Ha pasado un año desde que llegué a San Francisco. El primer aniversario es una excusa pertinente para las conclusiones. No son definitivas, por supuesto, pero tampoco adolecen de la subjetividad de las turísticas, a menudo empañadas por lo mucho que te sajaron por aquella mala cena o lo impertinente del comportamiento del taxista que te adjudicó el azar.
Van pues una docena de corolarios, salpicados por algunas de las muchas fotos que he disparado en esta ciudad de mil facetas, que hace unos días fue colocada en una encuesta en el quinto lugar entre las áreas metropolitanas más felices de los EE UU.
1. ¿Europa? ¡Cette même! Todavía enganchados al magnetismo sentimental de la generación perdida, los sanfranciscanos, en cada uno de cuyos corazones reside un imposible Scott Fitzgerald ("Francia es un país, Inglaterra es gente, EE UU es un disparate"), tienen clara la verdadera dimensión de Europa: empieza en el Bosque de Boulogne y termina en las Tullerías. Europa es París y pare usted de contar: ni el angst de Kierkegaard ni la elegante deseperación de Pessoa tienen nada que hacer frente a la galante perfección de una viennoiserie. En San Francisco hay que llamar a los negocios fancy con nombres franceses: Fleur de Lys, Carte Blanche, La Boulange... Todo vale con tal de que tenga erres guturales faríngeas y sonidos nasales. A la misma debilidad por el encopetado spleen de la ciudad del Sena achacho la tendencia de las muchachas anglosajonas de San Francisco a vestirse de cabarateras del Moulin Rouge a las primeras de cambio. Si piensa venir a lucir españolismo, un aviso: le van a confundir con francés. Es como una gonorrea: sigue doliendo tras un año.
2. Reloj sin manecillas. Una canción de Tom Petty (que ocupa en exclusiva los circuitos de música de ambiente de ¡todas! las tiendas del Salvation Army, lo juro) establece que "la espera es el momento más duro". No debe coincidir el trovador con la sensibilidad mayoritaria de San Francisco, donde se practica la demora como si de la quinta virtud cardinal se tratara. Nada empieza a la hora señalada: ni una conferencia de prensa del alcalde, ni una inauguración, ni un pase de cine, ni una cita de negocios. En un concierto tuve que esperar para ver al artista una hora sobre la anunciada. Mientras mi españolito interior se debatía entre derribar el teatro o secuestrar al gerente, los asistentes locales seguían bebiendo cerveza y charlando en modo satori. A la pregunta when do we meet? ("¿a qué hora quedamos?"), la respuesta será siempre del tipo: eightish (un palabro que viene a ser algo así como "sobre las ocho" con un margen importante de tolerancia y conducente al inevitable "sobre las ocho pero llegaré cuando me apetezca").
3. Camioncitos mágicos. San Francisco es una ciudad donde siempre hay algo que hacer y, con frecuencia, con derecho de asistencia gratuito. Las posibilidades parecen diseñadas por un entrepeneur muy drogado: duelos con tubos de cartón; batallas colectivas de almohadas; ferias callejeras de sadomasoquismo (tal como lo están leyendo); festivales de jazz, rock, blues, bluegrass, dubstep o cualquier subgénero musical; quedadas de cosplay; carreras de lanchas-dragón; fiestas temáticas de toda calaña (hace unas semanas se celebró la del Gran Lewbowski)... Sea cual sea la jarana, y pese a que la ciudad tiene restaurantes y bares suficientes como para desayunar, comer y cenar cada día del año en un local distinto y sin repetir ninguno, jamás pueden faltar los food vendors, como les llaman ellos, o camioncitos mágicos, como prefiero llamarlos yo. Son camionetas-cocina donde se garantiza a los asistentes la administración de lipoproteínas chungas, pero con frecuencia sabrosas. Los camioncitos son de tal importancia que los organizadores de eventos los anuncian con antelación para que puedas ir organizando la agenda: "Este sábado voy al Festival de Jazz de Fillmore porque están Dr. Falafel, Mamas's Empanadas y Kung Fu Tacos". Los propietarios de camioncitos incluso se han asociado en Off the Grid, un sindicato sobre ruedas de barbacoas y otras viandas que se anuncia como una roaming mobile food extravaganza ("alarde de cómida ambulante"). Sin estos vehículos de prepararación de mazorcas con mucha mantequilla, chuletas, carnitas o gumbo no hay fiesta que valga.
4. El conductor de autobús más simpático del mundo. El civismo es norma y la sonrisa moneda de cambio en la ciudad. Viniendo de Madrid, donde te dan una dentellada tras el signo de apertura de la oración interrogativa y te regalan un Parabellum del nueve entre las cejas si te atreves con el de cierre, la cordialidad se recibe con una inicial prevención ("¿qué demonios quiere éste de mí?"), pero al cabo de unas semanas te descubres siendo cordial tú también, incluso con la china confuciana e inconmovible que no te perdona el céntimo de más por los ajetes. San Francisco, limpia, amable, tranquila, está poblada por personas encantadoras. Arquetipo: el conductor, rojizo, enorme, cercano a la jubilación, de una de las líneas de autobús público que utilizo. Da los buenos días, tardes o noches (el matiz entre afternoon y evening todavía no termino de pillarlo con precisión), sonríe, narra por el circuito cerrado de sonido los lugares por los que circulamos y se despide de cada viajero ("que tenga usted un feliz fin de semana", por ejemplo). Una señora le dijo en una ocasión: "Es usted el conductor de autobús más simpático del mundo". Él, esta vez muy circunspecto, dijo: "No, madam. Soy sólo uno más".
5. Mi startup. Como un buscador de fortuna del siglo XIX hechizado por la Fiebre del Oro, yo vine en busca de capital para mi startup. Entre tanto milmillonario del 2.0 con vaqueros y Nike blancas debe haber alguno interesado en la propuesta. Financian un karoke para el iPhone, una aplicación para convertir el teléfono en ama de llaves y otras ideas peregrinas, ¿no hay nada para mí? Avanzo la idea: instalar a lo largo de la ciudad, en puntos clave según los patrones de movilidad, lockers o casilleros de alquiler para poder dejar el paraguas, el chubasquero, las botas de agua, el abrigo y los calzoncillos térmicos que te permitan afrontar los cambios bruscos de la meteorología local: sales de casa a lo beach boy -chanclas, bermudas y camiseta hawaiana delictiva- y, dos horas después, la niebla es londinense y sientes como la pulmonía se te instala en el pecho. Los casilleros, que, por supuesto, podrían reservarse mediante una app, te permitirían sembrar la ciudad de fondos de armario para cada ocasión.
6. Diccionarios. Tema sensible en la tierra de la corrección política y la discrimanción positiva: los latinos. Voy a contar una experiencia personal sin dar nombres: lectura de "poesía en español" en una institución cultural pública de primera línea. Hay poetas buenos, normalitos y pésimos (sobre todo uno, el más afamado, becado y militante del indigenismo mesoamericano, una especie de maya profesional apostólico que, para rizar el rizo, es gay, es decir, intocable). Hasta ahí, normal: en todas las cenas hay un pelma. ¿Lo chocante? La coordinadora del acto apenas chapurrea el español y confiesa, tras la lectura de más calidad, que necesitaría "un diccionario" para entender lo que acaban de declamar. La curator, de profuso currículo docente, es necesario anotarlo, coordinaba un acto de "poesía en español". Casi siempre se dirigía al público en inglés.
7. Veinte kilos de arroz. El supermercado al que voy a hacer la compra diaria (el nombre de la cadena es de traca: Smart & Final, inteligente y definitivo) me asustó durante meses. Es un hangar de tamaño aeroespacial y neveras de congelación terminal donde venden sacos de arroz de 20 kilos y latas de frijoles cocidos de cinco litros. Ahora me lo tomo con humor, compró la opción pobre de cada producto (un paquete de sólo dos kilos de arroz, por ejemplo, los frijoles asustan a mi tracto instestinal) y disfruto del carácter atroz del escenario. Hay otras alternativas. Primera: la tienda china -que no desentonaría en cualquier ciudad de la provincia de Sichuan-, donde se impone la ley de la selva del oriental cut (corte oriental, el método de saltarse la cola a la brava), huele a no sabes qué pero no tienes claro si el olor procede de este mundo y nadie está dispuesto a ayudarte a encontrar las bread crumbs (pan rallado) porque nadie entiende inglés. No hace falta en Sichuan. Segunda: el Trader Joe's, que es un poco más europeo, aunque tienen que detallar en la etiqueta de las galletas que se trata de cookies for people (galletas para personas) porque parecen pienso de gatos. Tercera: el Wholefoods -la cadena favorita de Obama-, donde los dependientes son más guapos que los actores de una serie de la HBO y por una tableta de chocolate ("cuidadosamente seleccionado para un sabor excepcional, auténtico (...) artesano que ampliará su vocabulario culinario") pagas la tercera parte de la nómina.
8. "Really!? Oh My God! How Amazing!". Si eres un poco zoquete y crees que el estilo Erasmus puede ser practicado sin grosería por alguien de más de veinte años, esta tríada de expresiones (¿de veras?, ¡dios mío!, ¡cómo mola!) es lo único que necesitas para hacerte con una network social y ser considerado cool. Debes acompañarlas con un lenguaje gestual extremo y sobreactuado a lo Meryl Strepp. Una chica a la que conozco me anotó que la expresividad aparatosa ha calado con especial gravedad entre los rubios y he de confesar que tiene razón. San Francisco es a veces una verbena de anglosajones intercambiando really-oh-my-god-how-amazing a gritos y con gran aparato de muecas, tics, aspavientos y carantoñas. La alternativa light para los creyentes o los simpatizantes del Tea Party que no deseen nombrar a dios en vano es sustituir el Oh My God! por Oh My Gosh!, que no significa un carajo, o, en el colmo del letrismo extremista conservador, Oh My Word! (¡O mi palabra!).
9. ¿Qué es un hipster? Ven a San Francisco y descúbrelo por ti mismo. La ciudad donde nacieron los hipsters históricos, jazzeros, veloces y locos, es también la ciudad del nuevo hipster, un tipo de poder adquisitivo medio-alto, al que le aprieta la ropa, combina prendas peor que Luis Aguilé, le gusta la "fotografía analógica" pero hace fotos con Instagram, es usuario-fanático de Apple y utiliza gafas estruendosas aunque no tenga miopía. Desde hace unos años han invadido el barrio latino de la Misión, consiguiendo que los precios de los alquileres se disparen y los caseros expulsen a los vecinos tradicionales. Además de esnóbs y tontísimos, pretenden ser auténticos. "Imposible con esos pantalones", habría que advertirles.
10. LSD en el ADN. No hay otra manera de explicar el grado de alunamiento que se padece y disfruta en la ciudad: los abuelitos hippies de esta gente tomaron tantos tripis que el ácido lisérgico prendó en el patrón genético de los nietos. ¿Síntomas? Se desnudan a la mínima, hacen el mona y desaforan con perfecta naturalidad y parecen vivir en universos paralelos donde no rigen las leyes de éste. Un ejemplo personal: un joven vestido impecablemente según los cánones british avanza por la calle dando a cada persona con quien se cruza un billete de un dólar. No se trata de una cámara oculta o de una campaña de publicidad viral: es una simple acción. Los obreros latinos de una cuadrilla le piden más, pero él sigue avanzando, inmutable, dando un sólo billete, nuevo, como recién impreso, a cada viandante. Yo llevaba demasiado poco tiempo en San Francisco y actué como el tontolaba que soy: desconfié y me quedé sin mi dólar.
11. Miedo a Santana. El emplazamiento de San Francisco fue elegido por dios (la península, la bahía, los cetáceos, las colinas...), pero debió pensar en el último momento que estaba siendo demasiado injusto con las demás ciudades y clavó la uña en la tierra para fragmentarla con la falla de San Andrés, una de las cocinas sísmicas más fogosas del planeta. Hay movimientos casi diarios, pero no todos son perceptibles. Desde que llegué se han registrado cuatro más o menos potentes, aunque cortos, el último el lunes pasado, de 4 grados. Ya había sentido terremotos, pero de niño, en la lejana Caracas, y había sepultado la sensación. Es aterrador, pero también hipnótico, ver como las paredes -que son casi de papel- se ondulan como una sábana al viento, y no deja de ser cierto lo que dicen algunos veteranos: es algo muy superior a nosotros y sólo nos queda esperar a que termine. No pienso demasiado en la inevitable llegada del big one, el grande, esperado con risueño fatalismo por los sanfranciscanos, cuya ciudad sufrió un terremoto devastador en 1906 y otro con víctimas pero mucho menos destructor en 1989, pero tampoco me consuela saber que uno de los vecinos más egregios de la ciudad (y probablemente con más LSD en el ADN), Carlos Santana, hace cada día ceremonias chamánicas sobre la falla. Temo a Santana más que al terremoto.
12. Mi barrio. Vivo en Inner Richmond, un lugar que no es fancy ni cool, pero que me fascina. Las vistas son amplias, los parques y el océano están cerca y la luz tiene un velo cegador y lechoso. No deseaba establecerme aquí cuando llegué, pero los alquileres de la Misión son de vértigo -algún día alguien se vengará en mi nombre por la peste hipster- y aquí están un 20 por ciento más bajos. A un paso de casa está la mejor librería del mundo (¡regalan libros cada día!), al lado hay un colegio de primaria donde cada viernes suenan por el equipo de megafonía Rock Lobster y Werewolves of London (¡eso es educación y no Rosa León!) y en los cables de telefonía se posan cuervos de extrema elegancia. En casa somos felices, ya es "nuestra casa".