Las cenizas de Annelisse
martes 4.abr.2017 por Miguel-Ángel-Berlin 2 Comentarios
Era uno de los habituales días grises de Berlín, con un airecillo persistente, como hecho de invisibles agujas, la ropa húmeda como si lloviera. El sol, ausente, escondido en alguna parte, probablemente de vacaciones en Mallorca.
Desde la puerta del cementerio de Wilmersdorf, en Berliner Strase, no se veía un alma viva. Una capilla con la puerta cerrada de frente y una pequeña caseta a la izquierda, con la puerta abierta.
Ahí debe estar, me dije.
Me paré un momento en el umbral de la puerta. Un jarrón sobre una mesa era todo el mobiliario. Pero en el jarrón no había flores. Allí estaban las cenizas de Annelisse.
Habíamos conocido a Annelisse y su marido Lothar, un par de año antes. Mi hijo pequeño jugaba en el parque y una pareja se acercó y se sentó en el mismo banco con ganas evidentes de charlar con aquellos exóticos españoles.
Una pareja típica y atípica. Lothar rondaba los 70 años, Annellisse, en cambio, hacía tiempo que había superado los 80.
El era abierto, parlanchín, simpático, el tipo ideal para practicar alemán. Ella era reservada, seria, de gesto adusto.
Con el tiempo, nuestras etiquetas cambiaron y Lothar se convirtió en inoportuno, metomentodo, agobiante.
Annelisse, en cambio, iba ganando en carcanía, sin perder su habitual parquedad.
Con el tiempo, Annelisse nos fue contando, a cuentagotas, su vida: había pasado hambre en la posguerra, trabajado de carnicera y de otros oficios, tanto ella como Lothar habían estado casados antes un par de veces y no tenían hijos.
Tenían, sí, muchos sobrimos.
Pero estaban muy solos. Esa soledad impelía a Lothar a buscar víctimas por los parques y a Annelisse la encerraba más en sí misma.
Aunque mi alemán aún no me permitía una conversación fluída, poco a poco intentaba sonsacarle más a Annelisse sobre su pasado; el de Lothar, por su edad, me interesaba menos. Yo quería saber cómo era su vida bajo el Nazismo, si durante su juventud había sentido la misma locura colectiva de la mayor parte de los alemanes, si había levantado su mano en el saludo hitleriano, si había asumido que ella formaba parte de la „Quelle der Nation“ (la Fuente de la Nación).
No me dió tiempo. Un día supimos que, tras un trayecto de decenas de kilómetros en bicicleta, había sufrido un infarto y estaba muy grave. Annelisse apenas comía nada, se alimentaba de dos litros de café diario y cigarrillos.
Consiguió superarlo temporalmente. Fuimos a verla a su casa y de repente nos dimos cuenta de lo anciana que era, 86 años. Unos días después, murió.
Cuando Lothar llegó a la caseta del cementerio se extrañó de que yo estuviera allí, no esperaba a nadie. Y yo me extrañé de que no esperara a nadie.
Acompañamos al enterrador a una zona del cementerio donde hizo un agujero de un palmo de ancho con un cilindro y metió la urna como quien enrosca un tornillo en una tuerca.
Una oración apresurada y allí quedó Annelisse, como sembrada en la arena, cubierta con una fina capa de césped.
Annelisse, 86 años de vida, seis hermanos, numerosos sobrinos, parientes, compañeros de trabajo, vecinos... Y el día que murió, ante sus cenizas sólo estaba un extranjero que acababa de llegar a Berlín y que apenas conocía nada de su vida.
Ese día, debíamos llevar aquí cuatro años, dí por concluído el periodo de integración en la sociedad alemana. Al fin y al cabo, al poco de llegar habíamos ido a una boda turca, invitados por la peluquera de mi mujer y había asistido a un entierro de una alemana.
Como ya habíamos probado el „Grünkohl“, „Rotkohl“, „Weiskohl“ y todas las coles imaginables, el „Bratkartoffeln“ (patatas asadas) ya no ocultaba secretos para nosotros y ya no teníamos que señalar con el dedo para comprar el „Brötchen“ (pan), nos sentíamos plenamente integrados en la sociedad alemana.
Estaba en el periodo en que cualquier emigrante que no haya entrado con el pie izquierdo de alguna manera reniega de sus orígenes, encuentra todo más y mejor organizado en el nuevo país y se pregunta si será capaz de soportar la vuelta a ese desastre de país que ha dejado atrás.
Pero la muerte de Annelisse me libró de esa tentación.
Ese día, en realidad, empezó mi período de desintegración de la sociedad alemana.
Estoy curado.
Raquelina dijo
Vaya historia triste....espero que Lothar no lea esto, por la impresión que te ha causado.
Son esas cosas que te hacen ver lo distintos que somos...si en tu funeral no hay nadie que haya significado algo en tu vida, apaga y vámonos (nunca mejor dicho).
Carpe diem
MZ dijo
Es triste, la verdad, y -por lo que hace a la soledad- la realidad de más de uno y dos mayores y de gentes que no lo son, también, lamentablemente.