Vereshchagin y el Salvaje Este
lunes 11.jul.2011 por Carlos Franganillo 1 Comentarios
“Sus cuadros son el mejor seguro contra la guerra”, le dijo el káiser Guillermo II al pintor ruso Vasily Vereshchagin. En 1897, el emperador alemán asistía a la exposición del artista en Berlín, y sus lienzos sobre las campañas rusas en Asia Central plasmaban con exactitud fotográfica la barbarie de aquella y de todas las guerras. Un rostro de miseria y horror poco frecuente en las obras de la época, más propensas a ensalzar las grandes victorias y a adornarlas con coronas de laurel.
Un ataque inesperado, Vasily Vereshchagin. Galería Tretyakov de Moscú.
Se graduó en la Academia Naval pero abandonó durante un tiempo la vida castrense para dedicarse a la pintura, hasta que la guerra contra Turquía en los Balcanes le obligó a tomar las armas. Volcaría aquella experiencia en obras como ésta, en la que muestra el horrible coste de la victoria.
Campo de batalla cerca del Paso de Shipka, Vasily Vereshchagin. Galería Tretyakov de Moscú.
La guerra del Turkestán y la conquista de la última frontera.
Unas décadas después de que los colonos europeos se lanzaran al asalto del Oeste americano, Rusia se enfrentaba a la inmensa estepa, de igual modo que los cosacos encararon el vasto llano para conquistar Siberia en el siglo XVI y alcanzar el Pacífico, un siglo más tarde.
Derrotado en la guerra de Crimea, el ejército del zar veía en la campaña del Turkestán una oportunidad de redimirse y una misión civilizadora que buscaba someter a la región (Kazajistán, Turkmenistán, Tayikistán, Uzbekistán y Kirguizistán), solar -entonces y ahora- de distintas tribus musulmanas, de origen turco en su mayoría.
En 1867, la inquietud y el deseo de aventura empujaron a Vereshchagin a aceptar el ofrecimiento del general Kaufman, responsable de la campaña, que le propuso incorporarse a sus tropas en calidad de agrimensor. La empresa militar le convertirá en un valioso testigo de su tiempo. En sus lienzos plasmará una ofensiva sanguinaria y cruel, donde uno y otro bando alcanzan niveles similares de salvajismo. Una realidad bien distinta de la que se imagina en los salones de Moscú y San Petersburgo.
Como cuenta el historiador británico Orlando Figes en El baile de Natasha, “el general Kaufman se enfureció tanto cuando vio los cuadros que comenzó a gritarle y a insultarle y llegó a atacarlo físicamente en presencia de otros oficiales. El Estado Mayor condenó los cuadros como una “infamia contra el ejército imperial” y proclamó que debían ser destruidos”.
Por fortuna, la intercesión del zar permitió que sus obras hayan llegado hasta nuestros días, pero la campaña de desprestigio le obligó a dejar Rusia poco después, angustiado por decenas de amenazas de muerte. A partir de entonces dio rienda suelta a su atracción por el Este. Viajó a la India y cruzó a pie el Himalaya, retratando a las gentes del Tíbet.
Rusia le desterró y pasó el resto de su vida en Europa Occidental, hasta que en 1904 se le presentó la última oportunidad de regresar a Oriente. En plena guerra ruso-japonesa, el almirante Makarov le incorporó a su flota como pintor pero una mina hundió el buque en el que navegaba y murió ahogado, como la mayoría de la tripulación.
La vida de Vereshchagin no debió de ser muy diferente de la de muchos fotoperiodistas, cámaras de televisión y reporteros que hacen su trabajo en las zonas de conflicto. Con ellos comparte la obsesión por mostrar la guerra en toda su crudeza y desnudarla de artificios y oropeles. Inspirado por las historias de Tamerlán, el caudillo turco-mongol que apilaba los cráneos de sus enemigos muertos, Vereshchagin pintó una de sus obras más célebres: La Apoteosis de la Guerra. Un contundente discurso que resumía las experiencias de un hombre que vivió gran parte de su vida junto a la pólvora y la disciplina militar.
La Apoteosis de la Guerra, Vasily Vereshchagin. Galería Tretyakov de Moscú.