4 posts de enero 2011

¿Sindicalista o minero?

A escasos metros de la mina La Preciosa, Enrique juraba y perjuraba que jamás volvería a entrar allí, a cruzar aquella puerta y bajar a sacar carbón, porque ni él ni nadie se merece morir enterrado en una mina. Enrique es minero desde hace varios años. Pero en esas palabras suena más el hombre superviviente que el hombre trabajador. Enrique tiene la fortuna de estar vivo, porque la explosión de gas metano en esa mina colombiana de Sardinata, junto a la frontera con Venezuela, le pilló fuera de su jornada laboral. Enrique habla por él y, probablemente, por el sobrino que sigue atrapado a 400 metros bajo tierra y al que las autoridades ya dan por muerto, como a los 20 compañeros que entraron al tajo a primera hora de la mañana.





Junto a la mina ha comenzado el desfile de familiares y autoridades. Hace unas horas estuvo allí el Ministro de Minas, y lo primero que hizo fue anunciar el cierre indefinido de la explotación hasta evaluar qué pasó exactamente en La Preciosa. La alcaldesa de Sardinata asegura que la mina era legal. El ministro ha dicho que no cumplía con todos los requisitos de seguridad. Probablemente dentro de un tiempo ese inútil cruce de declaraciones se convierta en papel mohoso y sepia en cualquier rincón de una hemeroteca. Pero más allá de esta explosión puntual, lo cierto es que muchos colombianos se preguntan, de nuevo, qué está pasando con la minería de Colombia, por qué hay tantos accidentes, por qué hay tantos muertos en un sector estratégico para el país.







Sólo el año pasado murieron 130 mineros. La mayoría perdió la vida en explotaciones ilegales, que las hay, y muchas. El propio Gobierno reconoce que son más de 3.000 en 18 departamentos del país, y se propone que en dos años estén todas cerradas. Pero, ¿y las legales? ¿Cumplen con todos los requisitos de seguridad? Eso es justamente lo que se está investigando, sin ir más lejos, en la mina La Preciosa. Se quiere saber si existía una correcta ventilación, si había detectores de gas metano, y si los había, por qué no funcionaron, qué fue lo que falló.





Algún periódico ha publicado, también, que el sector minero necesita unos sindicatos fuertes. De esa manera tendrían más peso para reclamar sus derechos y trabajar en condiciones dignas, como merece un país que presume de ser el quinto exportador mundial de carbón. Aunque, probablemente, nada de eso elimine todos los factores de riesgo cuando los trabajadores están a cientos de metros bajo tierra, rasgando carbón de las entrañas de una mina.



Curiosamente, y hablando de sindicatos, en ese mismo periódico leí hace unos días una información sobre la situación del mundo sindical en Colombia. ¡Carajo, qué panorama!. Resulta en Colombia mataron el año pasado a 47 sindicalistas. El 60% de los sindicalistas asesinados en el mundo durante 2010, estaban aquí, en Colombia. El reciente informe de Human Rights Watch lo acaba de recordar: el Gobierno colombiano debe hacer mucho más en su defensa de los derechos humanos. De nada vale poner un coche blindado y un par de escoltas a los principales líderes sindicales, si en el campo siguen cayendo como moscas sindicalistas anónimos que denuncian, por ejemplo, las tropelías de los paramilitares o los vínculos de muchas empresas con ese ejército ilegal de ultraderecha.

Así que después de todo esto he llegado a una triste conclusión. No es que no le vea mucho futuro al tema de los sindicatos en las empresas mineras. Simplemente, no sé qué es más peligroso en Colombia, ser sindicalista… o minero. O minero sindical.

El entierro del muerto


A la cita con la justicia acudieron puntuales las dos familias del muerto. En el juzgado de Miami estaba el juez, y por supuesto, los abogados de las partes enfrentadas: la primera familia del muerto, y la familia con la que el muerto decidió rehacer su vida. El muerto murió (valga la redundancia) el pasado 25 de diciembre, y por supuesto, como está muerto no sabe que se ha convertido en el protagonista de esta rocambolesca historia. Porque en última instancia lo que está en juego aquí no es una herencia sino algo más personal: ¿dónde enterramos al muerto?

Probablemente, si el muerto fuera Pepito Pérez ni siquiera habría historia. Pero resulta que el muerto se llama Carlos Andrés Pérez y fue presidente de Venezuela durante dos mandatos :1974-1979 y 1989 – 1993. Del primero se recuerda el apodo que le dieron a su país: la Venezuela saudita, donde los petrodólares inundaban la caja del Estado y la de algún bolsillo particular gracias a las exportaciones de crudo. Del segundo se recuerda mucho más los escándalos de corrupción que terminaron sacándolo de la presidencia (el Congreso nacional terminó separándolo de sus funciones por malversación de fondos públicos).




Carlos Andrés Pérez (CAP) murió de un infarto el día de Navidad del año pasado. Residía en Miami con su antigua secretaria, con la que nunca se casó, pero con la que tuvo dos hijos. En Venezuela había quedado su primera y única esposa, de la que nunca llegó a divorciarse pero a la que prácticamente dejó de ver a finales de los 60. Y he aquí el problema. La familia de Caracas y la de Miami no se ponen de acuerdo en qué hacer con el muerto, y el pobre CAP sigue embalsamado ,provisionalmente, como esperando a que decidan por él, en una funeraria de Miami.

Su primera familia quiere enterrarlo en su tierra, en Venezuela, porque dicen que ésa era su voluntad. Su segunda familia lo quiere hacer en Miami, porque cuando Carlos Andrés estaba con vida les aseguró que a Caracas no regresaría mientras Chávez siguiera en el poder. La cosa tiene su lógica, teniendo en cuenta que Chávez intentó sacarlo del poder por las armas durante aquel golpe de estado fallido de 1992. CAP murió, además, sin dejar testamento, y las pruebas que presentan las familias son testimonios orales de familiares y amigos con los que intentarán convencer al juez. La familia de Miami, por ejemplo, alega que CAP era un símbolo de la democracia y del anticomunismo, y que si llega a Caracas las huestes rojas de Chávez profanarán su tumba.





El juicio puede durar tres meses, e incluso el juez de Miami ha planteado a las partes una solución provisional: enterrar a CAP en una cripta sobre tierra en Miami, a la espera de que la Justicia dicte sentencia y señale el camino definitivo del cementerio. Ni siquiera en esto hubo acuerdo. A estas horas el muerto reposa en la funeraria de Miami que lo acoge desde que su corazón paró y CAP sintió que se acababa su tiempo en este mundo. Siempre he pensado que la muerte nunca llega en un buen momento. Pero a CAP le ha permitido ,al menos, ahorrarse el espectáculo de la guerra que mantienen sus familias por ver dónde reposan sus huesos. Y eso, el qué hacer con uno cuando se muere sin testamento, es el primer marrón que se ahorran los muertos.

23 de enero, Venezuela, la telenovela... y la realidad

La realidad de un 23 de enero en Venezuela habla de gente en las calles celebrando, supuestamente, la caída de Marcos Pérez Jiménez. Un día como el de ayer, hace 53 años, cayó el dictador, y en los años siguientes esa fecha se tornó en día festivo para celebrar la vuelta a la democracia. Y ayer, los venezolanos volvieron a tomar las calles de Caracas. Pero lo hicieron como lo vienen haciendo desde hace años, en marchas separadas organizadas por la oposición y el oficialismo.

En realidad son marchas en las que Pérez Jiménez casi ni se nombra. Porque quien sigue en boca de todos es el actual presidente de Venezuela. De un lado, los seguidores de la oposición denuncian la nueva dictadura que, en su opinión, está viviendo Venezuela, con leyes de prensa cada vez más restrictivas, los poderes del Estado copados por el oficialismo, y un presidente omnipresente por ley en las televisiones que legisla como quiere porque la mayoría chavista del Parlamento se lo permitió mediante una Ley Habilitante. Para eso salieron a la calle, para reclamar, según sus palabras, “una nueva democracia sin mordazas”

De otro lado, los oficialistas recorrieron las principales avenidas de Caracas, para recordar, también según sus propias palabras, que en Venezuela “no puede haber nunca más una dictadura”. El propio presidente sostiene que la última dictadura que sufrió el país cayó el 6 de diciembre de 1998, cuando los ciudadanos eligieron a Chávez para tomar las riendas de Venezuela. En los cuarenta años anteriores – dice el líder bolivariano- el país vivió otra dictadura, la del Pacto de Punto Fijo, que dio paso al reparto de poder, durante cuatro décadas, entre dos partidos (ADECO y COPEI). El oficialismo identifica esa etapa con dinero fácil y petrodólares para los ricos, desigualdad y corrupción a mansalva. E identifica a los partidos de la oposición de hoy con los rezagos de aquella época de despilfarro y corruptelas varias. Son -dice Chávez- el mismo perro con distinto collar.

Las marchas del 23 de enero han demostrado, otro año más, la crispación creciente en Venezuela. Los buenos propósitos de fin de año quedaron enterrados por los hechos. Un ejemplo: el Parlamento saliente, con abrumadora mayoría chavista, aprobó una Ley Habilitante que permite al presidente gobernar por decreto durante 18 meses. Esa ley se aprobó con el argumento de facilitar medidas para paliar los efectos de las graves inundaciones que vivió el país a finales del año pasado. A la oposición le pareció un escándalo y Chávez pareció recular. Dijo que devolvería los poderes que le dio el Congreso. Pero días después se enfadó cuando la oposición le dijo que esa ley era inconstitucional. Y se enfadó tanto que no sólo decidió mantenerla, sino que mandó a los opositores a “lavarse el palcó”, una expresión que en Venezuela significa algo así como lavarse el trasero y que se utiliza para rechazar algo.

Definitivamente, ni la oposición ni el presidente empiezan el año de buen humor. Cada uno con sus razones. Los primeros porque ven que el nuevo Parlamento, en el que al fin tienen una amplia representación, nace con las manos atadas por los inmensos poderes que la anterior Asamblea le otorgó a Hugo Chávez. Y al presidente, que en sus alocuciones alterna la seriedad y el humor a partes iguales, no le ha gustado nada, pero nada de nada, la sátira de una telenovela colombiana que él mismo definió como horrible y denigrante para el país. Se llama Chepe Fortuna, y cuenta las andanzas de una secretaria parlanchina llamada Venezuela, con un perro llamado Huguito, una hermana con la que choca a menudo llamada Colombia, y que además está embarazada de un niño al que llamará Fidelito.


El guión deja perlas del tipo: “Huguito es un personaje muy importante. Nada más y nada menos que el perro de Venezuela”. En otro episodio, por ejemplo, Venezuela llora desconsolada porque se pierde su perro Huguito. : “¡Que va a ser de Venezuela sin su Huguito!”, grita entre lágrimas. Al otro lado del teléfono, el personaje que le comunica la mala noticia responde: “Vas a ser libre, Venezuela, porque Huguito últimamente se metía en casa de todo el mundo haciéndote quedar mal”. Las referencias irónicas sobre Chávez se suceden durante los 280 capítulos. Pero en Venezuela (el país, no la secretaria) sólo podrán ver hasta el 100. Chávez puso el grito en el cielo alegando que esa telenovela ofendía la identidad nacional. Conatel, la Comisión Nacional de Telecomunicaciones, decidió suspender la emisión de Chepe Fortuna porque promueve “la intolerancia política y racial, la xenofobia y la apología del delito”. Así que, otro año más, parece que Venezuela no está para bromas, ni en las telenovelas… ni en la realidad.


Enterrados




Cuando escribo estas líneas, debajo de las rocas todavía siguen sacando cadáveres. La imagen es de Campo Grande, a las afueras de Teresópolis, pero podría ser el cuadro de las decenas de barrios arrasados en las gravísimas inundaciones que ha sufrido la sierra de Río de Janeiro.

Todo empezó aquella madrugada del miércoles 12. En lo alto de Campo Grande, la fuerza de la lluvia cortó de cuajo varias montañas. La avalancha de tierra fluyó con ritmo gracias a la riada. Y la tierra, las rocas, los troncos arrancados de cuajo sepultaron ese barrio donde se mezclaban grandes mansiones y viviendas humildes construidas en la ribera del riachuelo o en pleno valle.



Aquella noche llovió tanto como en todo el mes de enero del año anterior. Así que los muertos, antes de morir, escucharon lo mismo que los pocos que salieron con vida. Les despertó un enorme estruendo a las tres y media de la madrugada. Apenas pudieron percatarse de la tragedia cuando volvieron a cerrar los ojos, esta vez para siempre, sin tiempo de correr y sin despedidas.



La última tarde que pasamos en Campo Grande volvió a llover con intensidad. Llovió tanto que los equipos de rescate se retiraron cabizbajos al atardecer, no sin antes advertirnos de que nos largáramos de allí de inmediato porque la tierra de las montañas era demasiado frágil y la lluvia demasiado fuerte, y esa mezcla de extremos podría provocar una nueva avalancha. Llevará tiempo encontrar a los muertos de Campo Grande, sepultados por toneladas de rocas en zonas donde apenas llegan las máquinas del Estado. Los muertos ya no pueden opinar, pero si lo hicieran dirían lo mismo que dicen hoy los vivos: que hay que tomar medidas para que esto no se repita.

La nueva presidenta ha escuchado a los vivos. Al segundo día de la tragedia se puso las botas y paseó entre el barro. Luego se sentó, sin quitarse las botas, junto a sus ministros. Y les dijo que el desastre era demasiado grande para cruzarse de brazos. Dilma aprobó una ayuda inicial de 60 millones de dólares para comprar abrigo y alimentos a las víctimas, a los más de 20 mil compatriotas que buscaron refugio en otro sitio porque sus casas quedaron sepultadas o seriamente dañadas. Su Gobierno aprobó otros 400 millones que se harán efectivos cuando lo apruebe el Congreso.

Dilma también fue honesta. Reconoció a los brasileños que el país tiene un problema gravísismo con la vivienda, que hay 5 millones de compatriotas viviendo en zonas de riesgo, y que esas viviendas, en Brasil, son la regla y no la excepción. Y dijo también que las lluvias volverán a repetirse, y que la misión del Gobierno era evitar más víctimas. Por eso, cuatro días después de la noche en que desapareció Campo Grande, Dilma anunció la creación de un sistema de alertas y prevención. Entrará en vigor en 2015, y permitirá saber, con 6 días de antelación, cuándo va a caer un diluvio universal como el del día 12.

De aquí a 2015 morirán muchos brasileños por las lluvias, porque el país no está preparado para soportar emergencias como ésta. Dilma, además, deberá ejecutar un plan habitacional para toda esa gente pobre que decidió levantar su casa en una montaña porque es mucho más barato que hacerlo en plena ciudad. Y las promesas suenan bien en campaña o en las primeras semanas de la presidencia, pero luego hay que cumplirlas. Porque muchos recuerdan que Lula, sí, el gran Lula, el hombre que dejó el poder con casi un 90% de popularidad y que en Brasil es casi tan popular como la estatua del Cristo Redentor de Río, vivió unas inundaciones muy graves en 2005. En aquel momento prometió crear el sistema de alertas que ahora promete Dilma. Pero no cumplió. La promesa quedó enterrada, como los muertos de Campo Grande. Y las familias enteras que perecieron sepultadas bajo el lodo ya no tienen ni la posibilidad de recriminarle al ex presidente el haber caído en la peor frase de un gobernante: “Yo puedo prometer y prometo”. Y esa frase sí que debería quedar enterrada bajo montañas de tierra y lodo, con toda la basura de las falsas esperanzas.


Luis Pérez


Hace ya casi dos siglos que el gran sueño de Simón Bolívar se fraguó por estas tierras. La Gran Colombia, una nación compuesta por varias repúblicas recién independizadas de España, echó a andar en 1819. Moriría doce años después, en 1831, víctima de revueltas internas y del desencanto con un Libertador que terminó pervirtiendo ese proyecto de unión suramericana con un Gobierno muy parecido a una dictadura. La Gran Colombia agrupaba varios países.
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