La iguana Juanita
Si de mí dependiera dejaría que esta entrada fuera escrita por Juanita, la iguana.
Juanita, como todas las iguanas, tiene tres ojos —el parietal, en la parte media de la cabeza, es un óvalo pálido como una luna— y puede navegar visualmente distinguiendo formas, sombras, colores y movimientos a grandes distancias.
Esta entrada merece la vista de un lagarto herbívoro de ánimo paciente, escamas sedosas como la falda de la reina de una rave y una retina extra para tramitar el significado de los impulsos circundantes.
Esta entrada es la última de Distrito Latino. El blog cierra por mandato de la empresa que lo acoge en sus servidores y ha pagado mis servicios —textos, fotos y vídeos— desde agosto de 2011. No hace falta un ojo parietal para vislumbrar el motivo: recorte de colaboradores.
Quisiera ser Juanita, que pasea sobre el hombro de su dueño por el barrio de la Misión sabiendo que es admirada y saludada con dulces piropos mientras el hombre que la lleva encima, uno de esos centroamericanos algo pasados de kilos pero con la piel como una corteza de ceiba, muestra su orgullo por estar dónde está tapándose la cabeza con la gorra del equipo local de béisbol, los Giants.
Quizá al dueño de Juanita, como a tantos cientos de miles como él, le toque sudar en una cadena de cocina por un salario por debajo del mínimo legal, porque todo lo que se come en San Francisco —y en pocas ciudades se come tanto y con una pasión casi psicótica— lo preparan los latinos: el sushi, la ensalada birmana, las crepes y todas las formas imaginables de fast food tapona arterias.
Acaso al hombre del lagarto no le importe la explotación porque allá de donde salió, digamos Guatemala o Yucatán, sólo le esperaba mirar el cielo, sudar sin nada a cambio, postergar la próxima bala... Lo envidio por el milagro de verlo dejando que los niños acaricien a la bella Juanita.
Mis tres años en San Francisco, parte de los cuales han quedado fijados aquí, me han servido para desmontar un gran cliché relacionado con el título de este blog, Distrito Latino.
Los latinos como tal, esa gran familia que corea en los Grammy a Calle 13 y se vende como una y grande en las promociones de las cadenas de televisión para latinos, sólo existen para los censos electorales y para que algunos saquen tajada de esa maldición llamada raza cuando, si algo nos han enseñado la historia y sus tragedias, es que sólo hay una, la de los seres humanos vengan de la tierra que vengan y traigan el color de piel que el azar genético les depare.
Lo cierto es que en los EE UU los mexicanos no soportan a los guatemaltecos, los cubanos desprecian a los salvadoreños, los puertoriqueños —clase aparte: tienen pasaporte yanqui aún cuando pidan la independencia para la isla a la primera cerveza— se alían contra todos los demás...
Lo latino es una entelequia publicitaria para vender planes telefónicos, un montaje de pseudo artistas para solicitar ayudas públicas por volver a cantar la misma guaracha que cantaban sus ancestros en 1950, una mafia de manejadores culturales elevados a categoría de chamanes, una gran y burda mentira para que algunos departamentos universitarios monten meritajes y organicen recitales de poesía de rima fácil donde rotan hasta el vértigo algunas palabras que han dejado de ser palabra para devenir en tótem: maíz, sol, madre, revolución, abuelito, gozadera...
Tribalizados, carentes de empatía hacia las demás tribus, los latinos a los que he conocido en San Francisco —un par de alertas: hay dos o tres excepciones y quizá la culpa sea sólo un efecto de mi carencia de ojo parietal— obedecen a dos perfiles.
El primero: los mandarines que tocan la conga con engreimiento y se reclaman hijos de una mesoamérica arcádica a la que desbarataron entre los conquistadores españoles primero y después los gringos, a quienes ahora no tienen empacho en reclamar su tajada de dinero público racial.
El segundo: la gente que, como el dueño de Juanita, escapó de una vida miserable y cruzó la raya para ganarse el pan e intentar ejercer el derecho a ser medianamente feliz. A estos, cuyo perfil es de bajo nivel (sin estudios, sin afanes culturales, gente de campo y machete), no los verán nunca en ningún bochinche subvencionado de los primeros.
Mi culpa, mi grandísima culpa, fue mezclarme con aquellos y no con estos, no fijarme en la gente con iguanas en el hombro.
Como decir adiós no me gusta (mentar a las deidades en vano me parece trivial), les dejo con un deseo en letras de caja alta: SALUD.