3 posts de febrero 2011

La pizzería de los demonios

Confieso que me da pudor contar historias tan nimias cuando a pocas decenas de kilómetros se masacra a un pueblo y corre la muerte arrastrando muchos inocentes en su riada.

Después de 53 meses en Roma, creí llegado el momento de acudir a la pizzería más conocida de la ciudad. Ese templo de harina y levadura aparece en las guías turísticas y hasta en los libros de aprendizaje de la lengua. A su puerta, cerrada a cal y canto, se forman colas interminables de excursionistas gustosos de decir “ yo también he comido pizza en...”
-No creas que es para tanto. Pizzas como las de allí, las hay en muchos sitios en Roma. Además, no tienen clientes habituales porque solo tratan con turistas. Son displicentes y maleducados – me han repetido varios amigos en estos años.
Casi a finales de febrero, con pocos turistas en la calle, me atreví a someterme a la catarsis del turista. Era una fría noche. Como siempre, cola en la calle bañada por una humedad hiriente. Menos mal que los ávidos de pizza de guía no eran más de una docena en ese corredor empedrado. Cuando salían unos comensales, se abría la puerta y otros eran inmediatamente tragados por las entrañas del local. Después se cerraba la puerta , dando vueltas a la llave desde el interior como haría un carcelero. No sé cuánto tiempo pasó pero ya estaba cerca de llegar mi turno. Por delante de mí una pareja y una chica sola con un plano de Roma donde había señalado los lugares a visitar. Con una mirada periscópica pude ver marcados el Coliseo, Vaticano, Sant' Angelo, Navona, Panteón y la tasca ésta de las pizzas.

Ya casi me tocaba. Entonces se abrió la puerta y del interior surgió una especie de pequeño lucifer alocado preguntando a gritos ¿cuántos son, cuántos son?. Vestía camisa a cuadros de leñador. Llevaba un gorro azul como los pitufos. Su generosa nariz romana impedía que las gafas oscilantes terminaran en el adoquín. Le miré estupefacto. Maltrató a las chicas que estaban delante de mí. Y me dijo que entrara yo. “Pero si están antes ellas”, sugerí. Entonces, el nomo de las pizzas tiró de mi brazo hacia aquel infierno donde hornos y comensales comparten espacio y las mesas se apelotonan buscando más hueco donde no queda. Las chicas sonrieron con ese gesto que oscila entre la risa, la estupefacción y el miedo. El demonio me metía en sus dominios arrastras. Crucé el umbral y le miré a los ojos. Abrió la boca cuando aparté su garfio de mi brazo y me giré hacia la calle. Lo que le dije no tiene cabida en esta reflexión.

Terminé a dos pasos de allí comiendo pizza en La Montecarlo que no es sino la escisión de aquella familia de tradición pizzera. Posiblemente, la amabilidad que esgrime Carlo con sus clientes no casaba con el severo tratamiento del otro local. Olive scolane, fiori di zucca y un delicioso suppli fueron la antesala de una sabrosa pizza.

Disfruté del local, también cutre y con mesas agolpadas, sobre las que se erige la voz cavernosa de Carlo. Pero disfruté también de sus comentarios y reverénciales bromas con que me recibió. Nunca le confesaré que quise serle infiel por un día.

Como decía al principio, con lo que ocurre aquí al lado, esto me parece una cosa insustancial. Pero he decidido escribirla porque también nos suceden estas minúsculas historias mientras la comunidad internacional se decide a poner fin a la carnicería del rey del petróleo en el norte de África

Lampedusa y el síndrome

Construidos a cinceladas de costumbre, los cambios nos desorientan. También a quien lleva el alma errante dibujada en una curiosa mirada revestida de despiste. Seis aviones en una semana, cuatro ciudades distintas y un solo pensamiento: el síndrome.

Madrid, Roma, Palermo y Lampedusa. En poco más que unos minutos salgo de la cama, tomo un avión y desayuno en Madrid. El cuerpo agradece esta premura. El cerebro se rebela. Uno se acostumbra a caminar por la calle abstraído en sus pensamientos mientras escucha conversaciones en un idioma distinto al que teje sus pensamientos. Por eso, al llegar a Madrid y caminar por sus calles, terminé dudando. “Estos hablan en castellano. ¿A lo mejor necesitan algo? Puede que estén perdidos...” Hasta que caigo en la cuenta de que ya no estoy en Roma. Sonrío. Es el síndrome del corresponsal. Horas después ya estoy de vuelta en tierra pizza a pezzi

Largas horas de incertidumbre acompañan a las pateras para cruzar el estrecho de Sicilia. Viajan incómodos. Buscan un futuro aunque sea mutilado porque su presente es ciego.

En Lampedusa, he visto gente humanitaria pero tienen miedo. El alcalde trata de calmarlos. Desde su mirada, que se levanta más de dos metros sobre el suelo, se deja ver inmediatamente. Me pregunto para qué una isla tan pequeña tiene un alcalde tan grande. La única utilidad que veo, es ser el primero en atisbar pateras.

Los que llegan están desesperados. Al principio se conforman con que les alojen y les den de comer. Pero no quieren permanecer mucho en ese trozo de tierra rodeado de agua turquesa. Ahí entran en conflicto el síndrome del clandestino y el invadido de un territorio pequeño al margen de muchas leyes. Nadie se pone el cinturón de seguridad para conducir, los motoristas no llevan casco e, incluso, en las restaurantes hay ceniceros aunque en Italia hace muchos años está prohibido fumar en un lugar cerrado. Son italianos de carnet de identidad. Pero habitan en territorio indómito. Su síndrome de libre abandono está hoy amordazado por sombras de jóvenes extraños que pasean por sus calles escasamente iluminadas al caer la noche. Lampedusa coquetea con Europa aunque geográficamente acaricie Africa.

Es tierra donde nada se desperdicia. Los barcos que llegan con inmigrantes son desguazados inmediatamente por grupos de desvalijadores anónimos. No importa que la Justicia incaute las barcas como prueba. No importa que todos se conozcan en la isla. Horas después de la llegada de las barcazas, timón, maderas, motores y combustible no forman una unidad. Se han convertido en pequeños tesoros de los desvalijadores. Es el síndrome de la necesidad porque Lampedusa es físicamente un paraíso que tiene una puerta abierta por donde entra el fuego del infierno


El niño

El niño italiano no es Torres. Se llama Giovanni. La plataforma Libertad y Justicia lo ha sacado este fin de semana ante un auditorio entre los que se encontraban Roberto Saviano y Umberto Eco.

Y al chaval no le ha temblado la voz. En su breve discurso se le ha escuchado reprochar al gobierno que no hace nada para ayudar a los jóvenes miientras Berlusconi se divierte con sus fiestas en la mansión de Arcore.

Luego, Giovanni se adentra en la marisma de las preguntas sin respuesta: ¿Por qué sólo se ocupa de la escuela pública para recortar gastos? ¿ Por qué el modelo dominante que se ofrece a los jóvenes son los del consumo y el dinero? ¿Por qué es tan poderosa la mafia y no se hace nada para combatirla? ¿Por qué hay tantas preguntas sin repuesta?

Él sí tiene la solución: espera que con el nuevo gobierno haya menos preguntas y más respuestas- concluye su breve y contundente discurso.

El pequeño asegura que salió al estrado por iniciativa propia. Si es cierto, tiene madera aunque su discurso sea el resumen de lo que la oposición repite cada día. Pero no sé hasta qué punto es moralmente aconsejable que un chaval de 13 años participe así en actos públicos de una clara orientación política. La hipocresía no conoce fronteras: desde los periódicos de derechas se dice que hay que salvar al niño de las garras de los antiberlusconianos. NO sé qué hubieran dicho si el discurso hubiera sido de loas al Cavaliere. A mí, me preocuparía en ambos casos.


Iñaki Díez


Iñaki Díez es el corresponsal de Radio Nacional en Italia, un país que conoce perfectamente y que analiza con gran habilidad.
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