Embriagado por Gracia de Cristo
Borracho por la gracia de Dios, aunque el Señor no le quite la multa. Tras dar positivo en un control de alcoholemia, un sacerdote del norte de Italia sólo pudo argumentar que, ese día, llevaba cuatro celebraciones. No es que hubiera ido a fiestas de cumpleaños, ni casorios donde la abundancia se convierte en grosera necesidad. El buen hombre había oficiado, según confesó, cuatro misas. La Sangre de Cristo terminó siendo demasiada en su aparato circulatorio. Corremos el riesgo de que la ausencia de vocaciones acabe por convertir a los sacerdotes en dipsómanos por la gracia de Dios y necesidades del oficio.
Desde pequeño cargaba de avidez la mirada cuando veía al cura degustar ese vino dulce que yo ya había probado. Aquello que él llama la Sangre de Cristo hacía que mis infantiles papilas se revolvieran en el hormigueo que incita el deseo.
Siempre me gustó el vino dulce. Miraba al sacerdote y, absorto, la imaginación me entregaba matices aromáticos de ese líquido que golpea en la parte trasera del paladar antes de precipitarse por la faringe en una cascada donde el dulzor de la boca se convierte en calor estomacal.
Ahí se disolvía mi deseo. Siempre fue igual. Al leer la noticia del monje ebrio, me he solidarizado con él desde la nebulosa del deseo infantil. En mi imaginación no existía la embriaguez. Tampoco tenía edad para conducir. Y, ahora que lo pienso, ni para beber.