Anticipo de primavera en color y blanco y negro
Nadie sufre el ansia de primavera con tanto dolor como el magnolio. Desde finales de enero los 184 géneros de la familia avanzan la floración, espectacular como pocas, anunciando antes de fecha, como con prisas, que la oscuridad invernal comienza a flojear y la luz vuelve a triunfar en la circular batalla de las estaciones.
La temperatura benévola de este invierno en San Francisco ha ayudado a las magnolias. En el Jardín Botánico de la ciudad, donde hice la foto de tonos arrebatados que abre esta entrada, organizan, como cada año, un paseo por las magnolias. Están muy orgullosos de la colección y tienen motivos: acaba de cumplir 75 años y es la más importante reunida en un botánico fuera de China.
En el Botánico de San Francisco, que es de entrada gratuita para los vecinos de la ciudad, viven 49.000 mil ejemplares de 8.500 tipos de plantas de todo el mundo.
Fui al jardín este fin de semana para adelantarme yo también a la primavera. A veces es saludable comportarte como los árboles y las plantas.
El botánico ocupa una mínima porción del Golden Gate Park, el parque urbano más bonito de los que conozco. Gana de calle a Central Park (Nueva York) en tamaño y paz y a Hyde Park (Londres) en esplendor. Los jardincitos afrancesados de sendero de pedregal y parterre mírame-y-no-me-toques ni siquieran merecen ser introducidos en la pugna.
El Golden Gate Park tiene una superficie de 411 hectáreas (algo así como 450 campos de fútbol) y forma de rectángulo. Llega desde la zona de Haight hasta el océano Pacífico, una distancia de unos cinco kilómetros. Trece millones de personas visitan el parque cada año. Yo tengo la fortuna de vivir cerca, a ocho manzanas.
Es tarea difícil describir un parque, sobre todo cuando no se trata de una de una obra de landscape artificioso con un prima donna de la arquitectura detrás. Acaso baste con indicar que el Golden Gate no es notable por su inmensidad, sino porque imita a la naturaleza. En la casi imposible tarea no queda mal parado.
El parque nació por necesidad y capricho. Superada la mitad del siglo XIX, en San Francisco comenzaron a hacerse tangibles las ganancias de la Fiebre del Oro: abrieron grandes bancos, se levantaron masiones victorianas, se estableció Chinatown -con descendientes de los trabajadores que construyeron, en condiciones de esclavismo, el tren transcontinental- y se tendieron las primeras líneas de tranvías...
La ciudad reclamaba extenderse, buscar territorio para nuevos desarrollos residenciales donde acoger a la mano de obra emigrante que llegaba atraida por la mítica llamada de California. ¿Qué mejor anzuelo que un parque para llamar a la madera, el cemento y el ladrillo?
Los señores de la foto son los padres del Golden Gate Park. Los gestos hacen justicia a sus respectivos ánimos. A la izquierda, el ingeniero William Hammond Hall (1846-1934), un utopista de las obras civiles que se empeñó en convertir en un vergel las outside lands (tierras exteriores) de la ciudad, un terreno yermo de dunas de arena venteadas por el feroz Pacífico.
A la derecha, el jardinero jefe John McLaren (1846-1943), un escocés cultivado en el valor benéfico sobre el alma del green, aunque, en su caso, no parece haberle dulcificado: era cruel con los operarios a su cargo, que se alertaban unos a otros ("wild game is coming!", decían: "¡llega la locura!") cuando le veían aparecer en tareas de supervisión.
El carácter incansable de Hall, los conocimientos hortícolas de McLaren y el dinero de los Cuatro Grandes, el lobby de millonarios que estaba tras el ferrocarril transcontinental, hicieron posible el milagro. Asentaron el terreno plantando más de 200.000 árboles y en 1886 el complejo de dunas era un vergel.
Aunque el departamento de Parques y Jardines del Ayuntamiento de San Francisco atraviesa malos tiempos, con déficits acumulados de unos 10 millones de dólares anuales (unos 7,5 millones de euros) desde hace cinco años y congelación de plantilla (850 empleados para 220 instalaciones en una ciudad donde el aire libre y la cesta de pícnic son religión), el Golden Gate Park -que, por cierto, no tiene nada que ver con el puente del mismo nombre- funciona de manera bastante eficaz.
El parque, limpísimo y bien conservado, es edénico si se aplican los estándares españoles: la hierba puede ser utilizada (ningún absurdo letrero advierte que está prohibido pisarla, como si se tratara de un fresco prerromano), hay instalaciones sanitarias suficientes (¡y con papel higiénico y jabón!) para no convertir los setos en letrinas, se puede optar por el silencio de un umbrío jardín de rocas o la limpieza abierta de grandes praderas, sobran las mesas de madera para meriendas y otros festejos, los cubos de basura, los carteles informativos, hay varios museos en el interior del parque...
Aunque en mi visita de este fin de semana me dejé llevar por el magnetismo de los colores y acabé haciendo las fotos que he insertado hasta ahora en esta entrada con la Canon 5D digital, mi intención inicial era retratar la primavera en el parque con cámaras analógicas y película en blanco y negro que revelo yo mismo en casa.
Llevé dos viejas amigas, una Holga 120S -nada de lomografía, no soy de esa tribu esnob: la mía me costó menos de 20 euros- y una Pouva Start de los años cincuenta que compré de segunda mano en Berlín por aún menos. Coloco para cerrar el post algunos de los pequeños milagros que salieron de sus humildes carcasas y lentes plásticas. También en blanco y negro proletario la primavera ha llegado antes al Golden Gate Park.
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