La ley de las FARC
Hay días en que la guerra se vuelve más sucia de normal. Hay noticias que me revuelven las tripas, que me hacen pensar si el conflicto colombiano puede degradarse todavía más, si lo peor de la condición humana ha tocado fondo del todo, o si nos esperan más tardes de titulares tristes y fríos. Fríos, sobre todo fríos. Porque a uno se le hiela un poco la sangre imaginando esa escena que ayer se dio en las selvas del sur del país. Cuatro uniformados secuestrados desde hace más de diez años, ejecutados, sin contemplaciones, por un pelotón de la guerrilla. A los verdugos no les tembló el pulso. Recibieron la orden, apretaron el gatillo y les dieron los tiros de gracia. Tres cautivos murieron de un disparo en la cabeza. El cuarto, de dos tiros por la espalda. Todos estaban encadenados.
Secuestrados asesinados por las FARC
La ley de las FARC es así de simple. La ley de las FARC es así de cruel. Si el Ejército intenta liberar por la fuerza a los secuestrados, hay orden de ejecutarlos. Lo saben todos los guerrilleros. Lo saben porque quien incumpla esa orden será ajusticiado también. Lo sabe el Ejército y lo sabe el Gobierno. Lo saben porque lo han escuchado de varias fuentes: de los desmovilizados de la guerrilla, de los discos duros incautados a los jefes de las FARC, de los secuestrados que consiguieron salir de la selva con vida. No es la primera vez que la guerrilla ejecuta a los rehenes cuando ven que se acerca un operativo militar. Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia ejecutaron en 2003 al gobernador de Antioquia. Y años después harían lo propio con once diputados de la Asamblea del Valle. Con actos como esos, que pisotean el derecho internacional humanitario y engrosan la terrible lista de los crímenes de guerra, esa guerrilla que nació con el sueño de un reparto justo de la tierra arrastra hoy su ideal revolucionario por el lodo de la ignominia. Y esa afrenta pública, esos asesinatos a sangre fría de prisioneros de guerra, le quitan tanto apoyo popular a las FARC como le quitó al Ejército el penoso capítulo de los “falsos positivos”, esa política perversa que derivó en el asesinato de jóvenes inocentes a los que luego vistieron de guerrilleros para cobrar jugosas recompensas.
Libio José Martínez, el secuestrado que más tiempo llevaba en poder de las FARC
Hace cuarenta y cinco días, el Ejército logró ubicar al grupo de secuestrados en un punto concreto de las selvas del sur del país. Los operativos de inteligencia confirmaron que los cautivos estaban allí. Y desde esa fecha se puso en marcha un operativo de rescate que pretendía liberar a los secuestrados que más tiempo llevaban en poder de la guerrilla. Y cuando digo tiempo no hablo de semanas o meses. Todos ellos llevaban más de una década encadenados, sufriendo el rigor de un enemigo que les veía como un enorme botín, como la llave de un intercambio que pretendía sacar de las cárceles del Estado a cientos de guerrilleros presos. Libio José Martínez había pasado los últimos 14 años de su vida caminando de un lado a otro sin saber adónde iba, imaginando quizás como sería el día a día con el hijo al que nunca llegó a conocer. Cuando se lo llevaron las FARC, su mujer estaba embarazada de cinco meses. Cuando nació Johan Steven, su padre ya no estaba allí. Johan sin embargo se convirtió en un símbolo de la lucha para los familiares de los secuestrados. Organizó caminatas pidiendo la liberación de los cautivos, la de su padre y la del resto de uniformados que se pudre en las selvas de Colombia. Pidió en público y en privado la oportunidad de tener un padre. Ayer supo que todo ese esfuerzo fue en vano. O tal vez no, porque su ejemplo, como el de otros, sirvió para que nadie olvidara a los secuestrados.
Johan Steven, hijo de Libio josé Martínez
Ayer fue un día aciago para el Ejército. La operación de rescate fracasó, aunque uno de los cautivos lograra escapar con vida tras huir despavorido en mitad de la selva. Y la delgada línea que separa el fracaso de la gloria se mide luego en la reacción del pueblo y se mide, sobre todo, en la respuesta de las familias de las víctimas. Hace un par de años, el Ejército de Colombia abrió telediarios y llenó portadas con la famosa “Operación Jaque”. Un operativo militar que dio pie a películas y a decenas de libros, y que pasó a la historia por liberar a Ingrid Betancourt y a otra decena de rehenes sin disparar un solo tiro. Nadie cuestionó entonces aquella operación militar. Hoy, con los cadáveres todavía calientes, las familias de los cuatro muertos y las familias de los 12 uniformados que siguen presos en manos de las FARC, cuestionan el operativo y echan la culpa al Gobierno. Siempre dijeron que las operaciones de rescate a sangre y fuego ponían en peligro la vida de los secuestrados. Lo dijeron con conocimiento de causa, porque nadie como ellos, que se aferran cada día a la vida con el único argumento de un reencuentro con los suyos, conoce mejor la ley de las FARC.
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