Chris Strachwitz empezó a coleccionar discos a finales de los años cincuenta. Tenía poco más de veinte años -nació en 1931 en Gross Reichenau, en la Baja Silesia, un pueblo que entonces era alemán y ahora pertenece a Polonia- y desde 1947 vivía en los Estados Unidos.
En los salones de cine descubrió el embriagador sonido del jazz e investigando los vientres en los que esta música había sido concebida, se enteró de que el vasto territorio del país tenía ritmos tan diversos como los paisajes y las etnias.
Blues, country, hillbilly, cajun, gospel, tex-mex, working songs... Strachwitz estaba sediento del sonido vernáculo de la tierra.
Frecuentó durante años (aún lo sigue haciendo, a los 80) ventas de garaje, almacenes en liquidación, emisoras de radio en bancarrota, colecciones privadas despreciadas por los herederos de un muerto... Se citó en vacíos aparcamientos con turbios ejecutivos de casas discográficas que llevaban en el maletero del Cadillac todos los viejos discos de 78 revoluciones por minuto del archivo de la empresa, viajó a lejanas subastas en el interior de Texas, buceó entre los restos de casas destruidas por tornados...
- Todo lo hice para deducir dinero de mis declaraciones de impuestos, explica Strachwitz con una carcajada en su despacho-babel de El Cerrito, un pueblo del este de la bahía de San Francisco en el que se asienta la casa discográfica Arhoolie Records, fundada en 1960, uno de los sellos independientes más prestigiosos en la conservación de la música rural.
De los cientos de miles de discos de la colección personal del fundador de Arhoolie, hay unos 130.000 que constituyen un especial tesoro, una lección cantada de historia, tragedia, esperanza y sueños: The Frontera Collection (La colección de la frontera), que guarda la práctica totalidad de las grabaciones musicales de la fecunda música mexicano-estadounidense, también llamada música norteña, editadas entre 1905 y 1990.
Están trabajando en el proceso de catalogarlas y digitalizarlas. Empezaron en 2001 pero queda mucha labor por delante: hay miles de acetatos de 78 y 45 revoluciones por minuto, elepés y cintas de casete que todavía esperan para ser fichados.
La biblioteca sonora (sin ánimo de lucro) puede escucharse en parte en línea. Un archivero, Antonio Cuellar (que también es músico: toca en el grupo de ska latino La Plebe), se dedica a digitalizar las canciones, etiquetarlas por género, artista, discográfica y palabras clave, escanear los discos y, cuando existen, las cubiertas.
De gran parte de los artistas no hay ni una sola referencia. Se trata de aficionados o cantantes eventuales que cobraban diez dólares por grabar una canción para casas discográficas efímeras que pretendían colarse en el mercado de la música de baile norteña.
La riqueza tímbrica es pasmosa: han catalogado casi tres mil subgéneros. Algunos permiten presentir sabores desconocidos: vals bajitos, tragedias rancheras, merequetengues, tokimbés, yaravis, tortilla music, chiviricos, orquidea porro…
La temática tampoco se queda corta: ejecuciones, trabajos esclavizantes, asesinatos por honor, adulterios, muertes accidentales, sed de amor, abusos, borracheras, mala fortuna, suicidios, tiroteos, lamentos…
Strachwitz, que muestra el almacén (prefiere llamarlo "hogar") de The Frontera Collection en el vídeo que acompaña esta entrada, tuvo el coraje de enfrentarse en los tribunales a los siempre avaros Rolling Stones, que en 1971 quisieron hacer pasar por suya, para evitarse el pago derechos, la canción You Gotta Move del disco Sticky Fingers (1971).
Ante los jueces Strachwitz demostró que la pieza era de Mississippi Fred McDowell y del reverendo Gary Davis, dos pioneros del blues rural. Los Rolling Stones pactaron un arreglo extrajudicial a cambio de la retirada de la demanda, incluyeron a los compositores reales en todos los prensajes futuros del disco y pagaron las consiguientes regalías. Con el dinero el bluesman Mississippi Fred McDowell, que vivía casi en la indigencia, pudo edificar su primera casa en propiedad.
- Mick Jagger y Keith Richards nunca vinieron a verme. No tengo el placer. Me hubiera gustado invitarles a unas cervezas por el favor que nos hicieron, dice Strachwitz.