1 posts de noviembre 2013

Las cuchillas de Melilla

Abro la temporada de este blog con un tema que nada tiene que ver con Londres ni el Reino Unido. Aunque bien mirado, la inmigración en todas sus dimensiones afecta a Europa en su conjunto, especialmente a aquellos países que por razones geográficas, económicas o históricas se han convertido en los últimos años en lugares de recepción de personas en busca de una vida mejor.

Dicho esto, tengo que reconocer que ha habido una razón de peso que me ha llevado a escribir sobre este tema. Y es que en su día pude conocer personalmente la mezcla de sentimientos, por llamarlo de alguna manera, que empuja a una persona a lanzarse sobre la famosa valla de Melilla y sus cortantes cuchillas.

Allá por el verano de 2005 el reportero de la corresponsalía de TVE en Rabat, Keko Dorado y quien esto escribe decidimos conocer de cerca la tragedia de los inmigrantes subsaharianos en su última etapa en Marruecos. Porque en las anteriores, nos contaban ellos mismos, muchos morían en la arena del desierto víctimas de cualquier enfermedad o simplemente de hambre y sed. Hombres, mujeres y niños.

Pero ya frente a Melilla quedaban atrás todas las penalidades del Sahara y la vida clandestina en Marruecos, donde por cierto viven perseguidos y apaleados por la policía. Y con Europa ya enfrente, “solo” queda saltar una valla de seis metros de altura reforzada con una concertina (qué palabra tan dulce, me recuerda a guillotina, será porque corta rápida y limpiamente) de afiladas cuchillas.

Así que como les contaba, nos fuimos a los bosques de Farhana y Mariuari, en el lado marroquí de la valla, para comprobar con el objetivo de nuestra propia cámara cómo se las ingeniaban para tratar de saltar el muro de alambre. Entablamos contacto rápidamente. Los malienses, especialmente simpáticos y educados, nos hicieron un hueco en su campamento. Todos jóvenes, castigados por las carencias, pero físicamente fuertes. No había sitio para los débiles, que se habían quedado por el camino.

No fue difícil ganarnos su confianza. Además de compartir comida les facilitamos lo que más necesitaban: vendas, alcohol, gasas, desinfectante… Todos tenían las manos cortadas, los pies heridos o una brecha sin cerrar en mitad de la cabeza. El culatazo de un gendarme marroquí, una carrera atropellada en mitad de la noche o el alambre de la valla habían sido los culpables. Pero nada ni nadie les iba a parar. “Esa valla la saltaré aunque la suban hasta el cielo”, fue la frase mítica de uno de ellos.

Y así fue. Después de un corto sueño junto al fuego, esa misma noche grabamos cómo con unas escaleras artesanales hechas con troncos, protegidos con harapos y empujados por la miseria que les mordía las espaldas, un grupo se lanzó sobre la valla sin mirar para atrás. Solo les preocupaba que la ronda de la Guardia Civil y la de los mehanis marroquíes no les impidiera el paso. Algunos lograron el objetivo, otros fueron detenidos. No importaba, habría más oportunidades.

Todo esto quedó reflejado en varios Telediarios y en un reportaje que se emitió en Informe Semanal y que llevaba por título “El salto de la valla”. Para qué más rodeos.

De aquella experiencia me quedó una idea clara: Ya puede el gobierno de turno, del signo que sea, poner las vallas con los alambres y las cuchillas que quiera que mientras la miseria no se ataje en su origen siempre habrá alguien dispuesto a jugarse la vida. Nosotros podemos ponernos más o menos dignos diciendo que las cuchillas son una salvajada, que son inhumanas. Les aseguro que para los subsaharianos que tratan de saltar, esas hojas afiladas que frenan el paso no son lo más inhumano que han encontrado desde que dejaron sus casas. Alguien dirá que esa no es razón para que nosotros las pongamos en nuestra frontera. Y es cierto, pero que tenga claro quien diga eso que pedir que las quiten no le hace mejor persona, ni contribuye con ello a paliar los sufrimientos de los inmigrantes subsaharianos.

Porque ellos han vivido un auténtico vía crucis ya antes incluso de dejar sus países. Han dejado seres queridos por el camino, han sufrido persecución, desprecio, hambre, enfermedad…¿Queremos comportarnos como seres humanos con ellos? Pues no nos limitemos a pedir que no pongan cuchillas, pidamos que quiten la valla entera. Ah, que tampoco es eso…Pues no nos hagamos trampas al solitario y respondamos con franqueza: ¿Queremos que entren libremente en nuestro país sí o no? Y una vez obtenida la respuesta, actuemos en consecuencia. O quitamos la valla al completo o ponemos todos los medios para que no puedan saltarla. Quien crea que el alambre de espino al final de una valla de seis metros entra dentro de lo razonable y civilizado, y que las cuchillas son algo propio de personas sin escrúpulos, lo único que hace es adormecer su conciencia.

Porque si actuáramos en conciencia, lo que deberíamos hacer es evitar que llegaran incluso a esa valla. Deberíamos evitar que dejaran sus casas, que atravesaran el desierto, que fueran maltratados en países que nuestros gobiernos reconocen como amigos. Porque la valla, al final, no es su muro de las lamentaciones, es el nuestro.

Entendamos cuanto antes que el fenómeno de la inmigración es como el Sol. Imparable, necesario, vital. Los hombres y mujeres llegados de otros lugares ayudan y contribuyen al desarrollo y transformación de sociedades y países, como el astro rey aporta a nuestros cuerpos las vitaminas y los elementos necesarios para que la vida siga. Pero cuidado con la sobreexposición. Usen protección. Lo dicen los dermatólogos. No hace falta que les explique las consecuencias.

Miguel Ángel Idígoras


El título de este blog “London.es” no es más que una declaración de intenciones. La realidad de esta ciudad británica –que para muchos es la menos británica de las ciudades británicas- y de un país pero desde la perspectiva de un español.
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