3 posts de julio 2008

Calificar la barbarie

La televisión no transmite el miedo. Eso es lo que debió sentir Abu Rahma el pasado siete de julio cuando, bajo el asfixiante calor de Cisjordania, los soldados israelíes lo maniataron y vendaron los ojos. Dice que antes le habían dado una buena paliza por participar en una manifestación contra el muro, en el pueblo de Na´alin.

Uno de los militares, parece ser que un teniente coronel, tuvo la sangre fría de colocar al joven palestino en una buena posición para que un soldado le disparase, prácticamente a quemarropa, en el pie o la pierna – no se aprecia bien – a unos dos metros de distancia.

En fin, como dijo el maestro Sevilla hace unos días en su blog, “la brutalidad no tiene medida”. Quien quiera una buena ración de barbarie puede verlo en la página web del diario israelí Haaretz.

Supuestamente, el soldado utilizó balas de caucho, unos proyectiles de acero recubiertos de ese material que, los eufemismos castrenses describen como “menos letales”. Se recomienda no dispararlas a menos de 40 metros porque, más cerca, pueden causar graves heridas e incluso la muerte.

- Según como te dé – me dijo una vez Osama, un neurocirujano de la franja de Gaza acostumbrado a sacar proyectiles de los cuerpos – puede ser peor que una bala normal porque la herida es más sucia y astilla el hueso.

El ejército israelí lo califica de hecho aislado. Dice que ha abierto una investigación y que, si procede, llevará a los responsables ante la justicia, pero hay más preguntas. Según la prensa israelí – que ha estado ejemplar publicando los hechos – el soldado ha declarado que recibió la orden de disparar. Las mismas fuentes declaran que el teniente coronel se mostró sorprendido por el disparo y que todo – según la investigación – pudo deberse a un malentendido entre ambos. Una portavoz del ejército ha expresado sus dudas sobre la edición – el proceso de montaje – del vídeo.

Desde la otra parte, los palestinos se preguntan dónde se escondieron, aquel 7 de julio, los principios de la llamada “única democracia de Oriente Próximo”. Sus portavoces dicen que es sólo uno más de los abusos de poder que comete el ejército israelí y lo califican de terrorismo de estado propio de las antiguas dictaduras.

Lo que ocurrió aquel día lo grabó una niña palestina de 14 años y lo ha difundido B´Tselem, una organización defensora de los derechos humanos que ha repartido más de 100 cámaras entre palestinos de las zonas en conflicto para que graben los abusos que comenten, generalmente, los colonos judíos. Están colgados en su página web. Allí puede verse una buena colección de brutalidades. Desde el apaleamiento a unos pastores palestinos por cuatro enmascarados, hasta los testimonios de árabes que enseñan sus heridas y cuentan como los agredieron.

Gracias a internet y a las nuevas tecnologías ahora, vosotros, podéis ver, juzgar y decidir cómo calificar lo sucedido con más independencia de lo que os contamos desde los grandes medios de comunicación. Hacedlo.

Respeto a los muertos

Daniel, un lector de nuestro blog, me pide respeto para los muertos. Yo respeto a los muertos porque he visto morir a israelíes y palestinos. Y no me refiero a los cadáveres. Me refiero a que los he visto y filmado mientras agonizaban, con los ojos perdidos y la garganta seca, después de que se les acabaran las fuerzas para gritar, de que se les fuera la vida a chorros por las heridas abiertas.

Daniel dice que me olvido de que han asesinado a cuatro israelíes en el último texto que publico. No es cierto. Cuando yo lo escribí, habían muerto tres y así está escrito.

¿Sabéis? La sangre no es como en las películas. La sangre huele y, cuando hay mucha, es un olor que se mete en la garganta, que la humedece hasta la náusea y que eriza los pelos de la piel y de la nuca. Es igual la de los palestinos que la de los israelíes porque, la sangre es sangre.

Recuerdo mi primer atentado en Jerusalén. Daniel Peral, entonces jefe del área de internacional de TVE, me había mandado aquí a sustituir a Ángela Rodicio en un arrebato de locura o de inconsciencia supina que le agradeceré toda la vida.

Yo estaba comiendo un solomillo poco hecho en el Focaccia, un restaurante del centro de la ciudad, cuando oímos la explosión.

- ¿Qué ha sido eso? – pregunté a la camarera, una chica morena de ojos oscuros cuya bonita sonrisa desapareció bruscamente tras la detonación.

- Creo que otra bomba – respondió mientras dejaba en la mesa un refresco de cola.

Podía escucharse el tintineo de los hielos chocando entre sí y con el vaso porque le temblaba el pulso. Pagué la cuenta sin terminar de comer y llamé al cámara. Le dije que nos encontraríamos en el lugar del atentado y salí corriendo. Cuando llegue al cruce de Jaffa con Queji, a unos siete minutos del restaurante, había un autobús de línea reventado por la explosión, parecido a cómo quedaron los vagones del 11-M. Un terrorista suicida del brazo armado de Hamas, creo recordar que disfrazado de judío ultraortodoxo, había matado a 14 personas y herido a otras muchas. Una mujer lloraba y gritaba tanto que parecía que el corazón se le iba a salir por la boca.

- Su hija está gravemente herida. Va a morirse – me dijo Kobi, el cámara, mientras filmaba la masacre.

La explosión fue tan grande que, en los edificios colindantes, había trozos de carne humana pegados a las paredes, a los restos del autobús y a las columnas de unos soportales. Varias moscas comían en uno de ellos y olía a sangre y a carne quemada. Igual que en Beit Lahiya, tres años más tarde.

La ofensiva israelí sobre Gaza duraba ya varios días. Era un intento de liberar al cabo Gilat Shalit, capturado por milicianos palestinos aquel verano. Ese día hacía un calor insoportable. Un blindado israelí había quedado atrapado en las estrechas callejuelas y, para liberarlo, otros muchos entraron en el vecindario. Lo destrozaron.

El proyectil de un Merkava, el gran carro de combate israelí, alcanzó una casa. A través del tabique destruido podía verse parte del salón y del aseo, cuyos azulejos blancos estaban salpicados de sangre.

- Vamos por detrás, que están evacuando a los heridos – me dijo Bahjet, mi traductor, un tipo encantador – por aquí nos pueden pegar un tiro.

Al llegar, varias personas trasportaban en volandas a un miliciano sacudido, casi de lleno, por el disparo de un Merkava. Tenía el cuerpo lacerado por la metralla y las ropas hechas jirones y me pareció que me miraba. No era así. Sus ojos, nublados, estaban perdidos, como si buscara a alguien que pudiera ayudarle y no lo encontrara.

- No llegará al hospital, tiene las tripas fuera – dijo Bahjet.

Cuando los que le acarreaban llegaron a las puertas del coche que debía llevarle al centro médico los detuvieron. Los proyectiles israelíes habían alcanzado también casas con civiles dentro y había que sacarlos de allí. Otro hombre apareció con una niña de unos cuatro o cinco años en brazos. La sangre ya se había coagulado en los cabellos negros y rizados de la pequeña que tenía la cabeza echada hacia atrás, con los ojos cerrados. Sus mofletes eran gordos y de sus labios que, sin duda, minutos antes habrían podido esbozar la más bonita de las sonrisas salía un hilillo de sangre. Detrás venía una mujer con el vestido y el pañuelo típico palestino. No tuve fuerzas para preguntar – mal hecho – pero creo que era su madre porque sus ojos lloraban la misma amargura que la de la mujer de Jerusalén y su corazón también se le salía, masticado por la desesperación, entre los dientes apretados.

Yo he visto sufrir y morir a palestinos e israelíes y por eso, los respeto a ambos y más, a sus muertos porque, cuando ves morir a alguien, se va con él una parte de ti mismo.

Desde el comienzo de la intifada de al Aqsa, mis compañeros y yo hemos contado miles de historias como estas. Más de cinco mill veces sobre palestinos y más de mil sobre israelíes, según las cifras oficiales de ambas partes. Todos, en este y otros conflictos, creo, respetamos a los muertos y víctimas pero no a los verdugos, torturadores y terroristas. No a los que matan a civiles, vayan de uniforme o no y salgan sus órdenes de innobles escondrijos o de fastuosos despachos presidenciales.

Un ataque en la puerta

Parece sorprendente pero, en esta parte del mundo, hay tantas noticias que algunas vienen a donde estamos los periodistas en lugar de ir nosotros a por ellas. Yo estaba en el servicio cuando empezó todo. Oí a Taly, nuestra editora de vídeo, delgada e, hiperactiva como siempre, gritarle al cámara:

- ¡Dani, agarre la cámara y una batería y baje a la calle! ¡Deprisa!

Cuando salí me acerqué a la ventana de la oficina. Allí estaban Jaled, nuestro traductor y Jessica, la productora. Desde allí se veía un autobús municipal volcado de costado sobre la acera, con los pasajeros todavía dentro y un coche aplastado. El tremendo impacto lo había subido a la mediana que separa la calzada de las obras del tranvía.

- Parece un accidente – dijo Jessica – Dani y Taly ya han bajado.

-¿Qué ha pasado?

- Una excavadora ha embestido al autobús y a los coches y ha huído.

Como aquí hay accidentes que parecen atentados y atentados que parecen accidentes cogí el micrófono de TVE y una batería e intenté alcanzar a Dani y a Taly. La calle era un hervidero de gente. Algunos intentaban sacar a los pasajeros por la luna delantera del autobús, que estaba rota. Unos metros más allá, la excavadora seguía arrollando a vehículos y peatones. Entre todo aquel barullo yo intentaba alcanzar a Dani pero, debido a una distensión muscular en la pierna izquierda que no contaré como me hice para no dar la razón a los que me tachan de gilipollas, no podía. Quería correr pero mis andares eran una mezcla entre los de Chiquito de la Calzada y la carrera de Paquillo Fernández, el corredor de marcha.

- ¡Bensoná! ¡Bensoná! – que en hebreo significa hijo de puta, gritaba una mujer fuera de sí, enfundada, creo recordar, en una especie de malla oscura.

La policía ya había reducido al conductor del buldózer, que quedó inconsciente. Algo, quizás una pedrada lanzada por un transeúnte, le hizo despertar y reanudó su marcha asesina que ya había dejado huérfana a una bebé de unos meses. Subido en la cabina de la excavadora, un soldado de permiso, estudiante de una yeshiva, arrebató la pistola al policía que forcejeaba con el conductor. La amartilló y le descerrajó varios tiros en la cabeza.

Dani, que ese día fue el más listo de la clase, lo filmó todo. Sus imágenes fueron las mejores . Había otras de la BBC pero no tenían toda la secuencia. En fin, mejor rendimiento con la décima parte del presupuesto.

Taly, mientras, le llevaba cintas y baterías y Jessica buscaba información en la calle y pegada al teléfono. A Jaled lo dejamos en la oficina porque no era buena idea que un palestino pasease entre miles de judíos enfurecidos. Yo puse la cara en ese reportaje y recibí muchas felicitaciones pero, como dijo Rosa Calaf en su blog hace unos días : “yo sólo no haría nada”. Todos hicieron un gran trabajo.

Ahora la policía israelí dice que Hussam Dwayat, el árabe israelí que llevó a cabo el ataque, en el que murieron tres israelíes y decenas resultaron heridos, no pertenecía a ningún grupo armado y que actuó solo. Estaba casado y su mujer esperaba el tercer hijo.

La BBC publica que, según una organización de derechos humanos palestina, las autoridades israelíes le habían multado con unos 35.000 euros por construir ilegalmente su casa. Ese grupo mantiene que no fue un atentado, sino la venganza de un tipo que consumía drogas y tenía un pasado salpicado por la delincuencia contra los que, además, querían destruir su vivienda . Dicen que, en su misma situación hay miles de palestinos en Jerusalén y que es una reacción que podía producirse y podría repetirse. Israel asegura que es un atentado terrorista contra civiles y yo, mientras me coloco la rodillera y pongo la pierna en alto, me pregunto: ¿Dónde está la línea que separa ambas definiciones?

Óscar Mijallo


¿Desde qué muro? Porque aquí hay muchos muros.
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