5 posts de marzo 2012

Santuario mundial de los tranvías

 

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Quizá la idea dominante en el exterior es que los tranvías de San Francisco no son eléctricos, de los que usan catenarías, sino de tracción por cable: una deliciosa anacronía reservada a turistas con ganas de deslizarse cuesta abajo montados en el estribo de un vehículo de madera del siglo XIX, un medio de transporte de escasa utilidad práctica para la movilidad urbana diaria.

Algo de eso hay: la ciudad es la única del mundo junto con Nueva Orleáns con líneas de tranvías cable (cablecars) activas: tres, que sirven sólo como atracción a los visitantes y utilizan coches declarados patrimonio histórico (el parque móvil es de sesenta), unidos a un potente motor central de 510 caballos de potencia.

Pero San Francisco es también el santuario mundial de los tranvías eléctricos (trolleys) para el transporte de viajeros.

Desde los años sesenta, la empresa pública San Francisco Municipal Railway, a la que todos conocen como MUNI, se ha dedicado a hacerse con los tranvías deshechados por otras ciudades del mundo, restaurarlos y devolverlos a su diginidad original, que sólo puede desarrollarse sobre los raíles y acarreando personas allá a dónde quieran o necesiten ir y no en un museo o soportando la intemperancia de los domingueros.

Lo primero que cautivó mi corazón cuando llegué a esta ciudad no fue la luz de cromo de los días soleados, la violencia de las nieblas imprevistas que se desprenden del Pacífico y huelen a novela de Joseph Conrad o las casitas europeizante de colores pastel y volutas victorianas. Mi primer amor en San Francisco iba sobre ruedas, estaba pintado de amarillo, avanzaba por la calle Market con una sinfonía de chirridos, vibraciones metálicas y timbrazos y tenía un no se qué gótico en la silueta de nave espacial retrofuturista.

  [Foto: Jose Ángel González]

Tras el poderoso pasmo inicial -un tranvía es evocación pura, un puñetazo contra el progreso fundado en el chip, un viva a la limpieza de la maquinaria, un poema futurista en movimiento-, puedes comprobar como cada uno de los vehículos es de su padre y de su madre: rojo, azul, naranja, verde, violeta..., todos contradictoriamente distintos en estos tiempos en los que prima el color corporativo entendido como el poder es mío según el metalenguaje de los iconos.

Luego caes en otra de las particularidades de esta red de paradojas: los tranvías lucen logotipos de otros lugares. Pueden ser de Milán, Dallas,Chicago, Nueva York, Boston, Los Ángeles, Zúrich, Hiroshima, Melbourne, Detroit, México DF, Minneapolis, Toronto...

Los casi 50 vehículos históricos que tiene en uso la ciudad (en la Línea F del MUNI, que circula a lo largo de la calle Market, el eje que vertebra la ciudad, desde Castro, el barrio gay, hasta Fisherman's Wharf) han sido remodelados con respeto exquisito en el interior, pero no adaptados al diseño y color del MUNI en el exterior. Siguen teniendo el mismo traje que cuando sirvieron con nobleza a los ciudadanos de otros lugares.

En una muy curiosa decisión -no imagino a ningún alcalde español resistiéndose a apropiarse de los tranvías vistiéndolos con los colores locales-, los viejos trolleys de San Francisco mantienen el aspecto con el que circularon en sus primeros destinos. La Línea F se convierte así en una especie de demostración práctica del error de condenar al desguace a un medio de transporte que no sólo funcionó, sino que puede seguir funcionando (en este mapa puede verse en directo dónde está cada tranvía en cada momento y coordinar tus movimientos por si te entra el capricho de montarte en uno u otro modelo).

  [Foto: Jose Ángel González]

MUNI, la séptima empresa de transporte de los EE UU por número de viajeros (200 millones al año), es una de las agradables sorpresas de esta ciudad. Das por supuesto que el transporte público en el país es malo o inexistente y encuentras una red de 75 líneas y un millar de vehículos -casi todos limpios, de cero emisiones- que te traslada a cualquier rincón de San Francisco durante las 24 horas.

La velocidad no es la mejor -la media no llega a los 20 kilómetros por hora-, la salud de la flota deja bastante que desear -el 70 por ciento de los vehículos tiene fallos graves de mantenimiento, corrosión y ¡frenos! (en la ciudad donde algunas calles no desmerecerían como puertos de montaña de categoría especial en el Tour)-, las finanzas agregan incertidumbre a la ecuación -el déficit es creciente y rondó los 29 millones de dólares (21,7 millones de euros) a finales de 2011-, estudian planes de despidos en la plantilla -2.200 trabajadores-...

El transporte público es casi tan utilizado como el privado en San Francisco (36 por ciento frente a 34) y las tarifas son razonables: 2 dólares (1,5 euros) por viaje con derecho a una hora y media de márgen para cambiar de línea de autobús, metro o tranvía. (Recomendación a visitantes: no opten por el abono. Es preferible comprar el billete a los conductores, que tienen discrecionalidad -el tique es manual- a la hora de fijar el límite del transfer y casi siempre alargan el tiempo, sospecho que por buena voluntad o por fastidiar a la empresa y su política de despidos y recortes).

Sé que puede parecer un poco frívolo reivindicar la belleza de viajar en un tranvía vintage con rótulos en italiano, pero, a la hora de elegir el modo de moverme, comparto la idea enunciada por Marlon Brando interpretando, con una camiseta tres tallas más pequeña, al bruto Stanley Kowalski en Un tranvía llamado deseo: ¿Recta? ¿Qué entiendes por recta? Una línea puede ser recta, o una calle, pero ¿el corazón de un ser humano?

[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]

Del campo de 'recolocación' al 'cosplay'

[Foto: Jose Ángel González]

Los japoneses-estadounidenses (japanese americans y nikkei beikokujin, les llaman en inglés y japonés) son un grupo étnico minoritario en los EE UU: hay menos de un millón y medio, incluyendo a los que proceden de familias mixtas formadas con otras razas. La mayor parte de ellos, unos 400.000, reside en California. En San Francisco hay unos 12.000 vecinos con algún porcentaje de ADN japonés en el código.

Aunque sean pocos, los japoneses se hacen notar. Lo suyo no es la opacidad confuciana.

La primera vez que vas a la Japantown de San Francisco, todo te parece tan cool como un baile de neones en la noche: buen sushi, edificios levantados según las leyes estéticas del silencio de los volúmenes -aunque los carteles oficiales desequilibran el satori al advertir que en la construcción fue utilizado asbesto, material cancerígeno-, quimonos de seda, cabinas de pikapika para hacerte las fotos más horteras de tu vida, mucha quincallería pop...

Aunque el brillo se mitiga cuando consultas las etiquetas con los precios, con excepciones limitadas a propietarios de saldos muy bien saneados, la zona es divertida y quizá te alegre la tarde una pandilla de cosplayers jugando a ser héroes.

[Foto: Jose Ángel González]
Resulta sobrecogedor pensar en la alta probabilidad de que los abuelos de estos adolescentes disfrazados de personajes de mangas, animes y videojuegos hayan estado encerrados durante toda la II Guerra Mundial en los campos de prisioneros en los que EE UU recluyó a la fuerza a 110.000 japoneses-estadounidenses de la costa oeste del país, al considerarlos peligrosos tras el ataque de Japón a Pearl Harbour y la consiguiente declaración de guerra.

La consigna de aquellos tiempos era: "A Jap's is a Jap" (Un 'japo' es un 'japo'). La pronunció nada menos que el teniente general John L. DeWitt, administrador del programa oficial de internamiento y arengador de la caza del amarillo: "No quiero a ninguna de esas personas [c0n ancestros japoneses] aquí. Son elementos peligrosos. No hay forma de comprobar su lealtad, aunque sean ciudadanos estadounidenses, son japoneses".

Algunos diarios hablaban con menos retórica. Los Angeles Times editorializó: "Una víbora es una víbora, sin importar donde se abra el huevo. De la misma manera, un japonés-estadounidense, nacido de padres japoneses, se convierte en un japonés, no en un estadounidense".

[Campo de 'recolocación' de Manzanar]
Los japoneses recolocados  -eufemismo elegido para evitar mencionar la verdad: se trataba de prisioneros-  eran en su gran mayoría (un 62 por ciento) ciudadanos estadounidenses. Se les internó en más de una decena de campamentos ubicados en lugares aislados, custodiados por militares y rodeados de alambre de espinos y otras medidas de alta seguridad.

El gobierno costeó una campaña publicitaria -que incluía este grosero cortometraje- para convencer a la opinión pública de que era necesario el confinamiento, la anulación de derechos sin delito previo ("ser japonés es un delito", opinaba DeWitt), el atropello de la dignidad y otras iniquidades morales y quebrantos de la legalidad.

Todo aquello ha sido barrido por la arena del tiempo. También la memoria de las dos bombas atómicas lanzadas por este país sobre población civil de Japón.

En San Francisco, uno de los primeros lugares de los EE UU donde se estableció una colonia japonesa (en 1873 vivían aquí 68 hombres, 8 mujeres y 4 niños), el punto central de Japantown -la ciudad japonesa más antigua y grande del país- se llama Plaza de la Paz y contiene una pagoda muy fea que sólo sirve como hito para marcar la ubicación del centro comercial (promovido por los grandes almacenes Kintetsu) al que se reduce Nihonmachi, nombre en japonés de la zona.

No esperen encontrar en Japantown un pequeño Tokio, pero tengan claro que cualquier accesorio de Hello Kitty estará disponible si les alcanzan los dólares.

[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]

Jerez de la West Coast

[Clara Rodríguez - Foto: Jose Ángel González]

Vivir fuera de España y ejercer el españolismo me da bastante apuro. Conjugo el verbo añorar, por supuesto, pero nunca en voz alta. No necesito gritar para sentir a quien no tengo.

Entenderán que el sábado fuese un poco alerta a La Lola, un muy conocido bar de tapas en los altos de la calle Mason, en cuyo sótano, al que han bautizado como Cava Baja, se iba a celebrar un "concierto secreto" de flamenco.

Escalando las perversas aceras de puerto de montaña de la zona, llegué al lugar esperando una experiencia cañí con mucha sangría y poca sangre. No descartaba una huida prematura y silenciosa.

Una vez más, la vida me ha mostrado que el juicio previo nos convierte en verdugos irracionales.

Lo que pasó el sábado en la Cava Baja tuvo arte, duende y magia. No es Jerez de la Frontera, pero en Jerez de la Frontera también hubieran aplaudido a rabiar.

  [Fanny Ara - Foto: Jose Ángel González]No soy, ni de lejos, un entendido, y poco puedo decir de técnica, métrica y palos. Me jacto de tener buen oído, de aceptar casi cualquier género musical (con el tango no puedo, lo siento) con tal de que no sea artificioso (de ahí mi aversión al tango) y de presentir dónde hay algo insustancial y misterioso que te atruena por dentro.

No voy a hablar desde una visión técnica de los cuatro derviches que oficiaron la ceremonia del sábado. No sabría hacerlo. Simplemente contaré quiénes son y dejaré que ustedes, con el relato y las fotos que les hice, se mueran de envidia por no poder tenerles cerca.

[Kina Méndez - Foto: Jose Ángel González]
Esta mujer se llama Kina Méndez y el flamenco, como ella dice, "lo traía en el código de barras". Nació en Jerez de la Frontera en 1978 y es sobrina, un silencio, por favor, de La Paquera, legendaria figura del cante racial y popular.

Kina llegó a EE UU en 2010. Venía por dos semanas, para hacer unos bolos, pero se ha quedado (en agosto consiguío la green card de residencia). "Aquí hay trabajo y oportunidades.Vivo de esto y no me lo creo. En España, tal como están las cosas, sólo viven diez del flamenco".

El público estadounidense le parece "muy respetuoso" con un arte que no terminan de asimilar del todo. "El flamenco es energía, hay que sentirlo, no entenderlo, es puro lenguaje corporal y a los americanos les llega", dice. Aunque a continuación matiza, entre carcajadas: "Claro que son un poco acojonaos y a veces tienes que exagerar más para llegarles".

[David Paez - Foto: Jose Ángel González]
El tocaor, David Páez (32, nacido en Córdoba), llegó hace dos años. Al verlo arrancarse por soleás y marcar una deriva de calado hondo, no sospecharías cómo se gana la vida: es doctor en Biología Molecular y vino con un contrato post-doctoral a trabajar en la Universidad de Berkeley.

"Cuando llegamos mi mujer y yo, con seis maletas y dos guitarras, nunca nos podíamos imaginar que en la zona de la Bahía hubiese tanta gente metida en el flamenco. Hay actuaciones todas las semanas".

[Clara Rodríguez - Foto: Jose Ángel González]Clara Rodríguez, nacida hace 30 años en Santa Bárbara, una de las ciudades de California con más tradición flamenca (tienen un festival estable desde 2000), es hija de padre estadounidense y madre chicana y estudió baile desde muy chica. Vivió en Sevilla y Granada durante tres años.

"¿Qué siento cuando bailo? Es difícil de explicar, porque lo tengo interiorizado. Creo que es un asunto de energías: la energía que entra en ti es la misma que sale de ti".

[Fanny Ara - Foto: Jose Ángel González]
Fanny Ara es una de las bailarinas de flamenco más conocidas y premiadas de los EE UU. Nacida hace 28 años en el País Vasco francés, iba para bailarina de clásico español, pero Sevilla se le apareció en un sueño.

"Todo estaba listo para irme a Madrid a seguir estudiandoy soñé que tenía que ir a Sevilla, que Sevilla me llamaba. Mi madre casi me mata, creyó que estaba loca. Aparecí en Sevilla sin conocer a nadie. En el lugar en el que me hospedaba escuché como alguien zapateaba. Bajé al piso de abajo, toqué la puerta y era Juana Amaya. El flamenco me estaba esperando".

Llegó a San Francisco hace nueve años ("me enamoré de un americano") y acaba de ser nombrada finalista de los premios de este año de la Vilcek Foundation, que se conceden a extranjeros que hayan realizado una apotación notable a la sociedad de los EE UU.

¿Moraleja? Aprendan de mi experiencia: Jerez de la Frontera está en todas partes.

  [Clara Rodríguez - Foto: Jose Ángel González]

[David Paez - Foto: Jose Ángel González]

[Kina Méndez - Foto: Jose Ángel González]

[Fanny Ara - Foto: Jose Ángel González]

 

Doce conclusiones tras doce meses en San Francisco

[Foto: Jose Ángel González]

Ha pasado un año desde que llegué a San Francisco. El primer aniversario es una excusa pertinente para las conclusiones. No son definitivas, por supuesto, pero tampoco adolecen de la subjetividad de las turísticas, a menudo empañadas por lo mucho que te sajaron por aquella mala cena o lo impertinente del comportamiento del taxista que te adjudicó el azar.

Van pues una docena de corolarios, salpicados por algunas de las muchas fotos que he disparado en esta ciudad de mil facetas, que hace unos días fue colocada en una encuesta en el quinto lugar entre las áreas metropolitanas más felices de los EE UU.

1. ¿Europa? ¡Cette même! Todavía enganchados al magnetismo sentimental de la generación perdida, los sanfranciscanos, en cada uno de cuyos corazones reside un imposible Scott Fitzgerald ("Francia es un país, Inglaterra es gente, EE UU es un disparate"), tienen clara la verdadera dimensión de Europa: empieza en el Bosque de Boulogne y termina en las Tullerías. Europa es París y pare usted de contar: ni el angst de Kierkegaard ni la elegante deseperación de Pessoa tienen nada que hacer frente a la galante perfección de una viennoiserie. En San Francisco hay que llamar a los negocios fancy con nombres franceses: Fleur de Lys, Carte Blanche, La Boulange... Todo vale con tal de que tenga erres guturales faríngeas y sonidos nasales. A la misma debilidad por el encopetado spleen de la ciudad del Sena achacho la tendencia de las muchachas anglosajonas de San Francisco a vestirse de cabarateras del Moulin Rouge a las primeras de cambio. Si piensa venir a lucir españolismo, un aviso: le van a confundir con francés. Es como una gonorrea: sigue doliendo tras un año.

[Foto: Jose Ángel González]
2. Reloj sin manecillas. Una canción de Tom Petty (que ocupa en exclusiva los circuitos de música de ambiente de ¡todas! las tiendas del Salvation Army, lo juro) establece que "la espera es el momento más duro". No debe coincidir el trovador con la sensibilidad mayoritaria de San Francisco, donde se practica la demora como si de la quinta virtud cardinal se tratara. Nada empieza a la hora señalada: ni una conferencia de prensa del alcalde, ni una inauguración, ni un pase de cine, ni una cita de negocios. En un concierto tuve que esperar para ver al artista una hora sobre la anunciada. Mientras mi españolito interior se debatía entre derribar el teatro o secuestrar al gerente, los asistentes locales seguían bebiendo cerveza y charlando en modo satori. A la pregunta when do we meet? ("¿a qué hora quedamos?"), la respuesta será siempre del tipo: eightish (un palabro que viene a ser algo así como "sobre las ocho" con un margen importante de tolerancia y conducente al inevitable "sobre las ocho pero llegaré cuando me apetezca").

3. Camioncitos mágicos. San Francisco es una ciudad donde siempre hay algo que hacer y, con frecuencia, con derecho de asistencia gratuito. Las posibilidades parecen diseñadas por un entrepeneur muy drogado: duelos con tubos de cartón; batallas colectivas de almohadas; ferias callejeras de sadomasoquismo (tal como lo están leyendo); festivales de jazz, rock, blues, bluegrass, dubstep o cualquier subgénero musical; quedadas de cosplay; carreras de lanchas-dragón; fiestas temáticas de toda calaña (hace unas semanas se celebró la del Gran Lewbowski)... Sea cual sea la jarana, y pese a que la ciudad tiene restaurantes y bares suficientes como para desayunar, comer y cenar cada día del año en un local distinto y sin repetir ninguno, jamás pueden faltar los food vendors, como les llaman ellos, o camioncitos mágicos, como prefiero llamarlos yo. Son camionetas-cocina donde se garantiza a los asistentes la administración de lipoproteínas chungas, pero con frecuencia sabrosas. Los camioncitos son de tal importancia que los organizadores de eventos los anuncian con antelación para que puedas ir organizando la agenda: "Este sábado voy al Festival de Jazz de Fillmore porque están Dr. Falafel, Mamas's Empanadas y Kung Fu Tacos". Los propietarios de camioncitos incluso se han asociado en Off the Grid, un sindicato sobre ruedas de barbacoas y otras viandas que se anuncia como una roaming mobile food extravaganza ("alarde de cómida ambulante"). Sin estos vehículos de prepararación de mazorcas con mucha mantequilla, chuletas, carnitas o gumbo no hay fiesta que valga.

[Foto: Jose Ángel González]
4.
El conductor de autobús más simpático del mundo. El civismo es norma y la sonrisa moneda de cambio en la ciudad. Viniendo de Madrid, donde te dan una dentellada tras el signo de apertura de la oración interrogativa y te regalan un Parabellum del nueve entre las cejas si te atreves con el de cierre, la cordialidad se recibe con una inicial prevención ("¿qué demonios quiere éste de mí?"), pero al cabo de unas semanas te descubres siendo cordial tú también, incluso con la china confuciana e inconmovible que no te perdona el céntimo de más por los ajetes. San Francisco, limpia, amable, tranquila, está poblada por personas encantadoras. Arquetipo: el conductor, rojizo, enorme, cercano a la jubilación, de una de las líneas de autobús público que utilizo. Da los buenos días, tardes o noches (el matiz entre afternoon y evening todavía no termino de pillarlo con precisión), sonríe, narra por el circuito cerrado de sonido los lugares por los que circulamos y se despide de cada viajero ("que tenga usted un feliz fin de semana", por ejemplo). Una señora le dijo en una ocasión: "Es usted el conductor de autobús más simpático del mundo". Él, esta vez muy circunspecto, dijo: "No, madam. Soy sólo uno más".

5. Mi startup. Como un buscador de fortuna del siglo XIX hechizado por la Fiebre del Oro, yo vine en busca de capital para mi startup. Entre tanto milmillonario del 2.0 con vaqueros y Nike blancas debe haber alguno interesado en la propuesta. Financian un karoke para el iPhone, una aplicación para convertir el teléfono en ama de llaves y otras ideas peregrinas, ¿no hay nada para mí? Avanzo la idea: instalar a lo largo de la ciudad, en puntos clave según los patrones de movilidad, lockers o casilleros de alquiler para poder dejar el paraguas, el chubasquero, las botas de agua, el abrigo y los calzoncillos térmicos que te permitan afrontar los cambios bruscos de la meteorología local: sales de casa a lo beach boy -chanclas, bermudas y camiseta hawaiana delictiva- y, dos horas después, la niebla es londinense y sientes como la pulmonía se te instala en el pecho. Los casilleros, que, por supuesto, podrían reservarse mediante una app, te permitirían sembrar la ciudad de fondos de armario para cada ocasión.

[Foto: Jose Ángel González]
6. Diccionarios.
Tema sensible en la tierra de la corrección política y la discrimanción positiva: los latinos. Voy a contar una experiencia personal sin dar nombres: lectura de "poesía en español" en una institución cultural pública de primera línea. Hay poetas buenos, normalitos y pésimos (sobre todo uno, el más afamado, becado y militante del indigenismo mesoamericano, una especie de maya profesional apostólico que, para rizar el rizo, es gay, es decir, intocable). Hasta ahí, normal: en todas las cenas hay un pelma. ¿Lo chocante? La coordinadora del acto apenas chapurrea el español y confiesa, tras la lectura de más calidad, que necesitaría "un diccionario" para entender lo que acaban de declamar. La curator, de profuso currículo docente, es necesario anotarlo, coordinaba un acto de "poesía en español". Casi siempre se dirigía al público en inglés.

7. Veinte kilos de arroz. El supermercado al que voy a hacer la compra diaria (el nombre de la cadena es de traca: Smart & Final, inteligente y definitivo) me asustó durante meses. Es un hangar de tamaño aeroespacial y neveras de congelación terminal donde venden sacos de arroz de 20 kilos y latas de frijoles cocidos de cinco litros. Ahora me lo tomo con humor, compró la opción pobre de cada producto (un paquete de sólo dos kilos de arroz, por ejemplo, los frijoles asustan a mi tracto instestinal) y disfruto del carácter atroz del escenario. Hay otras alternativas. Primera: la tienda china -que no desentonaría en cualquier ciudad de la provincia de Sichuan-, donde se impone la ley de la selva del oriental cut (corte oriental, el método de saltarse la cola a la brava), huele a no sabes qué pero no tienes claro si el olor procede de este mundo y nadie está dispuesto a ayudarte a encontrar las bread crumbs (pan rallado) porque nadie entiende inglés. No hace falta en Sichuan. Segunda: el Trader Joe's, que es un poco más europeo, aunque tienen que detallar en la etiqueta de las galletas que se trata de cookies for people (galletas para personas) porque parecen pienso de gatos. Tercera: el Wholefoods -la cadena favorita de Obama-, donde los dependientes son más guapos que los actores de una serie de la HBO y por una tableta de chocolate ("cuidadosamente seleccionado para un sabor excepcional, auténtico (...) artesano que ampliará su vocabulario culinario") pagas la tercera parte de la nómina.

[Foto: Jose Ángel González]
8. "Really!? Oh My God! How Amazing!"
. Si eres un poco zoquete y crees que el estilo Erasmus puede ser practicado sin grosería por alguien de más de veinte años, esta tríada de expresiones (¿de veras?, ¡dios mío!, ¡cómo mola!) es lo único que necesitas para hacerte con una network social y ser considerado cool. Debes acompañarlas con un lenguaje gestual extremo y sobreactuado a lo Meryl Strepp. Una chica a la que conozco me anotó que la expresividad aparatosa ha calado con especial gravedad entre los rubios y he de confesar que tiene razón. San Francisco es a veces una verbena de anglosajones intercambiando really-oh-my-god-how-amazing a gritos y con gran aparato de muecas, tics, aspavientos y carantoñas. La alternativa light para los creyentes o los simpatizantes del Tea Party que no deseen nombrar a dios en vano es sustituir el Oh My God! por Oh My Gosh!, que no significa un carajo, o, en el colmo del letrismo extremista conservador, Oh My Word! (¡O mi palabra!).

9. ¿Qué es un hipster? Ven a San Francisco y descúbrelo por ti mismo. La ciudad donde nacieron los hipsters históricos, jazzeros, veloces y locos, es también la ciudad del nuevo hipster, un tipo de poder adquisitivo medio-alto, al que le aprieta la ropa, combina prendas peor que Luis Aguilé, le gusta la "fotografía analógica" pero hace fotos con Instagram, es usuario-fanático de Apple y utiliza gafas estruendosas aunque no tenga miopía. Desde hace unos años han invadido el barrio latino de la Misión, consiguiendo que los precios de los alquileres se disparen y los caseros expulsen a los vecinos tradicionales. Además de esnóbs y tontísimos, pretenden ser auténticos. "Imposible con esos pantalones", habría que advertirles.

[Foto: Jose Ángel González]

[Foto: Jose Ángel González]

10. LSD en el ADN. No hay otra manera de explicar el grado de alunamiento que se padece y disfruta en la ciudad: los abuelitos hippies de esta gente tomaron tantos tripis que el ácido lisérgico prendó en el patrón genético de los nietos. ¿Síntomas? Se desnudan a la mínima, hacen el mona y desaforan con perfecta naturalidad y parecen vivir en universos paralelos donde no rigen las leyes de éste. Un ejemplo personal: un joven vestido impecablemente según los cánones british avanza por la calle dando a cada persona con quien se cruza un billete de un dólar. No se trata de una cámara oculta o de una campaña de publicidad viral: es una simple acción. Los obreros latinos de una cuadrilla le piden más, pero él sigue avanzando, inmutable, dando un sólo billete, nuevo, como recién impreso, a cada viandante. Yo llevaba demasiado poco tiempo en San Francisco y actué como el tontolaba que soy: desconfié y me quedé sin mi dólar.

11. Miedo a Santana. El emplazamiento de San Francisco fue elegido por dios (la península, la bahía, los cetáceos, las colinas...), pero debió pensar en el último momento que estaba siendo demasiado injusto con las demás ciudades y clavó la uña en la tierra para fragmentarla con la falla de San Andrés, una de las cocinas sísmicas más fogosas del planeta. Hay movimientos casi diarios, pero no todos son perceptibles. Desde que llegué se han registrado cuatro más o menos potentes, aunque cortos, el último el lunes pasado, de 4 grados. Ya había sentido terremotos, pero de niño, en la lejana Caracas, y había sepultado la sensación. Es aterrador, pero también hipnótico, ver como las paredes -que son casi de papel- se ondulan como una sábana al viento, y no deja de ser cierto lo que dicen algunos veteranos: es algo muy superior a nosotros y sólo nos queda esperar a que termine. No pienso demasiado en la inevitable llegada del big one, el grande, esperado con risueño fatalismo por los sanfranciscanos, cuya ciudad sufrió un terremoto devastador en 1906 y otro con víctimas pero mucho menos destructor en 1989, pero tampoco me consuela saber que uno de los vecinos más egregios de la ciudad (y probablemente con más LSD en el ADN), Carlos Santana, hace cada día ceremonias chamánicas sobre la falla. Temo a Santana más que al terremoto.

[Foto: Jose Ángel González]
12. Mi barrio.
Vivo en Inner Richmond, un lugar que no es fancy ni cool, pero que me fascina. Las vistas son amplias, los parques y el océano están cerca y la luz tiene un velo cegador y lechoso. No deseaba establecerme aquí cuando llegué, pero los alquileres de la Misión son de vértigo -algún día alguien se vengará en mi nombre por la peste hipster- y aquí están un 20 por ciento más bajos. A un paso de casa está la mejor librería del mundo (¡regalan libros cada día!), al lado hay un colegio de primaria donde cada viernes suenan por el equipo de megafonía Rock Lobster y Werewolves of London (¡eso es educación y no Rosa León!) y en los cables de telefonía se posan cuervos de extrema elegancia. En casa somos felices, ya es "nuestra casa".

[Foto: Jose Ángel González]

 

 

El Tenderloin se convierte en Twitterloin

Zona del proyecto municipal
El mapa forma parte del documento oficial de la Central Market Economic Strategy (Estrategia económica para la zona centro de Market) [PDF], el proyecto estrella del alcalde San Francisco, el demócrata-pero-menos Ed Lee, un neoliberal y defensor a ultranza de la idea de la ciudad como centro de grandes corporaciones tecnológicas.

En el área resaltada en el callejero con tramas verde y violeta viven unas 38.000 personas censadas, está ubicada en el centro de la ciudad, en torno a la fundamental calle Market y algunas importantes sedes administrativas, entre ellas el Ayuntamiento.

Hice estas fotos hace unas horas.

[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]

[Foto: Jose Ángel González]
El barrio de Mid Market o Central Market, como también se le llama, es la patria de los sin vida, el territorio de quien guarda todas sus posesiones en un carrito birlado a una cadena de supermercados (a la que jamás, por otro lado, consentirían acceder a este tipo de outsiders).

Homeless, adictos al crack, jóvenes avejentados y cuarentones con un pie en la tumba, prostitutas de bajo rango, buscavidas y alcohólicos viven 24 horas al día el Tenderloin, topónimo histórico y diario que el alcalde y sus socios no quieren utilizar porque está manchado. Uno de los primeros consejos que recibe todo recién llegado a la ciudad es: "No vayas al Tenderloin".

Conocía el barrio antes de venir. Lo retrata con sórdida ternura el escritor William T. Vollmann (1959), la orquidea negra e incómoda de la literatura y el periodismo contemporáneos, en Whores for Gloria, un libro-verdad de 1991 que puede leerse en español (aunque, tras la primera edición, han eliminado la palabra whores, putas, del título).

En el Tenderloin es inevitable caer casi por despiste si paseas por el downtown de San Francisco. Es un barrio de unas cincuenta manzanas insertado en el centro cívico, financiero y cultural de la ciudad. Callejeas, te dejas llevar, aprecias que cada vez abundan más los locales tapiados y los hoteluchos que ofrecen habitaciones por horas y terminas entre una pandilla de yonquis desdentados disfrutando de la acera.

Anecdotario personal en el Tenderloin. Una mujer a la que invité a un cigarrillo me ofreció a cambio una calada de su pipa de crack. Un joven negro, cuyos ojos saltones no se apartaban de mi cámara de fotos, me intentó camelar para llevarme a un callejón ("necesito una taza de sopa y allí hay un quiosco donde la venden, ¿me acompañas a comprarla?"). Ayer, mientras rondaba por el barrio, la cámara era como el aleph sobre el que convergían las miradas de los sin nada. Es un maldito pecado pasearse por las trincheras de la miseria con un aparato que cuesta tres mil dólares.

No es un lugar para sentirse cool, desde luego. Tampoco para sentirse inocente.

[Foto: Jose Ángel González]
El plan del alcalde Lee -su principal apuesta ejecutiva en esta legislatura- es limpiar el Tenderloin. Por supuesto, no utiliza el verbo limpiar, demasiado desinfectante y sincero para un político al que gustan la doblelengua y la apariencia. Lee habla de "revival strategy" (estrategia de renacimiento).

El caramelo que el primer edil ha puesto bajo la lengua de las megaempresas del 2.0 es: cero impuestos durante seis años de los ocho siguientes a la instalación en el Tenderloin, siempre que las firmas añadan empleos a sus plantillas (no se especifica cuántos, de modo que con uno bastaría para dejar de tributar a las dañadas arcas de la ciudad). Un cálculo conservador estima que el ahorro en tasas podría rondar los 50.000 dólares anuales.

La oferta -sería más exacto decir capitulación- ya ha dado sus primeros frutos. Varias e-corporaciones han comprado locales en la zona (Zendesk, una compañía danesa dedicada al software fue la primera en llegar) y lo mejor está por venir. Twitter negocia para establecer su cuartel general en el edificio Mart, entre las avenidad 9ª y 10ª, propiedad de la influyente familia billonaria Shorenstein.

Algunos analistas ya han anunciado que "la burbuja ha vuelto" y que, como ocurrió con el primer boom del 2.0, no se están teniendo en cuenta ni la equidad ni la justicia social, sino los intereses inmobiliarios y cortar bien el cesped para que los milmillonarios de Internet no se pinchen las plantas de los pies con malas hierbas.

Otros síntomas de que la gentrificación sin prisioneros del Tenderloin está en vías de consumación es la aparición de locales de fancy food, algunas boutiques y el anuncio, hace unos días, de que el American Conservatory Theater ha comprado el abandonado cine Strand.

En la página web del lobby Central Market Partnertship no hay ningún plan concreto sobre qué va a pasar con las miles de almas muertas que pueblan el Tenderloin (eso sí, se destaca el índice de delitos de la zona, casi todos menores, y se menciona que la gente "orina y defeca en la calle").

Como única medida precisa, Lee ha prometido una nueva comisaría de Policía para este año. El local, una oficina de unos 50 metros cuadrados en la calle 6ª, tenía ayer carteles sobre los cristales anunciando el proyecto y polvo y telarañas en el resto de las microinstalaciones.

De aquí a un año no habrá putas, crack y miseria en Twitterloin. Los habrán trasladado a otro barrio. El hashtag #yonqui nunca será trending topic.

[Foto: Jose Ángel González]

Jose Ángel González


Crónicas vitales de un periodista español emigrado a la Bahía de San Francisco, en California, el estado con mayor presencia de latinos e hispanohablantes de los Estados Unidos.
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