La pizzería de los demonios
Confieso que me da pudor contar historias tan nimias cuando a pocas decenas de kilómetros se masacra a un pueblo y corre la muerte arrastrando muchos inocentes en su riada.
Después de 53 meses en Roma, creí llegado el momento de acudir a la pizzería más conocida de la ciudad. Ese templo de harina y levadura aparece en las guías turísticas y hasta en los libros de aprendizaje de la lengua. A su puerta, cerrada a cal y canto, se forman colas interminables de excursionistas gustosos de decir “ yo también he comido pizza en...”
-No creas que es para tanto. Pizzas como las de allí, las hay en muchos sitios en Roma. Además, no tienen clientes habituales porque solo tratan con turistas. Son displicentes y maleducados – me han repetido varios amigos en estos años.
Casi a finales de febrero, con pocos turistas en la calle, me atreví a someterme a la catarsis del turista. Era una fría noche. Como siempre, cola en la calle bañada por una humedad hiriente. Menos mal que los ávidos de pizza de guía no eran más de una docena en ese corredor empedrado. Cuando salían unos comensales, se abría la puerta y otros eran inmediatamente tragados por las entrañas del local. Después se cerraba la puerta , dando vueltas a la llave desde el interior como haría un carcelero. No sé cuánto tiempo pasó pero ya estaba cerca de llegar mi turno. Por delante de mí una pareja y una chica sola con un plano de Roma donde había señalado los lugares a visitar. Con una mirada periscópica pude ver marcados el Coliseo, Vaticano, Sant' Angelo, Navona, Panteón y la tasca ésta de las pizzas.
Ya casi me tocaba. Entonces se abrió la puerta y del interior surgió una especie de pequeño lucifer alocado preguntando a gritos ¿cuántos son, cuántos son?. Vestía camisa a cuadros de leñador. Llevaba un gorro azul como los pitufos. Su generosa nariz romana impedía que las gafas oscilantes terminaran en el adoquín. Le miré estupefacto. Maltrató a las chicas que estaban delante de mí. Y me dijo que entrara yo. “Pero si están antes ellas”, sugerí. Entonces, el nomo de las pizzas tiró de mi brazo hacia aquel infierno donde hornos y comensales comparten espacio y las mesas se apelotonan buscando más hueco donde no queda. Las chicas sonrieron con ese gesto que oscila entre la risa, la estupefacción y el miedo. El demonio me metía en sus dominios arrastras. Crucé el umbral y le miré a los ojos. Abrió la boca cuando aparté su garfio de mi brazo y me giré hacia la calle. Lo que le dije no tiene cabida en esta reflexión.
Terminé a dos pasos de allí comiendo pizza en La Montecarlo que no es sino la escisión de aquella familia de tradición pizzera. Posiblemente, la amabilidad que esgrime Carlo con sus clientes no casaba con el severo tratamiento del otro local. Olive scolane, fiori di zucca y un delicioso suppli fueron la antesala de una sabrosa pizza.
Disfruté del local, también cutre y con mesas agolpadas, sobre las que se erige la voz cavernosa de Carlo. Pero disfruté también de sus comentarios y reverénciales bromas con que me recibió. Nunca le confesaré que quise serle infiel por un día.
Como decía al principio, con lo que ocurre aquí al lado, esto me parece una cosa insustancial. Pero he decidido escribirla porque también nos suceden estas minúsculas historias mientras la comunidad internacional se decide a poner fin a la carnicería del rey del petróleo en el norte de África