Los enamoramientos

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La versión latina de Los enamoramientos, esa joya en forma de libro que nos regala Javier Marías, bien podrían protagonizarla Hugo Chávez y Juan Manuel Santos. Los presidentes de Colombia y Venezuela parecen hoy dos auténticos enamorados. Ese sentimiento, ese estado del alma, les lleva hoy por el camino dulce de la comprensión y el entendimiento. Pero también, como en la novela, les ha llevado en el pasado al odio y al desafecto, al silencio y al mutismo cuando las cosas no iban tan bien.

Los enamoramientos se magnifican cuando el corazón que late sin tregua pertenece a un Presidente. Lo que surge de ese cruce de miradas cobra otra  dimensión. Pero, así como los enamoramientos justifican las cosas nobles y desinteresadas, explican también los mayores desmanes e incluso justifican más de una ruindad. Hace un par de años, nuestros  “enamorados” tuvieron una gran crisis. Chávez llamó a Santos Ministro guerrerista, cuando su nuevo amor colombiano era la cabeza visible de departamento de Defensa en el Gobierno del ex presidente Uribe. La crisis, a cuenta del bombardeo al guerrillero Raúl Reyes en suelo ecuatoriano, casi deriva en una guerra regional.

El tiempo sin embargo curó las heridas y aquel duro encontronazo se solventó. El amor surgió de nuevo cuando Santos fue proclamado presidente en agosto de 2010. Su primer gesto, cuatro días después de su discurso de investidura, fue invitar a su amor venezolano a Santa Marta, la tierra donde murió Bolívar, para escenificar ante el mundo que el amor está en el aire y que el aire que apenas corre por el Caribe podía reconducir su relación. Aquella fue la primera cita, el primer baile pegado, diríamos casi que la pedida de matrimonio. Los invitados, no obstante, se dieron cuenta de que en aquellas caricias no todo era amor. Previamente los novios hicieron números y se dieron cuenta de que sin plata la cosa no pintaba demasiado bien. No se podía organizar la boda cuando las relaciones comerciales habían tocado fondo. Venezuela y Colombia tuvieron intercambios de 7 mil millones de dólares en 2008. Y esos intercambios cayeron a 1700 millones en 2010. Todo a cuenta de la falta de amor de Chávez con Uribe, con el que llegó a romper relaciones en algo más que una discusión vecinal.

Las relaciones se restablecieron en esa cita de Santa Marta, donde los novios pusieron de nuevo las bases de su futura relación. Desde entonces no han faltado las carantoñas, los gestos, las miradas y los mimos, escenificado todo  en tres cumbres bilaterales y en muchos encuentros de quienes en realidad han ejercido de padrinos: el canciller venezolano Nicolás Maduro, y la ministra de Exteriores colombiana María Ángela Holguín.

Y así llegamos a la boda, celebrada este lunes en la ciudad de Caracas. Los novios se repartieron parabienes y elogios  ante decenas de invitados. Y el amor rindió sus frutos. Chávez y Santos firmaron importantísimos acuerdos comerciales para reactivar el comercio en la frontera. Más de 3.500 productos podrán cruzar de un lado a otro sin pagar aranceles. Los novios, ya formalmente casados, anunciaron a bombo y platillo otro proyecto en común: pusieron las bases para construir un oleoducto que llevará el petróleo de la faja del Orinoco venezolano hasta el puerto de Tumaco, en el Pacífico colombiano. Y por si fuera poco Chávez prometió consolidar su amor repudiando las malas amistades, como el nuevo jefe de las FARC, que se esconde en Venezuela. Y Santos hizo lo propio agradeciendo a Venezuela la captura de “Valenciano”, uno de los narcotraficantes colombianos más buscados por su alianza con los Zetas mexicanos y con varias bandas de Centroamérica.

La fiesta continúa en el Palacio de Miraflores. Los invitados sonríen y bailan. Todos disfrutan del momento y  nadie se para a pensar qué pasa por la cabeza de los novios, ni cuánto les durará el amor.

La ley de las FARC

Hay días en que la guerra se vuelve más sucia de normal. Hay noticias que me revuelven las tripas, que me hacen pensar si el conflicto colombiano puede degradarse todavía más,  si lo peor de la condición humana ha tocado fondo del todo,  o si nos esperan más tardes de titulares tristes y fríos. Fríos, sobre todo fríos. Porque a uno se le hiela un poco la sangre imaginando esa escena que ayer se dio en las selvas del sur del país. Cuatro uniformados secuestrados desde hace más de diez años, ejecutados, sin contemplaciones, por un pelotón de la guerrilla. A los verdugos no les tembló el pulso. Recibieron la orden, apretaron el gatillo y les dieron los tiros de gracia. Tres cautivos murieron de un disparo en la cabeza. El cuarto, de dos tiros por la espalda. Todos estaban encadenados.

Secuestrados asesinados

Secuestrados asesinados por las FARC

La ley de las FARC es así de simple. La ley de las FARC es así de cruel. Si el Ejército intenta liberar por la fuerza a los secuestrados, hay orden de ejecutarlos. Lo saben todos los guerrilleros. Lo saben porque quien incumpla esa orden será ajusticiado también. Lo sabe el Ejército y lo sabe el Gobierno. Lo saben porque lo han escuchado de varias fuentes: de los desmovilizados de la guerrilla, de los discos duros incautados a los jefes de las FARC, de los secuestrados que consiguieron salir de la selva con vida. No es la primera vez que la guerrilla ejecuta a los rehenes cuando ven que se acerca un operativo militar. Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia ejecutaron en 2003 al gobernador de Antioquia. Y años después harían lo propio con once diputados de la Asamblea del Valle. Con actos como esos, que pisotean el derecho internacional humanitario y engrosan la terrible lista  de los crímenes de guerra, esa guerrilla que nació con el sueño de un reparto justo de la tierra arrastra hoy su ideal revolucionario por el lodo de la ignominia. Y esa afrenta pública, esos asesinatos a sangre fría de prisioneros de guerra, le quitan tanto apoyo popular a las FARC como le quitó al Ejército el penoso capítulo de los  “falsos positivos”, esa política perversa que derivó en el asesinato de jóvenes inocentes a los que luego vistieron de guerrilleros para cobrar jugosas recompensas.

Libio josé martínez
Libio José Martínez,  el secuestrado que más tiempo llevaba en poder de las FARC

Hace cuarenta y cinco días, el Ejército logró ubicar al grupo de secuestrados en un punto concreto de las selvas del sur del país. Los operativos de inteligencia confirmaron que los cautivos estaban allí. Y desde esa fecha se puso en marcha un operativo de rescate que pretendía liberar a los secuestrados que más tiempo llevaban en poder de la guerrilla. Y cuando digo tiempo no hablo de semanas o meses. Todos ellos llevaban más de una década encadenados, sufriendo el rigor de un enemigo que les veía como un enorme botín, como la llave de un intercambio que pretendía sacar de las cárceles del Estado a cientos de guerrilleros presos. Libio José Martínez había pasado los últimos 14 años de su vida caminando de un lado a otro sin saber adónde iba, imaginando quizás como sería el día a día con el hijo al que nunca llegó a conocer. Cuando se lo llevaron las FARC, su mujer estaba embarazada de cinco meses. Cuando nació Johan Steven, su padre ya no estaba allí. Johan sin embargo se convirtió en un símbolo de la lucha para los familiares de los secuestrados. Organizó caminatas pidiendo la liberación de los cautivos, la de su padre y la del resto de uniformados que se pudre en las selvas de Colombia. Pidió en público y en privado la oportunidad de tener un padre. Ayer supo que todo ese esfuerzo fue en vano. O tal vez no, porque su ejemplo, como el de otros, sirvió para que nadie olvidara a los secuestrados.

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Johan Steven, hijo de Libio josé Martínez

Ayer fue un día aciago para el Ejército. La operación de rescate fracasó, aunque uno de los cautivos lograra escapar con vida tras huir despavorido en mitad de la selva. Y la delgada línea que separa el fracaso de la gloria se mide luego en la reacción del pueblo y se mide, sobre todo, en la respuesta de las familias de las víctimas. Hace un par de años, el Ejército de Colombia abrió telediarios y llenó portadas con la famosa “Operación Jaque”. Un operativo militar que dio pie a películas y a decenas de libros, y que pasó a la historia por liberar a Ingrid Betancourt y a otra decena de rehenes sin disparar un solo tiro. Nadie cuestionó entonces aquella operación militar. Hoy, con los cadáveres todavía calientes, las familias de los cuatro muertos y las familias de los 12 uniformados que siguen presos en manos de las FARC, cuestionan el operativo y echan la culpa al Gobierno. Siempre dijeron que las operaciones de rescate a sangre y fuego ponían en peligro la vida de los secuestrados. Lo dijeron con conocimiento de causa, porque nadie como ellos, que se aferran cada día a la vida con el único argumento de un reencuentro con los suyos,  conoce mejor la ley de las FARC.

Las FARC, sin Cano

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El francotirador del Ejército que le incrustó tres balas en el cuerpo (una en el cuello, una en el pecho y otra en la cadera) lo debió ver meridianamente claro. El hombre que salió de aquel caño tras siete horas de cerco y combate en las selvas del Cauca, era el jefe de las FARC. Alfonso Cano cayó abatido horas después de un bombardeo contra su campamento. Un bombardeo del que salió herido pero vivo y en el que,  al parecer, murió su compañera sentimental y su jefe de seguridad. Las bombas cayeron por la mañana, a esa hora en la que Cano probablemente apuró la cuchilla con la que mostró, ya muerto, su nueva imagen al mundo. El cerco a Cano comenzó hace ya unos tres años, cuando se puso en marcha el Grupo de Tarea de Sur del Tolima, un contingente de cinco mil hombres cuya principal misión en la vida era cazar al ideólogo de las FARC. Cano vivió durante todo ese tiempo en una huida permanente, rodeado siempre por cinco anillos de seguridad que lograron, hasta la noche del viernes, poner a salvo su vida. Alguien sabrá (y supongo que contará) por qué Cano se quitó la barba, el rasgo característico que lo acompañó durante sus treinta y tres años de lucha contra el Estado y que le dio, junto a sus gafas graduadas, ese aire de intelectual. Cano, de hecho, era un intelectual, más allá de su participación en secuestros, sus órdenes de atentados o su faceta empresarial en ese negocio de la droga que manchó hace años el origen revolucionario de la guerrilla.

Cano reposa en la morgue sin barba. Y con su muerte, la guerrilla parece hoy mucho más imberbe. Nadie sabe qué hacer con el cuerpo del líder de las FARC. Nadie sabe qué rumbo tomará la guerrilla sin el último hombre de la vieja guardia, sin el último de los líderes históricos que aglutinaba la suficiente ascendencia para mantener unida a la guerrilla. En pocos días conoceremos al sucesor, se hará público el nombre del hombre que debe reconducir la guerra, vengar al líder y , llegado el momento, sentarse a negociar la paz. La paz es hoy un deseo, más que una realidad. Un deseo del que habla el presidente y del que habla la guerrilla, que en un comunicado advierte que esa paz está lejos porque no se van a desmovilizar. Seguirá la guerra en Colombia, al menos a corto plazo. Los expertos dicen que ahora vendrá la ofensiva de las FARC, los actos de venganza contra el Ejército, contra la Policía Nacional, contra la infraestructura y los objetivos económicos del establecimiento colombiano. Y en los próximos meses… que nadie sueñe con el final de las FARC. Quedan todavía unos ocho mil hombres en armas, la mayoría con el viejo sueño de tomar Bogotá. La guerrilla no está muerta y hay cifras que lo demuestran. En 2010 hubo más bajas en el Ejército, entre muertos y heridos, que en 2003, cuando el país parecía doblegado ante la guerrilla y el presidente Uribe preparaba el rodillo para acabar con las FARC. Las encuestas dicen que la mayoría de los colombianos detesta a aquella guerrilla que empezó empuñando el fusil con el sueño justo de un reparto equitativo de la tierra, la misma guerrilla que se dejó el romanticismo por el camino a golpes de secuestros, atentados y campos sembrados de minas. Pero en las zonas remotas del país, en ese campo tan  olvidado hoy como hace cincuenta años, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia siguen contando con un amplio respaldo social.

No sabemos quién reemplazará a Alfonso Cano. Suenan nombres… Iván Márquez, Timochenko… ninguno con el carisma de aquel joven estudiante de antropología que un día se fue al monte y dejó a medias su carrera en la Universidad Nacional. Y esa es, precisamente, la gran encrucijada de las FARC.

¿Quién manda en los pueblos?

Castilla la nueva                                                            Calles de Castilla la Nueva (Meta)

La plaza del pueblo no rezumaba demasiado ambiente electoral. De hecho, parecía un día cualquiera, como si todo estuviese cantado antes de acudir a las urnas. Los campesinos tomaban café en las esquinas,  con su poncho y su sobrero “vueltiao”. Los jóvenes jugaban al billar en tienda de la calle central, donde un equipo de música acercaba los ritmos del último vallenato por las calles cercanas. Los niños aparcaron momentáneamente sus juegos y se acercaron a Diego, el reportero de la corresponsalía, para que les explicara qué era ese aparato cuyo objetivo apuntaba a los rincones del pueblo. El pueblo se llama Castilla la Nueva, a unos 300 kilómetros al sur de Bogotá, en el departamento del Meta, y es uno de los 1102 municipios colombianos que este domingo eligen alcalde.

Castilla la Nueva también es uno de esos municipios donde, según la Misión de Observación Electoral, hay un riesgo extremo fraude en estas elecciones. Y en toda Colombia -añade esa ONG- hay riesgo de fraude en uno de cada tres municipios. Hace ya más de 20 años que este país celebra elecciones municipales, es decir, que los habitantes de los pueblos eligen quién gobierna en cada municipio. Anteriormente,  a los alcaldes y a los gobernadores los elegía directamente el Presidente de la República, pero todo eso cambió cuando a Colombia llegó la descentralización y la nueva Constitución del 91.

¿Por qué son tan importantes estas elecciones? Básicamente, y resumiendo mucho, porque en un país en guerra el control del territorio es algo fundamental. Lo sabe el Gobierno y lo saben los alcaldes y políticos honestos, que haberlos.. haylos. Pero también lo saben los grupos ilegales, los actores del conflicto, llámense guerrillas, paramilitares, o bandas criminales, todos ellos metidos hasta el cogote en ese rentable negocio del narcotráfico. Controlar los ayuntamientos, sus finanzas, sus regulaciones, es una parte importante del negocio. Poner a un alcalde títere que no te cree problemas y con el que puedas controlar las arcas municipales y los corredores del narcotráfico… allana mucho el camino. Y en muchos municipios colombianos las arcas están realmente llenas, aunque buena parte de la población viva en techos de cartón y transite por trochas de tierra. Colombia vive un auténtico boom energético, fundamentalmente petrolero y minero. Y cada empresa que extrae petróleo, carbón o cualquier recurso mineral del suelo de un municipio, debe ceder cuantiosas regalías a los ayuntamientos. La caja de muchos municipios está llena, y administrar esa caja es el sueño de políticos honestos… y también de grupos ilegales.

Por eso hemos visto un período preelectoral tan complejo. Según la M.O.E., desde febrero han asesinado a 41 candidatos, han amenazado a otros 88, y a un día de las elecciones, se mantiene un enorme riesgo de violencia, fraude y corrupción. ¿Cómo se ganan las alcaldías? Con el voto honesto y libre, por supuesto, y eso también se dará en varios municipios. Pero en las zonas de riesgo se ganan las alcaldías con diversas prácticas como la compra de votos, la trashumancia electoral (votantes de municipios cercanos que se inscriben en otro pueblo para modificar la votación) o directamente, las amenazas contra la vida. El Gobierno ha reconocido que en esta campaña iban a votar 400.000 muertos, personas que ya habían fallecido y que seguían inscritos en los registros de la procuraduría. Y el Procurador General reconoce que la corrupción está desbordada en estas elecciones, que los dineros que están detrás de muchas campañas provienen de actividades ilícitas.

 

Volvamos a Castilla la Nueva. El pueblo tiene un alcalde que ha gobernado durante tres legislaturas. Su mujer también fue alcaldesa. Y ahora su sobrino se presenta a las elecciones. El pueblo recibe enormes recursos del petróleo. Alguien bendijo el subsuelo de ese pequeño trozo de tierra del Meta, donde Ecopetrol, la empresa estatal petrolera, sigue sacando crudo a mansalva. Se calcula que cada año, las regalías petroleras dejan 20 millones de euros en las arcas municipales. El 85% por ciento del presupuesto municipal obedece a las rentas petroleras. En esa zona de los Llanos Orientales, tierra ganadera por excelencia, han operado históricamente las Autodefensas Unidas de Colombia, los grupos paramilitares que ya no exhiben sus uniformes por las calles, pero que siguen controlando absolutamente todo de manera soterrada, con uniformes de civil. Los vecinos del pueblo han denunciado en esta campaña la compra de votos. Han ofrecido hasta un millón de pesos (casi 380 euros) por votar por determinado candidato, que curiosamente es la pieza del actual mandatario. Otro vecino denunció al Consejo electoral el trasteo de votos. El municipio tiene 8 mil habitantes, y en un momento determinado el censo electoral, los ciudadanos con derecho a voto, superaron los 10 mil.

Hace cuatro años, el día de las elecciones, muchos habitantes de Castilla la Nueva se quedaron sin votar porque no consiguieron renovar sus cédulas. Y esos habitantes vieron como el domingo electoral llegaron varios autobuses con gente de la región, con ciudadanos que vivían fuera del pueblo, para votar. La indignación popular derivó en revuelta, en 4 muertos y en el asalto a los colegios electorales. La furia de quienes rechazaron el fraude sirvió para que se repitieran los comicios un mes después. Pero sólo para eso. Porque todo estaba atado y bien atado y ganó quien tenía que ganar, el actual alcalde.

 

 

Las horas tristes de Nohora Valentina

Nohoraok 

Nohora Valentina

 

La mañana del jueves comenzó sin novedad. Nohora Valentina se levantó, desayunó, y se despidió de su papá. Luego salió de su casa y se marchó al colegio de la mano de su madre. Nohora, de diez años, es la delegada de su clase. Pero ese día no pudo sentarse en su silla de la tercera fila ni hablar con sus compañeros. A las puertas de la escuela, dos hombres encapuchados las encañonaron. Norah y su madre subieron a la fuerza al vehículo. Desde ese día nadie la volvió a ver. Horas después, los secuestradores pusieron en libertad a su madre. Le dieron veinte mil pesos (unos siete euros) para que tomara un taxi y volviera a casa sin rechistar.

 

Una semana después de su secuestro, nadie sabe dónde está la pequeña Nohora ni por qué se la llevaron. Los secuestradores llamaron a su padre, el alcalde de Fortul, un pequeño pueblo de Arauca, junto a la frontera con Venezuela. Le dijeron que estaba bien. Nada más. Ni quiénes eran ni qué condiciones ponían para entregar a la joven. La soledad de Nohora contrasta estos días con las marchas multitudiarias en las calles de Fortul. Los veinte mil habitantes, unidos a otros siete municipios de Arauca, recurren juntos la principal avenida del casco urbano pidiendo el final del secuestro. No saben a quién dirigirse, porque no saben si se la llevó la guerrilla del ELN, la de las FARC, los paramilitares o las bandas criminales que operan en la región.

 

La voz indignada del pueblo resuena estos días en todo el país, que asiste incrédulo al último capítulo de la larga lista del secuestro de menores. País Libre, una ONG que maneja desde hace años las cifras de los cautivos, recuerda al Gobierno que el problema vuelve a ser serio. Se acabó –dicen- la época de triunfalismo que acompañó los últimos años del gobierno de Uribe, cuando las cifras de secuestrados disminuyeron considerablemente y Colombia soñó con el final de un delito que no entiende de edad. En Arauca hubo tres secuestros en 2009, cuarenta y seis  en 2010, y diez en el primer semestre de 2011. Y en todo el país, en los últimos cuatro años han secuestrado a ciento sesenta y ocho menores. Detrás de todo esto está la extorsión (para el pago de un rescate), el tráfico de menores, la prostitución infantil o el reclutamiento de niños soldado. Todo un negocio del que se lucran bandas criminales, delincuentes comunes, las guerrillas y ese abanico de grupos delictivos que se hacen llamar “Rastrojos”, “Aguilas Negras”, etc, y que no son otra cosa que los nuevos grupos paramilitares, las nuevas Autodefensas Unidas de Colombia,  que ya no llevan ni uniforme ni se dejan ver armados en público, pero que controlan pueblos enteros vestidos de civil, cobrando vacunas, extorsiones, y eliminando a todos aquellos que no comulgan con su manera de entender el poder.

 

Los padres de Nohora esperan en casa con la mirada fija en un teléfono, el mismo aparato al que los secuestradores llamaron una vez para decirles que la pequeña estaba bien. El pueblo sigue en la calle, con marchas casi a diario para pedir su liberación. Dos mil hombres del Ejército y la Policía rastrean aldeas, veredas y cruces de carretera buscando a la niña. La silla de Nohora sigue vacía en el cole, apenas decorada con un globo donde sus compañeros recuerdan a la delegada, a esa morena activa e inquieta, a la que ahora todos echan en falta. La madre de Nohora… la madre de Nohora ha pedido a los secuestradores que la traten bien, y que le pongan, al menos, dibujos animados.

El ocaso de Ingrid

Ingrid 

Hay quien dice que la vida de Ingrid, como su popularidad, transcurre por una montaña rusa, con picos y valles, pero siempre en un extremo, como si no supiera manejarse en el término medio después de haber sentido el vértigo del filo de la navaja. Ingrid Betancourt nació en una familia acomodada. Cuando abrió los ojos en la cuna vio a un Ministro y a una Reina de la belleza. Eran sus padres. Cuatro décadas después, cuando la secuestró la guerrilla aquel 23 de febrero de 2002, Ingrid era candidata a la Presidencia de Colombia por una formación minoritaria, el Partido Oxígeno Verde. Su popularidad no era demasiado alta, pero fue creciendo con intervenciones críticas y duras en el Congreso.  Desde su atril atizaba sin piedad a los corruptos y abogaba por una salida pacífica al conflicto colombiano. Todos recuerdan aún aquella charla entre Ingrid y los jefes de las FARC, los mismos que luego dieron la orden de mantenerla cautiva mientras se pudría en las entrañas de la selva. Poco antes de que la capturaran, Ingrid se sentó a la mesa con los jefes de la guerrilla. Fue en el Caguán,  la zona que despejó el presidente Andrés Pastrana para negociar la paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia. Allí estaba Ingrid con su camiseta informal y su pelo recogido, recriminando a la insurgencia por haberse metido en el negocio de la cocaína.

Su popularidad dio un salto exponencial con las primeras imágenes de su cautiverio. Con sólo un par de caminatas por el suelo enfangado de la selva, por aquellas trochas intransitables, con las manos atadas y las cadenas al cuello, Ingrid dejó de ser, de la noche a la mañana,  candidata a presidenta. Para la guerrilla se convirtió en el mayor rehén político, el botín perfecto para negociar con el Gobierno en condiciones ventajosas. Para el pueblo colombiano se convirtió en el símbolo de una lucha abnegada por la libertad, para escarnio de la guerrilla, desde los jefes del Secretariado hasta sus carceleros. Las imágenes de Ingrid, las cartas de su mamá, la voz quebrada de doña Yolanda Pulecio pidiendo su libertad en los programas de radio dedicados a las familias de los secuestrados, aumentaron su popularidad hasta cotas insospechadas. El momento álgido, el día que Ingrid salió del infierno y acarició el cielo,  fue la Operación Jaque, el operativo militar que la rescató junto a otros 14 rehenes, y que narra la miniserie que estrena esta semana la Primera de TVE.  Ingrid captó todos los focos, apareció abrazada al Presidente Santos, por aquel entonces, ministro de Defensa. Habló en nombre de todos los secuestrados y dio gracias a Dios, al Gobierno del Presidente Álvaro Uribe, al Ejército colombiano y a todo el pueblo que escuchaba impávido sus primeras palabras en libertad. Su rostro pálido y débil se coló en las pantallas de muchas casas y en las de todas las redacciones. Su sufrimiento, su valentía y su tesón la convirtieron en símbolo de la libertad. Le llovieron los premios, los homenajes. Los presidentes le abrieron las puertas y le tendieron la alfombra roja en cada país que pisaba.

Pero en Colombia algo empezaba a cambiar. Para empezar, no gustó que Ingrid se marchara del país, rumbo a Francia, pocas horas después de que el ejército colombiano culminara con éxito el operativo de rescate más arriesgado de su historia. Le recriminaron, por ejemplo, que ni siquiera se hiciera aquí el reconocimiento médico. Luego vinieron los libros, las historias personales de los cautivos. Primero, el de los tres agentes antidrogas de Estados Unidos que compartieron con Ingrid noches largas, sueños cortos, y un cambuche cercado con alambre de espinos con guerrilleros armados en cada esquina. El libro es, probablemente, el peor escrito de cuántos han publicado los secuestrados. Pero también es, probablemente, el que más detalles cuenta sobre la convivencia en la selva. Y en ese terreno, Ingrid no sale muy bien parada. Luego vino el libro de Clara Rojas, la candidata a vicepresidenta que acompañaba a Ingrid en el momento de su secuestro. Todo el mundo sabe que la amistad entre las dos se hundió en el lodo de la selva por razones que muchos sospechan, pero que sólo ellas conocen. Ingrid capeó el temporal, calló mientras le llovían críticas sobre su comportamiento en aquella cárcel de estacas y alambre de espinos, vigilada por guerrilleros con muchas armas y poca compasión. Ingrid ha sido la última en hablar, y ha dado su verdad en un libro bastante mejor escrito que el de sus compañeros de cautiverio. Alguien puede pensar que cuando estás seis años buscando la libertad, cuando escuchas cada noche los mensajes de tu familia y no tienes cómo responder a esas palabras tiernas que llegan a través de las ondas, cuando sueñas cada noche con reencuentros que no llegan, un día sí y otro también, tienes derecho a cometer errores. Por supuesto que sí. Ingrid los cometió, como probablemente los cometieron todos quienes sufrieron aquel calvario.

Ingrid decidió evadirse, y estaba en su completo derecho. Se marchó a Francia, donde estaban sus hijos, y luego se recluyó durante varios meses para escribir su libro, su verdad de la historia. Pasó, tal vez, mucho tiempo sin pisar Colombia. Y el pueblo colombiano vio esa distancia como algo insalvable. Su popularidad cayó a medida que se conocían detalles del cautiverio. Y siguió cayendo cada vez que Ingrid decía que no volvía a Colombia porque se sentía una incomprendida en su propio país. Pasó el tiempo, y de repente vimos a la franco-colombiana pisar suelo patrio, bogotano, para conmemorar junto al ejército y a otros liberados el segundo aniversario de la Operación Jaque. No hubo demasiado revuelo, pareció que Colombia la perdonaba. Pero llegó el momento en que Ingrid cavó su propia tumba. De buenas a primeras, el país despierta con esta noticia: “Ingrid Betancourt reclama al Estado una indemnización millonaria”. No recuerdo la cantidad, eran muchos millones. Probablemente había tantos ceros en esa cifra como millones de colombianos indignados con su antigua heroína. Ni el Gobierno, ni el Ejército, ni el pueblo le perdonaron a Ingrid ese acto de ingratitud, de cobardía. Y esas, “ingratitud” y “cobardía”, entre otras, fueron las palabras textuales que utilizó la prensa para hablar del asunto. ¿Por qué tanta ira con la ex candidata presidencial? Probablemente porque cayeron muchos hombres (nunca lo sabremos) intentando dar con su paradero en los intentos fracasados por liberarla. Y probablemente, también, porque es un hecho conocido que a Ingrid, el día de su secuestro, le dijeron que no hiciera ese camino por carretera, que la guerrilla estaba en la zona y que no podían garantizar su seguridad. El resto ya lo sabemos, Ingrid hizo caso omiso, saltó el retén policial, siguió adelante y pocas horas después inició un viaje a ninguna parte del que afortunadamente salió con vida seis años, cuatro meses y nueve días después.  

Hugo Chávez: tiempos de resurrección

 Chávez y maría

 

La cadena nacional estaba cantada. Hugo Chávez subía las escalerillas del avión, rumbo a Cuba, de la mano de su hija María. Y el “hasta pronto” del presidente se coló en las casas de todos los venezolanos que tenían prendido el televisor… más allá de que veneren esa revolución bolivariana o pregonen enojados las razones de su fracaso.  Chávez se fue, sin fecha definida de regreso, para iniciar la nueva fase de su tratamiento contra el cáncer. Habrá quimioterapia, y eso al menos lo supimos por boca del mandatario, ahora que su enfermedad dejó de ser un tabú tras un silencio incómodo sobre el tema que duró casi un mes y desató un vendaval de rumores sobre su vida, su muerte y su resurrección.

Chávez deja Venezuela como un presidente mortal. Digamos que se ha humanizado, que ha bajado a la tierra, que ha caído en la cuenta de que igual que vino se puede ir, porque aquí abajo a todos nos llega la hora. Se ha roto, de alguna manera, el mito de su invulnerabilidad, de esa fuente inagotable de energía que le permitía dormir apenas cuatro horas al día y trabajar jornadas interminables, en la soledad de un despacho o en la inmensidad en un Aló Presidente frente a las cámaras de televisión.  Estos días lo hemos visto rezando, comulgando, porque Chávez es creyente y siempre dijo que Cristo fue el primer revolucionario. Así que el líder bolivariano se ha puesto en varias manos: en las de Cristo, en las de la ciencia y los doctores cubanos, y en las de Fidel, consciente como está el Comandante cubano de que un cambio en Venezuela cortaría el chorro de dinero que alimenta a la Revolución Cubana cruzando el Caribe desde Caracas hasta La Habana. Y se ha puesto en manos, también, de su propio pueblo. Porque el calor del pueblo venezolano(del pueblo chavista, el que sale a la calle a despedirlo, el que reza para su salvación y su permanencia en el poder) es fundamental para el presidente. Lo dice él mismo, consciente de que esa simbiosis, el ver un pueblo que lo apoya y el que sus seguidores lo vean casi como el principio y el fin de la revolución, como un elemento insustituible, le transmite fuerzas para salir adelante y profundizar el camino que emprendió con aquel triunfo electoral a finales de 1998.

La enfermedad, sin embargo, deja detalles. Antes de partir de nuevo hacia La Habana, Chávez delegó parte de sus poderes al vicepresidente, Elías Jaua, y al ministro de Economía, Jorge Giordani. Es la primera vez que entrega parte de su poder en sus doce años de Gobierno. Pero por si acaso ha dejado claro que seguirá mandando desde Cuba, mal que le pese a la oposición, y hasta allí se ha llevado una especie de tarjeta electrónica que estampará su firma en cualquier documento que la necesite. Nadie sabe qué pasará con Chávez, cómo evolucionará su salud. Sin embargo, nadie cuestiona su liderazgo. No hay voces en el oficialismo que lo pongan en entredicho. Ahora, más que nunca, todos entienden que no hay chavismo sin Chávez, como si al reafirmar su liderazgo le inyectaran otra enorme dosis de moral para afrontar los días largos y duros que le provoca su enfermedad. Se acabó el debate sobre su sucesión. Se da por sentado que el presidente saldrá de ésta. Dentro del partido no se habla del asunto. Únicamente los medios críticos y los analistas sacan a relucir posibles sucesores (su hermano Adán, el canciller Maduro, el vicepresidente Jaua…) en caso de que la cosa se ponga fea y haga falta otro capitán que coja el timón y el mando revolucionario.

El cáncer de Chávez cogió a todos por sorpresa: al paciente, al oficialismo, pero también a la oposición, que no parece tener claro cómo manejar este escenario. Por delante, dos fechas importantes: en febrero de 2012 la oposición elegirá en primarias a su candidato a presidente; y a finales de ese año el país entero decide quién le gobernará durante los próximos seis años. La oposición, que por primera vez en muchos años parece unida para derrotar a Chávez, corre el riesgo de volver a dividirse. Contra el candidato Chávez no hay otra opción que la unión de todos los sectores: los desprestigiados ADECO y COPEI, y también los nuevos partidos de jóvenes que no tuvieron vínculos con aquella época de corruptelas y robos a mansalva que facilitaron la llegada del comandante al poder. Pero, ¿y en un escenario electoral sin Chávez? Los analistas dicen que aumentarían considerablemente las opciones de triunfo de la oposición y que eso, precisamente, abriría el apetito de candidatos opositores, que finalmente actuarían por su cuenta y presentarían su candidatura aunque perdieran en las primarias.

Falta todavía mucho tiempo para ese escenario electoral. Pero la clave será, sin duda,  la presencia o no de Hugo Chávez. De cómo evolucione su enfermedad dependerá también el futuro de Venezuela. Con Chávez -dicen sus seguidores-  se profundizará esa revolución que redujo los niveles de pobreza y analfabetismo, que llevó alimentos y medicina gratis a los más pobres y que puso a soñar, que dio una identidad a una parte de la población marginada históricamente en Venezuela. Con Chávez, dicen sus críticos, seguirán los problemas de un país fracturado ideológicamente como nunca lo había estado, con la inflación más alta del continente, la industria nacional por los suelos,  la criminalidad por las nubes, la fuga de empresarios por la inseguridad jurídica y las nacionalizaciones de empresas, o una crisis energética que pocos entienden en un país rico en recursos, en el que sólo el petróleo deja cada año 50 mil millones de dólares en la caja del Estado.

Nadie conoce el escenario, nadie tiene la bola de cristal. Pero Chávez ya ha superado el susto,   ha asumido su papel de persona mortal, y ha partido hacia Cuba con la moral reforzada, sin duda, el mejor capital para afrontar la nueva fase de su enfermedad.  Le bastaron cuatro verbos para resumir lo que viene a partir de ahora con ese viaje a La habana: “Voy, estaré, vendré y seguiré”. Y otra frase del presidente: “Son tiempos de resurrección”. La mejor manera de aclarar, por si alguien tenía dudas, que Chávez está de vuelta, si es que alguna vez se fue.



Las casas de Toribío

TORIBÍO 

Desde hace años, Toribío es un pueblo en construcción. Se recogen las ruinas y se levantan ladrillos. Es un trabajo muy poco grato que la población, sin embargo,  ha automatizado a la fuerza.  La guerrilla de las FARC ha tomado ese municipio del Cauca, al suroeste de Colombia, en cinco ocasiones. La última, hace unos días. Cinco veces han destruido el pueblo, y cuatro veces lo han levantado las manos duras de los vecinos. La quinta, la del pasado sábado,  está demasiado cerca en el tiempo como para perder el miedo y salir a la calle a recoger los escombros de la cabecera municipal.

 Los tres mil habitantes de Toribío ya estaban en el trabajo aquella mañana en la que, de nuevo, vieron morir al pueblo. La dureza de la explosión les dejó claro que aquello iba en serio. Días antes, las FARC robaron una chiva, uno de esos populares autobuses con decoración alegre y ventanas abiertas que regala buenas dosis de alegría a quien se sube. Esa mañana, la chiva no cargaba a las decenas de jóvenes que toman tragos y bailan mientras recorren una ciudad con los acordes de un vallenato. La chiva cargaba decenas de kilos de explosivos, bombonas con clavos  y metralla con bolas de acero. Ese vehículo se empotró contra el cuartel de la Policía, justo a la entrada de Toribío. La explosión que sacudió al pueblo apenas fue el inicio de la toma guerrillera. Luego vino un intercambio de fuego con el Ejército y la fuerza pública. Una mezcla de zozobra y miedo paralizó a los vecinos durante más de una hora. El resultado lo pueden imaginar: cuatro muertos, decenas de heridos, y más de cuatrocientas casas dañadas total o parcialmente.

Las casas de Toribío, las que quedaron en pie o las que agonizan en el suelo entre montones de ladrillos rotos, son noticia en Colombia desde hace unos días. Poco después de los combates, el Ejército difundió varios vídeos de la batalla contra las FARC. En círculos rojos aparecían varios guerrilleros disparando contra los helicópteros de última generación que ha comprado el Gobierno. El ataque provenía de varias casas del pueblo. Los guerrilleros se atrincheraron en las viviendas de los civiles para atacar a la fuerza pública. Y en base a esas pruebas, el presidente Santos tomó la palabra y zanjó la cuestión: “El ejército destruirá las casas que utilice la guerrilla para atacar a la población civil o a la fuerza pública”, dijo el mandatario.

 La decisión de Santos tiene en ascuas a la población, doblemente criminalizada: primero, por la guerrilla, que viola su espacio privado amenazando con sus armas para atrincherarse en ese lugar; después, por el Gobierno, que amenaza ahora con tumbar sus casas porque presuntamente colaboraron con la guerrilla. Marta, una señora de Toribío que roza ya los 80, me lo pintó así. “Imagínese usted que hay combates, y que en eso entra la guerrilla apuntándole a su cuerpo y diciéndole que se aparte y que le deje entrar. Hay dos opciones, y ninguna es buena: si te niegas, te matan. Y si los dejas pasar te expones a morir en el intercambio de fuego entre la guerrilla y el ejército”. El gran error del presidente es que trata a estos civiles como culpables, y no como presuntos inocentes. Parte de la base de que si un guerrillero entró en tu casa es porque le pusiste la alfombra roja y una cazuela con arroz y frijoles, no porque te sintieras intimidado por el fusil que apuntaba a tu cabeza. Se parte de la base de que eres un colaborador de la guerrilla, y no una de sus víctimas. La medida es tan absurda como aquella que tomó el gobierno israelí para frenar los ataques suicidas palestinos: derribar la casa de los padres del suicida, como si esos padres pudieran cambiar el pensamiento de alguien que decidió inmolarse y matar a cuantos judíos tuviera alrededor, como si esos padres supieran de antemano el día, la hora y el motivo por el que su hijo iba a saltar en mil pedazos para ganarse el cielo por la causa palestina.

Las ONG´s de derechos humanos ya pusieron el grito en el cielo con esa política israelí, y no han tardado en denunciar los atropellos que implica la decisión del Gobierno colombiano. Dicen, básicamente, que derribar las casas de los civiles viola el derecho internacional humanitario. Y lo viola doblemente, porque los afectados son civiles, son población civil, y además son víctimas, son escudos humanos, personas que han sido forzadas por la guerrilla a mostrarse como escudos frente a la fuerza pública.

En Toribío todavía hay demasiada zozobra para pensar cuánto tiempo les durará la vivienda. Saben que la guerrilla volverá, porque está ahí, camuflada en la espesura de las montañas de la Sierra Occidental que rodea a ese pequeño pueblo del norte del Cauca. Saben que volverá porque desde 1983 han sufrido más de seiscientos hostigamientos por parte de las FARC. Y temen que en una de esas incursiones algún guerrillero entre con el fusil al hombro por la puerta dispuesto a parapetarse en su hogar, a firmar, de alguna manera, la orden de derribo de la casa que levantaron con mucho sudor y pocos recursos las familias pobres de Toribío.

Para llegar a Toribío hay que tomar un vuelo de una hora desde Bogotá a Popayán, al sur del país. Y luego hay que viajar cuatro horas por carretera hasta que uno se topa de frente con la Sierra y comienza a ascender hasta las faldas del municipio. No es fácil adivinar que ese pueblo es uno de los rincones perdidos de la Colombia rural donde las FARC tienen fuerza por la ausencia histórica del Estado. Toribío está demasiado lejos para permanecer mucho tiempo en la agenda de los medios. Y sus habitantes temen que, en breve, las casas destrozadas del municipio no sean más que fotos acumuladas en las hemerotecas polvorientas de algún periódico. Sabina lo definió a su manera: números rojos en la cuenta del olvido.

El silencio del Comandante

Chávez y hermanos castro 

Esa foto de la recuperación esconde mucho más de lo que dice. De momento es la única prueba gráfica de que el Presidente de Venezuela, Hugo Chávez,  está vivo, de que se recupera de ese mal que muchos desconocíamos y que ahora es casi tan conocido como la gripe común: el absceso pélvico. La foto muestra a un Chávez convaleciente, agarrado en su fragilidad a dos personas de aspecto aún más frágil como son los hermanos Castro. Fidel sostiene a Hugo y Hugo se agarra de Raúl. La instantánea pareciera dibujar una metáfora de las relaciones y la geopolítica  entre Cuba y Venezuela.

La historia de esa foto está justo en el frame y en la secuencia posterior, que por supuesto no se ha publicado y probablemente jamás vea la luz. Tan importante es la secuencia de cómo está Chávez que medio mundo habla de ello. La gente habla sin rigor. La gente habla sin rubor.  Y suelta especulaciones varias sobre un cáncer de próstata, una diverticulitis o una complicación severa de ese absceso pélvico del que tanto hemos aprendido en las últimas semanas. Los tenderos, los ejecutivos, las azafatas, las peluqueras, los periodistas,  los pobres y los ricos… todos hablan sin freno sobre la salud del Comandante. Pero se les perdona porque si hay algo que falta en toda esta crisis es precisamente la información. La salud de Chávez es como aquel anuncio de Coca-cola que todos guardamos en la memoria: “para los programas infantiles, para los de variedades, para los juveniles, para los musicales… para los concursos, para los reality shows, para los talk shows…. Para todos”. Y es que todos opinan de la salud del presidente: opina el Gobierno y el oficialismo, que asegura que el líder está bien y que hay Chávez para rato; opina la oposición, que ve normal que se enferme después de miles de horas hablando en directo en los canales gubernamentales de televisión, mientras le desean con elegancia que se recupere y  se aparte de la vida política; opinan las masas chavistas, que han emprendido un maratón de misas y oraciones para que el líder obre el milagro, se levante, ande y regrese a Venezuela, convencidos como están (como estamos todos) de que el chavismo no se entiende sin Hugo Chávez; opinan los seguidores de la oposición, y más de uno seguro que pone velas negras para que el Comandante bolivariano se quede allá, tranquilamente, compartiendo tardes habaneras con el Comandante cubano.

Todos opinan, y lo hacen porque el hermetismo con el que se ha tratado este asunto ha dado rienda suelta a la imaginación. No hay partes médicos detallados, no los hubo con Fidel, no los habrá con Chávez. Y entre opinión y opinión, más comentarios. Comentarios y artículos  que recuerdan que Chávez dejó el tabaco hace poco pero que sigue siendo un consumidor frenético de café negro, que apenas duerme cuatro horas, que es capaz de llamar a un ministro a las tres de la madrugada para trazar un plan de trabajo o comentar un partido de beisbol. Vuelan comentarios sobre supuestos médicos que le han dicho al Comandante que somatiza los problemas que acarrea ser el puesto de único y máximo responsable de la Revolución. Corre tinta sobre su lesión de rodilla y su época de paracaidista, del contacto brusco con el suelo y la contracción del cuerpo en milésimas de segundo antes de poner la bota en la tierra.

 

Pero lo que más se comenta, mucho más que el famoso absceso pélvico, es su silencio. Chávez podría tener todos los males del mundo pero si hablara sería otra cosa, porque en estos 12 años de gobierno ha acostumbrado a los venezolanos a una verborrea inagotable, con más de 2.200 cadenas nacionales y más de 4.000 horas de discursos al pueblo que lo eligió. Hablaba el Chávez vigoroso y el Chávez enfermo, el que destituía a un ministro en directo o el que se sonaba los mocos frente a la cámara alegando una fuerte gripe. Ese era Chávez, un animal político brutal que, gustase o no, nunca encontró un contrincante con esa fuerza huracanada para hablar, proponer, criticar, o poner a soñar a medio país con días mejores en el camino de esa revolución. Así era Chávez, el mismo que ahora lleva semanas de silencio mientras su país espera noticias de un hombre que nunca calló.

El puente y el refugiado

El puente Simón Bolívar ya no es lo que era. Esa construcción, que se eleva sobre el río Táchira, es la principal conexión por tierra entre Colombia y Venezuela. Durante años hubo un enorme trasiego de coches, de gente que entraba y salía, que cruzaba la frontera como quien cruza una calle, sin papeles, sin permisos.  Podría decirse que en Cúcuta y en San Antonio de Táchira, las dos ciudades conectadas por ese puente, la economía latía al ritmo del tráfico de vehículos, de los trabajadores, comerciantes y buscavidas que caminaban a ambos lados la frontera.

Puente 
Tránsito de personas y vehículos por el puente Simón Bolívar. Al fondo, la entrada a Venezuela.

El puente Simón Bolívar parece triste, coronado únicamente por los enormes coches antiguos que dominan el contrabando de gasolina. Allí están, haciendo cola en las gasolineras venezolanas, llenando el enorme tanque de carburante venezolano y barato, demasiado barato, para cruzar la frontera y venderlo en garrafas de plástico a la mitad del precio de lo que cuesta  en Colombia. Venezuela ha dejado de importar en Colombia. Chávez puso sus ojos en Argentina y Brasil, y a cada acuerdo que se firmaba cruzaban menos vehículos por el trazado rugoso del puente Simón Bolívar.

La crisis económica es el penúltimo drama que ha visto el puente. Porque el último siempre está ahí, comenzó hace décadas y hoy sigue vivo, muy vivo, recordándonos que el conflicto en Colombia no ha acabado, aunque las FARC parezcan debilitadas y a los paramilitares les hayan puesto ese nombre tan cínico de “bandas emergentes”, cuando en realidad los paras nunca se fueron, porque esas bandas son el mismo perro con distinto collar.

El último drama que ha visto el puente Simón Bolívar es el de los refugiados que huyen a Venezuela. Lo vio ayer, lo ve hoy y lo verá mañana. Más de doscientos mil colombianos han cruzado al país hermano para escapar del conflicto. Lo han hecho por algún punto de los casi 2.200 kilómetros de la frontera que comparten Colombia y Venezuela. La mayoría, según ACNUR, ha pisado el asfalto gastado del viejo puente Simón Bolívar. Nadie les pide explicaciones, como a ninguno de los colombianos que acude al trabajo en la zona fronteriza con Venezuela. Pero la diferencia es clara, que nadie lo olvide. Los pasos del refugiado caminan sin rumbo, porque el único objetivo es buscar un lugar seguro en Venezuela. Creo que la expresión “los pasos del refugiado” se queda corta, demasiado corta. Porque también, según ACNUR, el refugiado colombiano fue anteriormente desplazado, y huyó por su país una o varias veces antes de cruzar la frontera.

Al otro lado de la frontera, cruzando el puente y a una media hora en coche, a la izquierda, está Ureña. Un pueblo triste, sin mucho más que contar. Pero un pueblo generoso, porque acogió en sus calles a cientos de colombianos que llegaron con lo puesto huyendo del conflicto. Allí llegó María y años después llegó también su hermana Nélida, amenazada por un “grupo armado” que no se atreve a identificar. Llegó Federico, el joven que se negó a entregar un cerdo a las FARC, en un acto de valentía que le costó una condena a muerte. Llegó Víctor, que abandonó su finca de noche, con poca ropa, mucho miedo y una familia como equipaje, un campesino que vio caer a un amigo muerto a tiros por un comandante paramilitar y que decidió que en aquella vereda no crecerían sus hijos. El mismo campesino que ahora comprueba inquieto como los paras controlan también esa zona de la frontera. Controlan los negocios, las bombas de gasolina, deciden quién manda o deja de mandar en los pequeños ayuntamientos de la frontera. Tal vez por eso sigue metido en esa cañada, seis metros por debajo de la carretera, peligrosamente cerca de una quebrada que a punto ha estado de llevarse su casa y obligarle otra vez a emigrar.

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Víctor Silva, campesino colombiano refugiado en Venezuela por amenazas de los paramilitares.

Sobran nombres de refugiados, y seguirán sobrando porque la cifra sigue en aumento y crece sin parar. Lo hace poco a poco, “por goteo”, como cuenta Enrique, el delegado de ACNUR en el Estado venezolano de Táchira. Ese goteo sigue imparable, aunque a la vista humana sea casi imperceptible. Pareciera que la situación es menos grave de lo que parece, tal vez porque no hay migraciones en masa, no hay campamentos de refugiados como los que hoy se levantan en Turquía para los refugiados sirios, como los que aún retenemos en la retina en las crisis olvidadas de cualquier punto de África. La situación podría ser mucho más grave, pero no lo es porque los refugiados colombianos han llegado a un país receptivo, que no les persigue, que les deja construir invasiones al otro lado de la frontera, que les da educación y sanidad aunque sólo quince mil de esos casi doscientos mil hayan sido reconocidos con el estatus de refugiados.

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María y Nélida Blanco, hermanas y campesinas colombianas refugiadas en Venezuela

Alguien dijo alguna vez que el miedo es libre. Para los refugiados ese miedo es libre y además compartido. Casi ninguno quiere regresar a Colombia. Quieren mirar adelante, y esa mirada se proyecta en tierras de Venezuela. Pocos quieren deshacer el camino y cruzar el viejo puente, porque más allá del Simón Bolívar siguen viendo las viejas sombras que un día les obligaron a huir.

Luis Pérez


Hace ya casi dos siglos que el gran sueño de Simón Bolívar se fraguó por estas tierras. La Gran Colombia, una nación compuesta por varias repúblicas recién independizadas de España, echó a andar en 1819. Moriría doce años después, en 1831, víctima de revueltas internas y del desencanto con un Libertador que terminó pervirtiendo ese proyecto de unión suramericana con un Gobierno muy parecido a una dictadura. La Gran Colombia agrupaba varios países.
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