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La terapia del reencuentro

Aquel martes por la tarde, Jennifer cumplió el ritual. La niña de 8 años esperó la llegada de su padre, que ese día abrió la puerta de casa un poco más tarde de lo normal. El intendente jefe de la Policía Carlos José Duarte se tendió en la cama, como era costumbre, y le pidió a Jennifer que diera inicio a la rutina habitual. La niña se descalzó y de un salto ya estaba sobre el colchón. Luego comenzó a andar sobre la espalda de su padre, de arriba abajo y de abajo arriba. Las caminatas de Jennifer eran la mejor terapia para Carlos, porque las plantas de los pies de la pequeña le daban el masaje necesario en unos músculos que acumulaban demasiadas tensiones tras una larga jornada laboral.

Jennifer, hermano e hija
Jennifer, su hermano y su hija, días antes de las liberaciones

Aquel 9 de julio de 1999 las caminatas se interrumpieron sin previo aviso. Llegó el 10 de julio, y luego el 11. El 11 dio paso al 12 y el 12 al 13. Los días iban cayendo, luego los meses y después los años. Y cada tarde Jennifer se preguntaba por qué no se abría la puerta de la casa, por qué no concluía el viaje que, según le contaron, había emprendido su papá. El 10 de julio de 1999, a la hora del masaje,  Carlos José Duarte caminaba, con las manos atadas y a punta de pistola,  hacia un punto indeterminado de las selvas de Colombia. Horas antes, un grupo de guerrilleros tomó la estación de policía de Puerto Rico, en el departamento del Meta. Los policías que no murieron fueron secuestrados por las FARC. Tres años antes, en 1996, la guerrilla había iniciado los secuestros masivos de uniformados y de políticos. Cientos de personas terminaron desfilando, tras largos días de caminatas, hacia los campamentos guerrilleros. Allí llegaban  como rehenes y como un preciado botín para la guerrilla. Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia los ponían de anzuelo para presionar políticamente al Gobierno y para canjearlos, en lo que se ha llamado intercambio humanitario, por cientos de guerrilleros presos en las cárceles del Estado.

Casi 13 años después, Jennifer, su madre y su hermano esperaban el regreso del padre en una sala reservada del aeropuerto de Villavicencio. Carlos José Duarte era uno de los 10 militares y policías que prometió liberar la guerrilla, y ese día llegaría en un helicóptero brasileño con el logo del Comité Internacional de la Cruz Roja. Nadie, salvo los familiares, pudo ver el reencuentro, porque esta vez el Gobierno impidió que las familias se abalanzaran sobre los liberados en plena pista del aeródromo. Carlos regresó a la libertad. Y lo hizo como todos, con más arrugas, más canas y menos peso, y con esa cara de alegría indisimulada y de cansancio acumulado que traen todos los secuestrados.

Carlos josé duarte y su hijo
Carlos José Duarte (izquierda) y su hijo, un día después de las liberaciones

Un día después, Jennifer era un manantial de felicidad mientras observaba, en un lateral del patio central de la Dirección General de la Policía, la rueda de prensa de Carlos y de sus compañeros de cautiverio. Jennifer, que hoy tiene 21 años, escuchó las palabras del papá: su convicción de que la guerrilla está débil, pero no muerta; las dificultades para moverse que tienen las FARC; el miedo a los aviones, que les lleva a no estar más de dos noches en el mismo campamento. Jennifer escuchaba todo esto, probablemente, echando la vista atrás. Mirando la cara de un hombre que pasó la mayoría del tiempo en cautiverio encadenado, y que leyó la última carta que le envió su hija un día lejano de 2001. Durante el secuestro de Carlos, Jennifer acabó la primaria, sopló 13 veces, una por año,  las velas de un pastel, celebró la fiesta de 15 sin bailar con su padre, y fue madre de una niña que acaba de cumplir 3.

Jennifer y los cientos de niños que crecieron mientras sus padres se pudrían encadenados en la selva, son lo que en Colombia llaman hoy “los hijos del secuestro”.  Una generación de niños que creció sin padres, y que ahora, de la noche a la mañana, tienen en casa a una figura  que  desconoce gran parte de sus vidas. Y más allá de la felicidad puntual e inevitable del reencuentro, los secuestrados y sus familias inician ahora un  proceso delicado y complejo: la terapia del reencuentro. ¿Cómo ubicar a una persona que salió hace 10,12 o 14 años de su casa y que jamás regresó?. ¿Cómo contarle el paso del tiempo, los sueños, los fracasos, las alegrías y las tristezas, los amores y desamores, los recuerdos y los planes de futuro?.

Los psicólogos dicen que los secuestrados se consideran, ellos mismos, muertos en vida. Vagan por la selva obedeciendo el dictado de un hombre armado sin más esperanzas que llegar vivo al día siguiente, sabiendo que su vida depende de la voluntad ajena  del comandante o  el carcelero de turno. Y sabiendo también que los intentos de fuga suelen terminar con un consejo de guerra que te declara extraoficialmente muerto antes de que te amarren a un palo y sientas, por ese orden, el ruido del disparo, el escalofrío y el calor de la bala que penetra en tu cuerpo y te declara, esta vez sí, oficialmente muerto. Por eso, dicen también los psicólogos,  la gran mayoría de los secuestrados ven la liberación como una especie de resurrección a la que no es fácil acostumbrarse. Los secuestrados llegan a un mundo extraño, no al que dejaron atrás más hace más de una década. Se sienten como fichas nuevas  en un tablero que desconocen. Desconocen a la mayoría de sus hijos, que tenían muy pocos años, meses, o estaban en gestación cuando fueron apresados. Y se encuentran con la realidad de que no todos los esperaron. Hay mujeres que rehicieron sus vidas, e hijos que deben asimilar de mayores la figura de un padre que casi nunca tuvieron.

Los psicólogos dicen también que, tras un período de euforia, luego llega lo peor. Entre los antiguos secuestrados se multiplican los casos de depresión, estrés postraumático, esquizofrenia y falta de sueño. Enfermedades que no se curan de la noche a la mañana y que exigen a las familias otra dosis extra de paciencia. Pero eso, el apoyo de las familias y la paciencia, son los pilares que permiten la recuperación. Antes vendrá una dura rutina difícil de asimilar para los secuestrados y, por su puesto, para las familias. El protocolo médico dosifica las visitas. Durante 15 días los ex secuestrados  vivirán en un hospital, sometidos a intensos chequeos médicos y psicológicos  y con visitas restringidas de sus seres queridos. Eso lo cuenta, por ejemplo, Alan Jara, un político que compartió cautiverio con muchos de los 10 uniformados que acaban de liberar, a los que daba clases de ruso para matar el tiempo mientras los días pasaban en la espesura de la selva colombiana. A Alan lo liberó la guerrilla hace ya unos tres años, y en ese tiempo ha podido reintegrarse a su familia y al mundo de una manera ejemplar. Alan retomó su vida política, se presentó a unas elecciones y hoy es el gobernador del departamento del Meta, esa región al sur de Bogotá donde viven 7 de las 10 familias de los últimos secuestrados.

Carlos josé duarte con cadenas
Carlos José Duarte, en una prueba de vida durante su cautiverio

Estos años, Alan ha estado en permanente contacto con Jennifer y con su madre, Gloria Marín, una mujer que ha combatido la ausencia de Carlos trabajando como gestora de paz y pensando que, algún día, volvería a una pista de baile con su marido para bailar salsa, para “gozarla y azotar baldosa”, como dicen por acá. Y Alan les habrá dicho que todo llevará su tiempo, que  habrá que ir piano piano, pero que, por qué no, Gloria y Carlos volverán a dejarse llevar juntos con algún tema de Joe Arroyo, mientras la hija de Jennifer duerme y guarda energías porque al día siguiente su abuelo le dirá que se descalce y comience a trepar por su espalda.

 

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Después del cautiverio, és normal que necesiten terapia. Encontrarse desubicado, desorientado, una familia que no reconoce y el calvario sufrido, cadenas al cuello como perros, la espada de Damoclès, amenazando durante largo tiempo, tiene que desequilibrar la mente.

Tiene que ser muy difícil volver, pero seguro que se aprende a amar la vida de otra manera. Siempre aportas un punto de vista diferente y más profundo. Gracias por tus historias.

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Luis Pérez


Hace ya casi dos siglos que el gran sueño de Simón Bolívar se fraguó por estas tierras. La Gran Colombia, una nación compuesta por varias repúblicas recién independizadas de España, echó a andar en 1819. Moriría doce años después, en 1831, víctima de revueltas internas y del desencanto con un Libertador que terminó pervirtiendo ese proyecto de unión suramericana con un Gobierno muy parecido a una dictadura. La Gran Colombia agrupaba varios países.
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