Vaya por delante que detesto las guerras. Lo he dicho otras veces. Sacan lo peor de nosotros mismos, son el fracaso absoluto de nuestra inteligencia, nos descalifican como especie. Pero tengo que reconocer que no siempre son inútiles o inevitables. De hecho, a veces, tienen toda una lógica detrás de sí. Y aunque sea perversa, funciona.
No me refiero a lo que está sucediendo en Gaza . No pienso en razones de medio pelo como minar la posición de Hamas de cara a un futuro acuerdo de paz, ganar tantos para las próximas elecciones en Israel o hundir aún más en la miseria a la población para hacerla más proclive al sacrificio y la guerra santa.
Tampoco me refiero a argumentos más razonables. Difíciles de dirimir. Como el que recoge la frase de Obama el pasado verano en Sderat, dispuesto a hacer lo que sea para defender la vida de sus hijas si llueven cohetes sobre su casa. Eso vale para los dos bandos. Y creo, en mi ingenuidad, que aún así es posible evitar el conflicto y encontrar una salida pacífica. Porque al fin y al cabo, en eso coinciden las dos partes. Todos quieren proteger a sus hijos y legarles un futuro. Aunque parezca lejano.


No. Estoy pensando en cómo desembocó la Gran Depresión . En la segunda Guerra Mundial. Mal que nos pese, el New Deal de Roosevelt no sirvió para salir del pozo. Keynes tenía razón, desde luego, pero sólo si se aplicaba la medicina con dosis de caballo.
Los programas de inversión pública para recuperar empleo no fueron suficientes. Primero fueron lentos, la burocracia siempre lo es, y el retraso condenó a más gente al paro. Pero las infraestructuras sólo sirvieron para paliar la crisis durante unos pocos años. En una situación deflacionista, su impulso se agota cuando se completan. De hecho, en cuanto Roosevelt aflojó la inyección, pensando que las empresas se habían recuperado y podían marchar solas, la economía se volvió a hundir.
La solución no pasa tampoco por la compra de activos tóxicos. También se intentó entonces con la Corporación Financiera para la Reconstrucción . No funcionó porque, al igual que ahora, el Tesoro tiene que pedir prestado para comprar esos activos. No hay por tanto incremento de liquidez, sólo se cambian títulos públicos por privados. Tampoco sirven los recortes fiscales si nos atenemos a la experiencia del 74, 2001 ó 2008. La gente los utiliza para ahorrar o pagar sus deudas.
Es lo malo de la espiral deflacionista que se cierne sobre la economía americana. No es nada fácil salir de ella. Los precios bajan tanto que las empresas no cubren los costes de producción y ni siquiera consiguen vender el stock. En esas condiciones, dan carpetazo a la inversión y recortan plantilla. El incremento del paro retrae aún más el consumo y la cadena se realimenta.
La solución de Keynes para romper el círculo vicioso de la deflación requiere mucha más leña. El Estado tiene que tomar el relevo en el consumo. Consumo, no inversión. El Estado tiene que comprar bienes tangibles: coches, ordenadores, televisores, papel o acero. Lo que haga falta y a manos llenas. Si los consumidores no pueden cumplir su papel, debe ser el gobierno quien lo haga. Como ellos, comprando cosas. El problema es que jamás se ha ensayado la receta a esta escala.
Lo que sí se probó con éxito fue la guerra. Por definición, una locura que devora recursos y levanta la demanda interna. La segunda Guerra Mundial fue la aplicación práctica de la teoría de Keynes. Costó cinco billones de dólares, 50 millones de vidas y el mundo roto por todas las costuras. Pero acabó con la Gran Depresión. Es por tanto una solución contrastada, aunque su lógica sea perversa. Hoy hemos esquivado buena parte de los errores del 29. Será apasionante ver si sorteamos el peor de todos.