Apartar la mirada
Las duras imágenes que estos días nos llegan de los refugiados sirios tratando de llegar a Alemania han traído a mi memoria algunos recuerdos de los seis años (2001-2007) que pasé en Marruecos como corresponsal. Me cuesta olvidar el impacto inicial que me produjo la dimensión de la pobreza imperante en el país que me acogía. En la España que yo acababa de dejar también había mendigos, gente sin hogar y mujeres con bebés entre sus brazos pidiendo limosna. Pero lo de Marruecos era distinto. No era una mendicidad puntual, localizada en núcleos urbanos deprimidos y en segmentos sociales más o menos definidos y perfectamente identificables. Allí la pobreza se hacía omnipresente. Como dirían los castizos, formaba parte del paisaje.
Sin proponérmelo, en pocos meses acabé conociendo las mil y una formas en que la miseria le mira a uno a la cara con la intención dejarle una arruga de dolor. Estaba claro que mi condición de occidental contribuía a convertirme en candidato a ser abordado diariamente por toda clase de mendigos. En los mercados, los semáforos, las cafeterías o en la puerta de casa. El problema no era cuestión de unas monedas más o menos. Era verme la cara todos los días con gente necesitada que, sin palabras, apelaba a mi conciencia y a mi caridad. Seguramente no era su intención, pero me hacían sentir responsable de una injusticia que hasta entonces había permanecido ajena a mi vida. O eso creía.
Cuando compartí esta opinión con otros colegas españoles o franceses, descubrí que todos vivían sensaciones y experiencias similares.
Hasta cierto punto era lógico y normal. Éramos profesionales privilegiados en un país con un alto índice de pobreza. ¡Qué esperábamos!
Recuerdo la historia de un hombre maduro, desdentado, con un traje raído y zapatos que posiblemente morirían sin conocer el betún. Me abordó en el centro de Rabat para contarme la película de terror en que se había convertido su vida. Mantenía un tono de dignidad para describir la enfermedad degenerativa que sufría. La pérdida del puesto de trabajo, de ingresos. La ausencia de cobertura sanitaria y de cualquier otra prestación social. La indigencia. Y lo peor, la falta de respuesta a las demandas de su familia. Había descubierto con dolor, pero de manera inevitable, que su hija de 18 años se prostituía para cubrir sus gastos más elementales.
Este hombre no pedía limosna, al menos explícitamente. Reconoció que buscaba un acercamiento solidario, el simple gesto de comprensión de quien, si no en ese momento, tal vez en el futuro pudiera ayudarle. Le pregunté lo obvio: porqué me contaba eso a mí, a un desconocido, y no a un familiar, a un amigo, un vecino…
La clave estaba en que yo, por alguna razón, no aparté la vista cuando me paró en la calle. Cuando descubrió que mi mirada no evitaba la suya supo inmediatamente que tendría en mí un interlocutor, un leve rayo de esperanza. “Eso les distingue a ustedes, los europeos, del resto de la gente adinerada de este país”, me dijo.
Y fue entonces, -al ver mi cara de asombro, supongo- cuando me dio a conocer un código para mí desconocido, pero que luego pude comprobar era ampliamente utilizado por los marroquíes más pudientes. Describió con detalle cómo debía actuar si quería evitar con eficacia a la legión de menesterosos con que me cruzaba cada día: “Cuando vea que se acercan hacia usted con la intención de pedir, gire la cabeza hacia el lado opuesto y coloque la palma de la mano frente a la otra persona, dejando claro que no quiere que se acerque más. Y no se le ocurra mirarle a los ojos, porque entonces no se la quitará de encima”.
De hecho los mendigos callejeros de Marruecos saben que no tienen nada que hacer con los adinerados del país cuando actúan así. Mirada esquiva y una mano que hace de barrera física. Nada más disuasorio. Insistir es perder el tiempo, o peor.
Fue un tiempo duro. Una época en la que llegué a sentir que mi salud estaba en peligro.
tv perú dijo
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20 nov 2017