Un cura y un adiós
De repente diez golpes secos, muy duros, atronaron en la casa parroquial. Rocío, la cocinera, dejó el sancocho de gallina a medias. Salió nerviosa de la cocina y corrió a esconderse en la habitación. Se imaginaba, supongo, otra balacera en el barrio. No sabía exactamente quién aporreaba la puerta con aquella intensidad. Fue Leonor, la secretaria del padre Juan, quien se dirigió sin titubear hacia la puerta. Quitó el candado y al desplazar el latón blanco vio la cara de Fernando. Fernando no es ninguno de los pandilleros que a veces acuden nerviosos a hablar con Juan, y cuyos modales no siempre son los más correctos. Fernando es un hombre ya adulto, con un ligero retraso, al que en el barrio Alfonso López , en la comuna 5 de Medellín, conocen cariñosamente como “El Loco”.
Leonor no le dio opción a explicarse. Le echó una enorme “vaciada”, que en el argot de esta zona viene a ser algo así como echar la bronca. Fernando se retiró un poco para capear el temporal. Luego explicó a grito limpio por qué casi derriba la puerta: “Es que me he enterado de que se va mi amigo Juan y estoy muy bravo”. Efectivamente, a Juan lo cambian de parroquia y además de Fernando, todo el barrio está estos días entre bravo y apenado, con un sentimiento raro de explicar, una mezcla de tristeza, enojo y resignación.
El padre Juan, en la sacristía, antes de oficiar su misa de despedida.
Juan Carlos Velásquez, el padre Juan, llegó al barrio de Alfonso López hace una década, con 28 años recién cumplidos. Vino desde El Poblado, la zona más rica de Medellín, y aterrizó en la comuna 5, uno de esos barrios marginales que rodean la Capital de la Montaña, como conocen en Colombia a la segunda ciudad del país. A Juan lo conocí por trabajo, rodando un reportaje sobre la vida de las pandillas, o de los combos, en Medellín. Al segundo café, al segundo tintico, hablando de su vida, me contó que cuando lo enviaron a El Poblado, su primer destino, tuvo una crisis existencial. Pensó en dejarlo todo. No era posible que, queriendo marcharse a África, lo enviaran a la zona más exclusiva de la ciudad, donde centenares de casinos se mezclan con enormes torres de exclusivos apartamentos, donde los restaurantes de lujo se intercalan con los más elitistas rumbeaderos de Medellín.
Así que, cuando Juan aterrizó en Alfonso López, por fin debió pensar que Dios, con diez años de retraso, le había puesto donde quería. La comuna 5 es un lugar humilde, una zona de viviendas pobres que se elevan por la colina, una encima de otra, de manera que, desde lejos, uno tiene la impresión de que el barrio es una sucesión infinita de escalones de ladrillo rojo. La comuna 5, como muchos de los barrios pobres de la ciudad, se dibuja con trazos de muchos dramas. Aquí mezclan sus vidas familias desplazadas, gente de bien, trabajadores humildes, mujeres que ejercen de madre y de padre en familias desestructuradas, con cuatro o cinco hijos, muchos de ellos de distinto padre. Por sus calles bajan madres a primera hora de la mañana, cuando apenas sale el sol, para coger una buseta y largarse a trabajar como empleadas domésticas en las casas de los ricos. Cuando cae la tarde y el sol se esconde bajan también muchas chicas, bien vestidas y bien pintadas, para vender su cuerpo en locales de alterne, cómo no, por supuesto, ubicados estratégicamente en las zonas pudientes. En un lugar sin demasiadas oportunidades, estigmatizado, como todas las comunas, los jóvenes se mueven en el filo de la navaja. Si te desvías un poco, si abandonas las clases porque no puedes pagarlas o porque alguna “amistad” te ha convencido de que no sirven para nada, corres el riesgo de caer en un combo. Los combos son pandillas armadas, formadas por jóvenes que optaron por vidas demasiado intensas y demasiado cortas, por existencias al límite. Todo miembro de un combo sabe que su cuerpo acabará, antes de los 30, con una lápida encima. Los chicos de los combos financian sus armas y sus vicios con el robo, el atraco y las “vacunas”, la extorsión que exigen a todos los comerciantes del barrio por preservar su seguridad. Ellos se sienten la ley. No creen en una fuerza oficial que, por otra parte, pisa muy poco esos barrios.
Interior de la parroquia de Alfonso López, durante la misa de despedida del padre Juan.
Este ambiente se encontró el padre Juan cuando aquel 14 de julio de 2002 entró por la puerta de la casa parroquial. El escenario invitaba a encerrarse y a evitar problemas, a bajar las escaleras hasta la iglesia, dar una misa y devolverse por el mismo camino hasta el salón de la casa parroquial. Juan sin embargo decidió que para resolver los problemas había que salir a buscarlos, antes de que le tocaran a la puerta. Y así fue como comenzó a patear el barrio, a caminar por sus estrechas callejuelas, a hablar con la gente y, sobre todo, a escuchar a la gente. Porque si algo ha hecho Juan Carlos en estos diez años ha sido escuchar, y sobre todo, no juzgar. Juan ha puesto su oreja a disposición de las madres con problemas, de los hijos con problemas, de jóvenes delincuentes, de jóvenes asesinos, pero también de abuelos, ancianos, y jóvenes “sanos” que simplemente le querían compartir sus inquietudes. Y en un barrio lleno de desconfianzas, de repente la gente encontró a alguien en quien confiar.
Exteriores de la parroquia durante la celebración de la misa.
En 10 años en Alfonso López, Juan se ganó a la comunidad de muchas maneras. No solamente evangelizando, porque no hace falta ser católico ni creer en Dios para que te considere su amigo. Juan recaudó fondos de donde pudo, organizó comidas comunitarias, vendiendo platos de arroz, fríjol, carne molina, huevo frito, chorizo y tajada de plátano. Cada una de aquellas bandejas paisas le sirvieron para construir, por ejemplo, una guardería infantil junto a la parroquia. No fue un capricho. Desde ese momento las jóvenes madres del barrio, chicas que quedaron embarazadas en plena adolescencia y que criaron solas a sus bebés, pudieron dejar a sus hijos de forma gratuita en la guardería mientras ellas, por fin, podían ponerse a trabajar. Juan también buscó la manera de ayudar a los jóvenes miembros de las pandillas. No sólo hablando con ellos, acercándose a sus casas y conociendo sus dramas. También se inventó microproyectos para que vendieran, legalmente, bolsas de basura por el barrio. Esa dinero, esa platica, por escasa que fuera, les serviría para matar sus vicios sin tener que atracar o matar.
Juan, abrazando a los feligreses al final de la misa.
Sin embargo, si hay un trabajo que todo el barrio le reconoce, es su papel como mediador en el conflicto. El padre Juan se ha ganado un papel de pacificador entre los más de 300 combos que luchan por el control de los barrios de Medellín. Juan habla con unos y habla con otros, y las treguas que gesta son ráfagas de aire fresco para los barrios de la ciudad. En Medellín, la guerra de los combos dejó el año pasado 1600 muertos. En 2010 fueron más de 1900. Un año con varias treguas, como el pasado, necesariamente tiene que pesar en esa disminución del número de muertos. En esa tarea de gestor de paz, Juan puede pasar una mañana hablando con un ideólogo de los paramilitares en una cárcel de Medellín. Y esa misma tarde puede pasarla discutiendo de paz con un antiguo jefe de la guerrilla que entregó las armas hace tiempo. Así es Juan, hijo de un escultor y estudiante de Bellas Artes. Sus años tallando figuras de madera en un pequeño rincón de la parroquia le han convencido de que uno, con empeño, puede moldear la realidad.
Juan le escribe unas palabras a María Cecilia, vecina del barrio de 62 años.
Juan es, también, el antibritánico por excelencia. Se mueve por la vida sin reloj y sin ataduras, no entiende de puntualidad. Puede que llegue a una cita, puede que no. Lo digo yo, que lo conozco y lo he sufrido. Una vez lo necesitaba con cierta urgencia para preparar los papeles del visado con el que viajaría a España. En tres días le pude dejar unas cuarenta llamadas perdidas y una decena de mensajes, lo últimos (lo recuerdo perfectamente) en términos bastante groseros. No en vano, fue él quién me enseñó los peores insultos que se manejan en Medellín, para que fuera conociendo poco a poco cómo hablan los muchachos de los combos. Al cuarto día por fin me llamó. Básicamente para decirme que estaba reunido y que no me había podido atender. Pero ese huevón sin prisas es el mismo que en dos minutos te organiza una visita por el barrio, el que te mete en los peores cambuches para que veas cómo vive una familia de diez personas en 40 metros cuadrados, o el que te organiza un encuentro con pandilleros con apenas levantar el teléfono. Sólo a Juan se le ocurre también entrar a un cementerio, donde está enterrado su papá y también el narcotraficante Pablo Escobar, con Celia Cruz a todo volumen en los altavoces del coche, cantando aquello de que la vida es un carnaval…
Todo aquel que piense que la vida es desigual,
tiene que saber que no es así,
que la vida es una hermosura, hay que vivirla.
Todo aquel que piense que está solo y que está mal,
tiene que saber que no es así,
que en la vida no hay nadie solo, siempre hay alguien.
Ay, no hay que llorar, que la vida es un carnaval,
es más bello vivir cantando.
Oh, oh, oh, Ay, no hay que llorar,
que la vida es un carnaval
y las penas se van cantando.
Ese cura que ronda ya los 40, amante de los rallyes y de la velocidad, melómano empedernido, tuvo el pasado domingo una misa de despedida. Cuando el reloj dirigía sus manillas hacia las 7 de la tarde, familias enteras bajaban las cuestas de Alfonso López, en silencio, para despedir al padre Juan. La iglesia, sobra decirlo, se quedó pequeña. La gente se sentó donde pudo, en las escaleras del altar, en la puerta de la sacristía, en los pasillos de entrada. Los monaguillos miraban aturdidos y sacaban sillas de plástico blanco mientras las señoras de mayor edad avanzaban como podían para colocarse en primera fila. Fuera, la plaza de Alfonso López, frente a la parroquia, era un hervidero de gente. Antonio Chica seguía preparando palomitas de maíz, como ha hecho durante los últimos 10 años. “La marcha de Juan es una gran pérdida, hacía un enorme trabajo social”- decía este sesentón del barrio que ve también los efectos económicos de su partida. “Mira cómo está la plaza, el próximo cura no atraerá a tanta gente y yo, evidentemente, haré menos negocio”. Las escaleras situadas frente a un lateral de la iglesia también estaban repletas. Allí escuchaban a Juan dos de los pillos, los malos del barrio, a los que entrevisté hace casi dos años para el reportaje de las pandillas. Ni siquiera durante la misa de despedida del padre ocultaron su lenguaje. “Como el próximo cura no trabaje en la calle, lo sacamos a bala”.
Sus palabras contrastan con la leyenda que cubre la parte superior de la iglesia: “Da más fuerza sentirse amado … que armado”. Abajo, en el altar, Juan cumplió con su misa y al final dedicó unas palabras de despedida a los feligreses. “Estoy seguro de algo: Dios no se equivocó al ponerme en esta comunidad. Gracias a todos por perdonar mis defectos, por permitirme construir parroquia, no como Dios, no como un supercura, sino como un hombre. En estos diez años vivimos en plenitud. Reímos, oramos, bailamos, gozamos, lloramos. Dejé de sentir a gente extraña para despedir a hermanos. Hace una década comenzamos a soñar, y ahora somos más soñadores”.
Juan Carlos escucha el mariachi con el que le sorprendió la parroquia.
De su despedida me gustó especialmente una frase. “Nos atrevimos a marchar por la paz, a romper las barreras invisibles de los barrios, las fronteras inviolables que marcan los combos, cruzándolas con carreras de carros a rodillo”. Así fue, fueron los niños subidos en aquellos carros de madera quienes, en su inconsciencia, en aquellas competiciones que montaba Juan, le decían a los combos que una comunidad se construye sin muros, sin barreras que separen comunidades.
Fernando "el Loco", con camiseta rosada, vecino de Alfonso López, durante la misa.
Pero Juan comprendió definitivamente que la vida es un carnaval y que Celia Cruz tenía mucha razón, cuando concluyó la misa y dio la bendición para la salida. El barrio se la lió gora, muy gorda. Las lágrimas que recorrieron las mejillas de la parroquia durante toda la ceremonia se escondieron un rato para que los ojos de los feligreses vieran entrar, sorpresivamente, a un grupo de mariachis. De súbito, salieron de la sacristía y se pusieron delante de Juan, que ya se había quitado la sotana y se disponía a regresar a casa. Entonces sonó de todo y para todos. Sonó una versión de Roberto Carlos ("Tú eres mi amigo del alma realmente mi amigo"...); sonó aquello de "ojalá que te vaya bonito..."; y sonó también la Canción del Elegido, de Silvio Rodríguez ("no voy a hablarles de un hombre común, haré la historia de un ser de otro mundo, de un animal de galaxia, es una historia que tiene que ver con el curso de la vía láctea, es una historia enterrada, es sobre un ser de la nada...").
Por aquel entonces la gente cantaba mientras se acercaba para abrazar a Juan. Y el cantante de mariachis tuvo que interrumpir la música para decir: "Por favor, no nos atropellen, por favor, los abrazos al padre... después de la música". Nadie hizo caso. El grupo siguió tocando, más apretado que nunca, en la soledad de una esquina. Las notas seguían sonando y yo, por supuesto, contemplama escenas de realismo mágico, que para eso este país es Locombia, como dicen mis sobrinas. Juan había entregado tarjetas de despedida para toda la comunidad. Y ahora era la comunidad en pleno quien se acercaba a Juan para darle un abrazo y pedirle que le firmara un autógrafo en esa tarjeta de despedida. En eso estaba, por ejemplo, María Cecilia Calle, de 62 años, llorando desconsolada sobre el hombro del cura y pidiéndole que le escribiera unas palabras. Luego, cuando ya estaba más tranquila, me acerqué a ella y le pregunté por Juan. "Se nos llevan lo más preciado que ha llegado a este barrio. Trabajaba mucho con los muchachos difíciles, por decirlo de alguna manera... Y ese trabajo no se va a recuperar". Juan, entretanto, seguía dando abrazos y firmando papeles. Mayores y jóvenes se iban de allí a lágrima suelta, como si hubiera sido Falcao García, la estrella del fútbol colombiano, quien le hubiera regalado un autógrafo a un adolescente. De reprente el mariachi calló. El cantante le pidió a Juan que eligiera otro tema. A cinco metros, Jorge Ocha, un vecino del barrio algo pasado de ron, le gritó al cura: "Juan, pedí otra que yo pago, que aquí amanecemos, mijo". La música volvió a sonar y Fernando, el "loco" del barrio, el mismo que casi derriba a puñetazos la puerta de la casa parroquial diez horas antes, volvió a aplaudir y a mover su esqueleto. Hora y media después de acabada la misa, la música seguía sonando, la gente seguía llorando y Juan continuaba abrazando. Pero hasta Fernando el "Loco" se daba cuenta de que algo se le escapaba a la parroquia de entre las manos. Porque aquel domingo 24 de junio no había sido un domingo cualquiera. Se iba Juan, y todos interiorizaron que cuando se marcha un Padre, uno se siente mucho más huérfano.