticaron han dedicado portadas y más portadas a la presentación de su libro.
Así es Ingrid, y así la ven en Colombia, como una heroína valiente, inteligente, capaz y decidida, o como una arpía, egoísta e ingrata que sólo piensa en medrar. La realidad es que Ingrid siempre se movió en extremos, en el filo de la navaja, como si le gustara el vértigo de verse un día en la cresta de la ola y al día siguiente en el fondo del mar. El pueblo la entronó cuando la vio en los diálogos de paz del Caguán enfrentándose a los jefes de la guerrilla, a Marulanda y a Raúl Reyes, recriminándoles con gestos y con voz altiva que pusieran fin a la lacra del secuestro. Ellos, como bien sabemos, le “agradecieron” la deferencia secuestrándola poco después. El pueblo la encumbró cuando leyó sus cartas desde la selva, cuando la vio atada a un árbol en unas pruebas de vida que eran más bien signos de muerte. El mundo la convirtió en su princesa cuando le abrió las puertas de las casas de gobierno de medio mundo, cuando le entregó distintos premios por ser el símbolo de la lucha contra el secuestro.
Pero buena parte del pueblo se rebeló poco a poco contra su princesa y acabó destronándola. Le quitó la corona cuando Ingrid acusó al Gobierno de Pastrana de su cautiverio, cuando entendió que la entonces candidata presidencial se había metido en la boca del lobo acudiendo al Caguán cuando los diálogos de paz acababan de saltar por los aires. Por boca de los secuestrados que fueron saliendo, la gente descubrió a una Ingrid delirante y obsesiva, que se llevaba mal con sus compañeros presos, que acusó a los americanos de ser agentes de la CIA, que le dio la espalda a Clara Rojas y buscó los privilegios propios de su condición de ex candidata presidencial, de joya de la corona entre los rehenes de la guerrilla.
No hay silencio que no termine es la versión de Ingrid de lo que ocurrió en aquella inmensa selva. Y nos caiga bien o mal, también Ingrid tiene derecho a contar su versión, a contar cómo fue su reclusión y sus fallidos intentos de fuga, las tardes de aguaceros e infecciones, el peso de las cadenas, la vida de sus custodios o su relación con los secuestrados. Ingrid habla de todos ellos, de su especial amistad con Luis Eladio, de su especial amistad con el americano Marc Gonsalves, de su especial enemistad con Clara Rojas. Lo que cuenta de Clara da mucho de sí, sobre todo porque revela todo aquello que la propia Clara pasó por alto en su libro, porque entendió que era asunto de su vida privada. Ingrid lo relata con profusión: afirma que Clara Rojas pidió permiso a un comandante guerrillero para quedarse embarazada en la selva porque su reloj biológico marcaba la hora. Y deja entrever, sin afirmarlo expresamente, que el padre de Emmanuel, el hijo de Clara, es un guerrillero llamado Ferney, que visitaba asiduamente el cambuche de Clarita. Evidentemente Clara ya ha dicho que todo eso es mentira y no descarta demandar a Ingrid y a la editorial.
Es tan baja la popularidad de Ingrid que nadie sabe qué pasará con su libro. Lo ha lanzado, repito, en 6 idiomas y en 14 países a la vez. Y eso es algo que muy pocos escritores pueden permitirse. Yo me temo que le irá bien, porque en un país tan acostumbrado a la farándula y al chisme, no descarto que muchos de los que la ponen a parir salgan de noche a comprar el libro, cuando nadie los vea, y se metan en la cama bien abrigaditos para matar el invierno colombiano averiguando qué más cuenta la princesa destronada en esas 700 páginas sobre su vida, y sobre todo, sobre la vida de los demás.