6 posts de abril 2012

De sede de la milicia a mega plató de porno extremo

La Armería de San Francisco [Foto: Jose Ángel González]

El devenir de este enorme edificio de espantoso estilo neomorisco podría servir como parábola histórica del recorrido moral del último siglo: de la represión al porno duro, pasando antes por la divertida banalidad de la Guerra de las Galaxias.

En 1912, cuando empezó la construcción —terminada en 1914—, el edificio tenía el objetivo de ser armería y acuartelamiento de la Guardia Nacional, el cuerpo represivo por excelencia de los EE UU (ahora tiene casi 500.000 reservistas y voluntarios), utilizado por los gobernadores estatales para hacerse cargo del orden público cuando las cosas se les ponen feas a los policías locales. Más tarde se convirtió en escenario de veladas de boxeo  —llegó a ser bautizado como el Madison Square Garden del Oeste— y luego fue set de cine para algunas de las escenas de batallas espaciales de la primera parte de la Guerra de las Galaxias. Desde 2010 es la sede de producción de películas pornográficas para Internet más grande del mundo.

En las instalaciones de la Armería se celebraron combates de boxeo [Foto: Wikipedia]
La Armería, que tiene 61.000 metros cuadrados de superficie útil en cuatro pisos y varios sótanos, está ubicada en la esquina de la calle Missión y la Avenida 14ª. Es el cuartel general de Kink.com [este enlace conduce a una web con contenido duro y destinado a adultos], una empresa dedicada al negocio de la pornografía online, con canales sobre sexualidad extrema: desde fetichismo, hasta dominación y sumisión, bondage, sexo con máquinas y peleas de gatas.

El cerebro y director ejecutivo de Kink es Peter Acworth, un inglés de 41 años, hijo de un jesuita, aficionado desde joven al encordamiento sexual y empresario emprendedor saludado desde las páginas de The Wall Street Journal como un vecino modélico implicado en los asuntos del barrio en donde produce varios centenares de películas porno cada año.

Peter Acworth [Foto: Peter McCollough http://www.petermccollough.com]
Cuando compró la Armería en 2006 por 14,5 millones de dólares (unos 10,5 millones de euros) hubo bastante oposición a la llegada del imperio del porno e incluso desde la Alcaldía de la ciudad se comentó que no se trataba precisamente de un orgullo que la empresa se instalase cerca de varios centros escolares, pero Acworth se ha encargado de acallar las opiniones negativas aprovechando el ambiente friendly fetish (amigable con el fetichismo) de la ciudad y, sobre todo, con la ayuda de algo que al empresario le sobra: dinero.

El rey del porno online,  que cuando se estableció en San Francisco en 1996 grababa las películas en un apartamento de alquiler, ha remozado la Armería —bastante destrozada después de tres décadas de abandono—; contribuido a vender adecuadamente la recuperación de un edificio patrimonial; apoyado a organizaciones vecinales —financiando, por ejemplo, el Armory Comunity Center—; publicitado dádivas, como la donación a la ONG de la puerta de al lado de Kink, Arriba Juntos, de 5.000 (3.800 euros) dólares, limosna mínima dada la facturación del imperio: según los últimos datos que he encontrado, 17 millones de dólares en 1997 (casi 13 millones de euros).

Kink, una de cuyas acepciones en inglés es vicio, oculta con celo a las miradas externas las grabaciones y shows porno en tiempo real del interior del castillo. Para completar la estrategia de construcción-devuelta-a-la-ciudad, organizan visitas guiadas por zonas no delicadas del edificio: sótanos, algunos salones, un riachuelo subterráneo... Hace unos días el grupo Guerra Contra la Pornografía Ilegal reclamó un boicot contra estos tours al entender que en las instalaciones se rodaban filmes que "humillaban" a las mujeres.

De vez en cuando, Kink.com recibe a periodistas incrustados que admitan el tutelaje de la empresa [un ejemplo: este reportaje, amplísimo y complaciente]. Pedí al departemento de relaciones públicas del emporio que me dejasen entrar en las instlaciones para hacer un reportaje fotográfico y escrito. Las dos líneas de respuesta decían: "Desafortunadamente, no podemos adaptarnos a su petición de una mirada a los entresijos de kink.com. Quizá podamos colaborar en algo en el futuro".

Funeral de los dos obreros muertos a balazos de la Guardia Nacional en la huelga portuaria de 1934 en San Francisco [Foto: Calisphere, California Digital Library]

El miercóles sangriento (5 de julio de 1934) es uno de los episodios más negros de la historia de San Francisco: dos estibadores del puerto fueron asesinados por disparos de los feroces reservistas de la Guardia Nacional llamados para reprimir una huelga portuaria que las autoridades consideraban que estaba manejada por "comunistas".

Las milicias de la Guardia Nacional —traidas de otras poblaciones para evitar la empatía con los huelguistas— estaban alojadas y atrincheradas en la Armería, desde cuyos torreones lanzaban gases lacrimógenos a cuanta persona se acercase.

Ahora hay dos banderas en los mismos torreones: una arcoiris gay y otra de los Estados Unidos. En el interior, es admisible suponer que una muchacha atada —"ninguna modelo es obligada a actuar contra su voluntad", aseguran en las webs de Kink.com— hace gimnasia sexual violenta, afiebrada, aparentando placer y dolor, con varios hombres y una máquina. La última idea de Acworth es organizar una representación real, para público capaz de pagar, de la novela de dominación y sumisión Historia de O.

Una de las acepciones de San Francisco también es vicio.

Colocándose para el año de la marihuana

[Foto: Jose Ángel González]

La pancarta del joven de la foto —"¿Quieres colocarte?"— tiene motivaciones comerciales. Invita a la compra de cigarrillos de marihuana (tres porros por 5 dólares, unos 3,8 euros), pero también podría servir como lema para calentar motores ante una temporada que en el estado de California, donde 1,95 millones de personas declaran haber consumido marihuana en el último mes, va a ser fundamental en el debate sobre la legislación en torno a la hierba.

La imágen del voceador público de productos derivados del cannabis —el menú era variado: había desde brownies y galletas para los que prefieren colocarse por vía gástrica, hasta aceite esencial de THC o aderezo para ensaladas— es del sábado, 20 de abril (4:20, Día Internacional de la Marihuana), en el Golden Gate Park de San Francisco. Aunque no hay cifra oficial de asistentes porque la celebración fue espontánea y sin organizadores, es bastante justo afirmar que en el momento álgido de la fiesta hubo entre 5 y 10.000 personas alcanzando en comunión diferentes grados de colocón. En algunas zonas, dada la concentración de humo de marihuana, no era necesario gastarse un centavo: con ser fumador pasivo bastaba.

[Foto: Jose Ángel González]

Al contrario que otras celebraciones en San Francisco —ordenadas y desarrolladas con gran sentido cívico pese al grado de locura, que suele ser elevado—, el 4:20 es lo más parecido que he experimentado aquí a estar en un botellódromo español. Las autoridades locales no colocaron ni una sola letrina, ni tampoco organizaron puntos de recogida de basura, desidia que derivó en un más que lamentable estercolero colectivo.

El desinterés —bastante infantil, algo así como "si no miro, no existen"— era palpable también en la actitud de los escasos doce agentes de policía, que observaban la bacanal cannábica desde lejos y presuntamente charlando sobre beísbol, pese a que la posesión de más de 28,5 gramos de maría es una infracción que conlleva una multa de 100 dólares, unos 77 euros —10 días de arresto y 500 dólares si estás cerca de un centro educativo, seis meses de cárcel si la cantidad es mayor— y la distribución y venta  es un delito castigado con entre 16 meses y tres años de cárcel.

Ninguna de las medidas punitivas puede aplicarse a los más de 750.000 residentes en el estado que se benefician de la legalización de la marihuana con fines terapéuticos, aprobada en 1996 mediante una ley estatal (la Proposición 215), refrendada por el 55,6% de votos favorables en un referendo que convirtió al territorio en el primer estado del país en despenalizar el uso del cannabis. La medida nació en San Francisco de la mano del activista gay Dennis Peron y fue adoptada, con algunos matices, por otros 14 estados en los años sucesivos.

[Foto: Jose Ángel González]
El problema es que la ley federal de Control y Prevención del Abuso de Drogas (1970) califica la marihuana como droga de alto riesgo y no admite ni siquiera el uso médico. El choque de ambas legislaciones crea un vacío legal donde se mueven y se enfrentan ideologías políticas, sensibilidades personales y enormes intereses económicos —el negocio de la marihuana terapeútica mueve 1.300 millones de dólares al año (980 millones de euros) y reporta a las arcas del estado 105 millones (80) en impuestos—,

En otoño de 2011, quince años después de la aprobación de la despenalización parcial del consumo, el presidente Barack Obama lanzó a los fiscales y al FBI contra los dispensarios legales de marihuana médica porque, según dijeron, se estaba creando un "entramado delictivo" que escapaba al control de las autoridades y había favorecido una "explosión" del tráfico ilegal bajo el paraguas de la ley californiana.

Algunas de las operaciones defendidas desde la Casa Blanca tuvieron muy mala prensa: las cartas amenazantes de la fiscalía a los propietarios de una docena de dispensarios, advirtiéndoles de que podían estar incurriendo en un delito; la presión policial —con inspecciones a punta de rifles de asalto incluidas— contra pequeños cultivadores de cannabis y el cierre del mayor centro de venta de marihuana con prescripción médica del país, el Harborside Health Center, de Oakland, que tiene 95.000 pacientes-clientes registrados, 120 empleados, factura 22 millones de dólares al año (16,7 millones de euros) y es una de las diez empresas que más impuestos paga de la ciudad.

El Estado reclama al Harborside, que ha sido acusado de supuestas anomalías fiscales, 20 millones de dólares en impuestos no pagados (15,2 millones de euros). El dispensario, una cooperativa laboral, ha recurrido la decisión ante los tribunales.

Con la industria de la marihuana en el objetivo —desde Washington apuntan que en el estado hay siete millones de plantas creciendo a cielo abierto sin control ni registro sobre un total de 56 millones—, los productores que cultivan cannabis con permiso y que emplean a unas 50.000 personas han decidido reforzarse en el potente sindicato United Food and Commercial Workers y tomar postura en la guerra que viene bajo la asesoría de Americans for Safe Access, una influyente asociación civil, científica y profesional favorable a la hierba terapeútica en un sentido muy amplio.

Mientras los nuevos hippies fuman porros ante la dulce indolencia de los agentes de la Policía de San Francisco, avanza el año de la marihuana y las fuerzas enfrentadas en la lid afilan las estrategias —hay una inciativa popular para intentar la despenalización total del consumo para mayores de edad— , saltan noticias que demuestran el grado de arraigo de la cultura de la maría en California. Las últimas: la cadena de televisión por cable Discovery Chanel emite el show Weed Wars (Las guerras de la hierba), una mirada al interior del dispensario cerrado por el FBI en Oakland con tono de reality, y se revela que algunos productores de los cotizados vinos de Napa añaden en secreto hojas de cannabis a algunos de sus caldos para aumentar la cotización.

[Foto: Jose Ángel González]

[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]


 

Zodiac y yo

[Foto: Jose Ángel González]

Elegí emigrar a una ciudad que es un mito, San Francisco. El riesgo era grande porque es menos doloroso que te rompan la nariz a trompadas a que te rompan un mito, pero pude elegir destino, lo cual es un rarísimo privilegio en esta época de órdenes de obligado cumplimiento.

Dices "San Francisco" y el sistema de sonido del alma dispara la letanía: Dashiell Hammett, Jack Kerouac, el último concierto de los Beatles —que nunca supieron tocar en directo hasta que se odiaban tanto entre sí que no valía la pena ponerse con cancioncitas—, el Último Vals de The Band —que sonaban como ángeles iluminados por el santoral completo—, los terremotos, el Golden Gate, el LSD, los hippies...

No crean que vine buscando el resto de un pasado con el aroma triunfal de las hemerotecas y el resbaladizo verdín de los homenajes. Nunca entro en una iglesia por la fachada y conocía, fiel al axioma taoísta de que la verdad está en la suma de la luz y la sombra, algunos de los pecados de la ciudad y las peripecias de algunos de los mayores pecadores.

También llegué a San Francisco acompañado de monstruos. Dos de ellos habitarán siempre mis pesadillas y los rincones de mi morbosa curiosidad: el prófeta torvo Charles Manson, que cautivó en las praderas del Panhandle a quienes se convertirían en sus muchachitas asesinas, y El Cuervo Jim Jones, líder fanático del Templo del Pueblo, que tuvo una de sus mayores congreciones en la ciudad —donde era admirado y apoyado por personajes con tan buena fama hollywoodiense como el concejal gay Harvey Milk—, antes de que Jones, definitivamente enloquecido y paranoide, se llevase a sus fieles a las selvas de Guyana,  para hipnotizar a más de novecientas personas que bebieron Kool-Aid con cianuro.

Aterrizas en una ciudad y necesitas oler la ropa sucia, comprobar el alcance de la mancha en el pañuelo, abrir la cicatriz y cerciorarte de la supuración...

[Dibujo policial del disfraz utilizado por Zodiac en uno de los crímenes]

El tercero de mis arácnidos de San Francisco no sólo es temible por su ferocidad —cinco asesinatos atribuidos por la policía entre 1968 y 1969 y 37 más en grado de sospecha entre 1966 y 1981—, sino porque carece de facciones: Zodiac, el asesino nunca capturado ni identificado que más pavor despertó en el área de la ciudad y sus contornos.

Hay algúnos retratos robot; las vagas descripciones de los escasos testigos a los que dejó con vida, que hablan de un hombre de movimientos "pesados" (cuando tenemos miedo encontramos el adjetivo correcto a la primera); el bosquejo del atuendo que utilizó en uno de los ataques: una capucha de verdugo con agujeros para los ojos, un babero negro con el símbolo reticular que utilizaba como firma; varios libros inspirados en el sujeto y unas cuantas películas sobre el caso. Dos, ambas rodadas en San Francisco, son inolvidables: Harry El Sucio (Don Siegel, 1971), donde el policía Harry Callahan (Clint Eastwood) hace papilla el Código Penal para detener a un maníaco, y Zodiac (David Fincher, 2007).

Había visto las dos películas antes del brinco de casi 10.000 kilómetros entre España y San Francisco. La de Fincher abrió mi apetito por el libro en el que está basada, Zodiac, que nunca ha sido traducido al español. Lo escribió, en un estado de febril neurosis, Robert Graysmith, que trabajaba como caricaturista político para el San Francisco Chronicle, se prendó del caso y dedicó varios años a una investigación que le costó un matrimonio y bastantes amenazas —llamadas anónimas de Zodiac incluidas, asegura— pero, con el tiempo, le convirtió en millonario.

No había pensado en comprar el tomo en inglés (¡hay tanto que leer en esta ciudad-literaria y de infinitas librerías!), pero lo encontré en una acera, abandonado entre otros libros de los que ni siquiera me acuerdo. Mi ejemplar de bolsillo de Zodiac fue mi compañero de insomnio durante días. En la foto que aparece en la apertura de esta entrada no sólo retrato el lugar de la reclusión, mi lado de la cama, sino también la única luz admisible para leer sobre la muerte dictada por el azar de asesino sin pauta ni patrón: la lámpara halógena de luz dirigible, de ráfaga cerrada pero exacta como un arma de fuego.

[Carnet de conducir de Arthur Leigh Allen, principal sospechoso de ser el Zodiac]

¿Conclusión? Ninguna, desde luego, en lo que se refiere a la identidad de Zodiac —han sido señalados varios sospechosos, entre ellos un miembro de la Familia Manson y un colaborador de prensa contracultural hippie—, pero sí en torno a las malas artes periodísticas de Graysmith, que modela a su conveniencia los hechos para que el dedo señale a Arthur Leigh Allen, su candidato favorito.

Las escasas certezas de que dispongo son de otro tono: cercanas, palpables, me competen y me gusta pensar que dictan un mensaje cifrado como los que tanto empleó Zodiac.

El único crimen del escurridizo asesino en el término municipal de San Francisco fue a unas cinco cuadras de mi casa, en los lindes del oscuro Parque Presidio; en el bar de la esquina tienen colgado, al lado de la máquina de discos —de monedas: si no pagas, te quedas sin música—, un óleo de Zodiac en traje de faena; el gran periodista Paul Avery, el mayor experto en el criminal, que llegó a amenazarle de muerte, murió, con los pulmones rotos por un enfisema y el espíritu quebrado por la tristeza, en una house-boat de Sausalito que tanto me gustan...

Finalmente, una confesión... El ejemplar del libro sobre Zodiac que rescaté de la acera tenía signos de haber estado mojado. Cuando empecé a leer comprobé que olía a orín. Quizá les parezca una aberración o una simple cochinada, pero a mí no me importó. Me pareció apropiado. Si lees sobre cloacas, lee en la cloaca.

La Pascua de las monjas 'queer'

[Foto: Jose Ángel González]
El domingo de resurrección es en San Francisco, desde hace 33 años, el día de las Hermanas de la Perpetua Indulgencia.

Ayer no se rompió la tradición: en el Mission Dolores Park el día de Pascua culminó con la fiesta de aniversario anual de la orden de monjas drag.

Hubo miles de asistentes, caras pintadas, cuerpos engalanados, cuerpos todo piel, huevos y conejos pascuales, muchos niños felices ("dile thank you, sister a la monja", repetían los papás y mamás), viejos supervivientes del hippismo, hipsters, neveras de cerveza y cestas de pícnic, música, espectáculos de burlesque y la habitual elección del Hunky Jesus (Jesús Macizo).

Como no podía ser de otra manera, el cielo ayudó y el día fue radiante, el primero de verdadera primavera de la temporada. Está claro que las plegarias de las Hermanas son atendidas.

Los varios centenares de "monjas queer" que forman la congregación, que tiene capítulos en quince estados y ocho países, volvieron a reafirmar su "devoción al servicio de la comunidad", la "promoción de los derechos humanos", el "respeto por la diversidad y la iluminación espiritual", la "defensa de aquellos que están en los límites" de la sociedad y el uso del "humor y la irreverencia" para dejar en evidencia "a los poderes fanáticos y de culpabilidad que encandenan el espíritu humano".

Voy a dejar que hablen las fotos que hice durante la celebración, que se extendió desde la mañana hasta el atardecer a una manzana de la Misión San Francisco de Asís —o Misión Dolores—, la iglesia católica más antigua (1776) de San Francisco.

Sólo una consideración que me rondó durante la celebración tolerante, divertida, socarrona, familiar y cívica: ¿sería posible algo así en la constitucionalmente laica España? Si montamos la que montamos porque alguien se ponga mantilla y se abrace a un tronco, ni me imagino lo que podría suceder si una señora se queda en bolas mientras miles de ciudadanos la jalean a la sombra de una iglesia donde los cristianos viejos todavía están de rezo por la reconciliación de los pecadores.

Cuando me asaltan este tipo de dudas, suelo recordar que los niños siempre tienen razón y los críos que vi entre las hermanas queer se lo estaban pasando, nunca mejor dicho, teta.

[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]

Sausalito: pretensión de 'riviera' (y un milagro)

"Construyeron el puente Golden Gate para que los de San Francisco pudiesen llegar con facilidad a Sausalito". El fondo de la afirmación, una de esas soflamas localistas e inexactas —¿a quién le importa la exactitud en los clásicos?— que alimentan los ardores entre los pueblos colindantes, es utilizado todavía por la Cámara de Comercio de Sausalito, que asegura en su página web: "¡Para esto construyeron el puente!".

La pequeña ciudad costera, de 7.000 habitantes, tiene afán de riviera, propensión a la moda ibicenca con un retraso de varias décadas, saturación de galerías que venden figuritas de terracota vidriada a precio de cocaína base, más heladerías que escuelas y magnetismo para las parejas de motociclistas de edad madura equipados, ropa interior incluida, con apparel oficial de Harley Davidson.

Sausalito. ¿Saben ustedes quién tiene la culpa de ese nombre con cierto eco a bechamel? Los de siempre: los conquistadores-descubridores españoles, que bautizaron el lugar, a partir de la abundancia de sauces, como Saucelito, topónimo que derivó, según algunas fuentes, en una cadena que parece un poema fónico de las vanguardias de entreguerras: Saucelito, San Salita, San Saulito, San Salito, Sancolito, Sancilito, Sousolito, Sousalita, Sousilito, Sausilito y Sauz Saulita.

Sólo tres kilómetros en línea recta separan San Francisco del pueblo, situado al norte de la bahía, pero hasta la apertura del Golden Gate Bridge, en 1937, la distancia se cubría dando un rodeo de siete horas, en ferry o en embarcaciones privadas. El ferry de pasajeros todavía funciona: tarda 25 minutos en hacer el trayecto, hay nueve viajes al día en ambas direcciones de lunes a viernes y el billete individual de adultos cuesta 9,25 dólares (unos 7 euros).

Si la climatología acompaña, el trayecto por mar es una delicia: la embarcación pasa muy cerca de la antigua cárcel de Alcatraz, una zona de la bahía donde es frecuente en primavera avistar ballenas grises con sus crías. Los cetáceos gustan de estas aguas para tomarse un respiro en su viaje migratorio de dos meses y 10.000 kilómetros entre las costas de México y Alaska.

  [Un hombre hace pompas de jabón en un parque de Sausalito. Foto: Jose Ángel González]

[Un niño con un guacamayo en el paseo marítimo de Sausalito. Foto: Jose Ángel González]
Aunque el pequeño núcleo urbano de Sausalito tiene un peligroso parecido con un quiosco para turistas, a la alta burguesía y a los sobrevenidos que la imitan les gusta el charmant del lugar, la tranquilidad racial —90% blanco—, los once clubes náuticos y las frondosas colinas que se elevan frente a la bahía y albergan, en calles sinuosas, magníficas mansiones de estilo muy californiano (líneas rectas y madera). Disimuladas entre ellas están las residencias de la fabricante de best sellers Isabel Allende y el actor Robin Williams.

El pueblo es una especie de patio de domingo pijo de San Francisco. Hay horas suficientes de gimnasio en las terrazas como para entrenar a un equipo olímpico, unas cuantas decenas de máquinas de bronceado artificial han dado su vida para tostar a los paseantes del paseo marítimo y es fácil sentirse acomplejado ante el cuidado capilar de cualquier perro, vagabundos incluidos.

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[Buzones de algunos de los 'houseboats'. Foto: Jose Ángel González]
Pero, como demuestran el vídeo que abre esta entrada —tomado del documental Last Free Ride (Saul Rouda y Roy Nolan, 1974)— y estas dos fotos recalcan, el pasado fue muy distinto a la paz hortera del presente. "Debes pecar para salvarte", el lema inscrito en azulejo, sería un adecuado titular para el flashback.

Hasta que llegaron el bótox y las pamelas, Sausalito siempre fue bastante canalla. Durante la Ley Seca (1920-1933), el aislamiento del lugar y la cercanía del mercado sediento de alcohol de San Francisco convirtieron la villa de pescadores en un paraíso para las destilerías clandestinas y base de operaciones para los rum-runners que transportaban los destilados por mar.

A partir de 1950 la ciudad era destino de placer de todos los prohombres de la bahía y de visitantes ilustres y habituales como el actor Marlon Brando, atraídos por el imán del restaurante Valhala, propiedad de Sally Stanford, ex madam de los más elegantes burdeles de San Francisco y futura vicepresidenta de la Cámara de Comercio de Sausalito y, tras cinco intentos, alcaldesa del pueblo desde 1972 y durante dos legislaturas.

  [Foto: Jose Ángel González]

[Foto: Jose Ángel González]
En los embarcaderos de Sausalito, poblados de yates de alcurnia, hay también unas 400 casas flotantes y unas cuantas docenas de barcos-vivienda. Una brecha socio económica separa a las primeras —que pueden costar hasta un millón de dólares, aparecen con frecuencia en las revistas de decoración y pertenecen a profesionales o empresarios con propensión a la bohemia— de los segundos, pequeños refugios para artistas o antiguos hippies.

Las casas acuáticas empezaron a florecer en los años cincuenta, cuando los trabajadores de los pequeños astilleros de la bahía suplieron la falta de vivienda o su inasequible cotización con imaginación y cascos de barcos abandonados. Una década más tarde, los hippies le tomaron el gusto a la vida sobre el agua y se instalaron en las baratísimas viviendas flotantes —un mes de alquiler costaba 75 dólares a finales de la década de los años sesenta—.

 La bonanza del sexo y la marihuana libres sobre los muelles no podía durar. En el Condado de Marin, al que pertenece Sausalito, los ingresos medios anuales son de 44.961 dólares por persona y 71.306 por hogar —la media de EE UU es de 27.000 y 52.000 respectívamente—. Las cifras colocan a la comarca como la más rica de California y la quinta más rica de todo el país.

Es una isla de la bonanza, el sosiego y la paz social que traen consigo la ferrea estratificación racial y los billetes de dólar. Imaginen el panorama: solamente 250.000 habitantes; más del 80 por ciento, blancos, y casi el 40 por cien con ancestros correctos (alemanes, irlandeses y británicos); la tasa de paro más baja de los EE UU, 6,5 por ciento en diciembre de 2011, cuando la media nacional era del 8,2 y la de California del 10,9; un enclave de belleza que ahoga, con casi una veintena de parques nacionales, estatales o locales, entre ellos los Bosques Muir, uno de los apenas tres lugares del país con ejemplares de Sequoia sempervirens, el imponente árbol capaz de vivir hasta dos mil años y superar los cien metros de altura...

Los vecinos de Marin son, sin género de duda, parte del uno por ciento dominante. Pese a la tendencia del condado a votar demócrata (55 por ciento de votantes registrados frente al 20 de republicanos) y apoyar iniciativas legislativas progresistas, es el dinero quien marca la ideología y lo hace de la forma clásica que han perfeccionado varios siglos de dominación: desalojando para especular. Aquellos hippies desarrapados no tenían nada que hacer en un terreno de magnates.

[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
La república libre de los hippies flotantes de Sausalito fue derogada a porrazos durante las Houseboats Wars (Guerras de los barcos-vivienda) de los años setenta. Amparándose en una directiva municipal sobre el peligro para la salud pública de la colonia, los agentes del sheriff  desalojaron, barco a barco y por la fuerza, a centenares de peludos. Hubo decenas de heridos y detenidos. La preocupación por la salud era una excusa para dejar libres las aguas para la construcción de los clubes de yates y marinas que empezaron a medrar con el padrinazgo de las autoridades locales.

Lo que queda en Sausalito del gusto por habitar el mar es bipolar: las casas flotantes de lujo de Waldo Point Harbor, legalizadas, hermosas y habitadas por millonarios que abren las puertas una vez al año —entrada: 30 dólares— para contarte que en su salón cantó Pavarotti y los escasos barcos-vivienda de Reedwood City, bastante destartalados aunque manteniendo la dignidad de todo viejo marinero —algunos navegaron durante un siglo antes de ser fondeados—.

Para saber qué piensan los vecinos de Sausalito de esta colonia postrera de barcos hippies es elocuente mencionar cómo llaman los vecinos al lugar donde están amarrados los últimos: Poop Lagoon (Laguna Caca).

[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]

[Foto: Jose Ángel González]
Un soplo de dulce melancolía para perfilar el retrato de un pueblo que fue refugio de traficantes de alcohol y ha terminado como un proyecto de Cannes by the Bay pero en vulgar.

Frente a la Poop Lagoon, mientras una garza blanca demuestra que también hay belleza donde los millonarios sólo alcanzan a ver cochambre —quizá sea por un efecto intrínseco del sobreuso de  las gafas de sol Harley Davidson—, conviene cerrar los ojos, regresar a un atardecer del verano de 1967, cuando todos los sueños estaban en on, e imaginar en el borde de la escollera a un muchacho de 25 años, negro, guapo, elegante...

Si te acercas escucharás que tantea una canción, musitando en voz baja, silbando, trabajando la letra...

Se llama Otis Redding y tiene los días contados. En unos meses morirá en un accidente de avioneta. La canción que acaba de componer en Sausalito y ahora canta para ti será la última que edite.

A veces una ciudad debe ser perdonada de todo pecado por ceder su territorio para un solo milagro.

Ciudad-exilio

[Foto: Jose Ángel González]

Si el verdadero exilio de cada uno de nosotros, como sostenía Roberto Bolaño, es la biblioteca, esté en anaqueles o en la memoria, quiero que mi deportación final transcurra en el número 506 de la calle Clement de San Francisco, sede de Green Apple Books.

Esta tarde llovía en la ciudad y entré en la librería, el mejor refugio cuando te sujetan los grilletes húmedos del musgo de la nostalgia. En un primer momento, como siempre me sucede, me sentí desorientado en el laberinto, hermanado con el tipo perplejo y sin destino al que retraté en la sección de Arte, pero la sensación se disolvió pronto con los tranquilizadores crujidos del trajinado suelo de madera del local, que debes pisar con mimo para no despertar a los exiliados del pertinaz sueño del opio que atesora cada libro.

En alguno de los estantes tropecé con Bolaño, al que los yanquis adoran, porque, como alguien me explicó, están obsesionados por encontrar a un "nuevo Kerouac" que restablezca la sensación de que todavía restan carreteras por recorrer, muchachas inocentes a las que deslumbrar con botellas de vino barato y pamplinas y lugares a dónde ir.

En Green Apple los empleados escriben a mano, en fichitas de tamaño escolar, reseñas de los libros que el staff recomienda y ante Monsieur Pain la ficha habla de una "pesadilla surrealista". La tinta, por supuesto, es de color negro.

[Foto: Jose Ángel González]
No hay casualidades cuando entras en una librería, sobre todo si afuera hace un tiempo de perros que te muerden los muslos y escapas para exiliarte de todas las jaurías, incluyendo la que tú mismo alimentas con el fruto de tus vergüenzas o tal vez contribuyes a mantener rabiosa escatimando el pienso.

Al lado de la novelita de Bolaño, ni por asomo una de las mejores de su obra, a mi izquierda, es decir, a la derecha si el libro fuese el punto de referencia, lo cual también tiene sentido, habían colocado The Buenos Aires Quintet, una novela, tampoco demasiado notable, de la saga de Pepe Carvalho (el "más metáfisico de los sabuesos", dijo el Time), el investigador privado de Manuel Vázquez Montalbán.

¿Saben estos californianos libreros que Vázquez Montalbán y Bolaño murieron con meses de diferencia, en 2003, año death row que debieron retirar del calendario en lo que mi respecta porque se llevó por delante, por si fuera poco tras el par de citados, a Johnny Cash, Nina Simone, Augusto Monterroso, Warren Zevon y Elliot Smith?

¿Saben que ambos escritores vivían en las orillas catalanas de un mar llamado Mediterráneo, bastante deteriorado a estas alturas del desastre, pero que hace unos cuantos siglos fue como la California del mundo, una Arcadia que ejercía un efecto llamada tan poderoso como la fiebre del oro?

¿Saben que a Vázquez Montalbán le sorprendió la muerte en la absurda localización de un aeropuerto tailandés y que Bolaño esperó en vano un transplante de hígado mientras redactaba, en sesiones enfebrecidas de quien cuenta los días restando, la híper novela 2666, una fábula atroz sobre la muerte hincada en el no muy lejano territorio de Ciudad Juárez, death row americano, donde con probabilidad han nacido algunos de los camareros latinos que preparan el café y las mimosas para los libreros y sus clientes?

¿Debe importarme lo que sepan o dejen de saber los gestores de mi librería favorita?

[Foto: Jose Ángel González]
Green Apple, de la que dije en una entrada anterior del blog que es "acogedora como una posada y tentadora como un laberinto", fue fundada en 1967 por un joven con nombre de villano de cómic, Richard Savoy, un extécnico de radio de una aerolínea comercial. No se amilanó con la anorexia de la caja del primer día, 3,42 dólares, ni tampoco se comportó como un villano de la vida real subiendo los precios de los libros, pecado ignominioso que tantas veces es blasón de los mercachifles del papel impreso que terminan haciendo de sus librerías para exiliados una cloaca en nada diferente a un Wallmart de la pulpa de papel.

Richard Savoy siguió comprando y vendiendo libros usados, dedicándose con placer a las novedades, ampliando el local de los 70 metros cuadrados iniciales hasta 750, añadiendo discos y películas a las existencias y escuchando año tras año la sinfonía casi átona de los crujidos de los pies de los lectores sobre el entarimado de madera. En 2009 firmó un acuerdo con tres de sus empleados, Kevin Hunsanger, Kevin Ryan, and Pete Mulvihill, para traspasarles Green Apple y todo su inventario en un periodo de diez años.

Esta tarde me dediqué a vagar, olisquear y hacer tres o cuatro fotografías intentando camuflar el ruido del obturador con los chasquidos de mis pasos. Las imágenes no lograron retener el aire de celestial exilio, por retornar a Bolaño, que reina en la librería, cuyos dueños aplican con rigor el dictado de Herman Melville: "Existen empresas en las cuales el verdadero método lo constituye un cierto y cuidadoso desorden".

[Desde arriba a la izquierda y en el sentido de las agujas del reloj, Mark Twain, Robert Louis Stevenson, Ambrose Bierce, Hunter Thompson, Allen Ginsberg y Dashiell Hammett]
Sigo alucinado por el carácter multiplicador de San Francisco, donde cada faceta del capricho humano aparece exponencialmente enfrentada a la dimensión física de un lugar, que, en superficie (10 por 10 kilómetros) y población (menos de un millón de habitantes), no parece capaz de albergar tanto y tan numeroso especimen, prodigio o disparate.

La ciudad ha sido cobijo también de un número elevado de hazañas de escritores: Mark Twain dió aquí sus primeros pasos como cronista y literato, fundo un diario bilingüe chino-inglés y aseguró que se divirtió mucho experimentando un terremoto en 1865; amigo de Twain, Ambrose Bierce, conocido como "la persona más perversa de la ciudad" o simplemente Bitter Bierce, el Amargo Bierce, escribió uno de los libros básicos para la supervivencia, el Diccionario del Diablo, donde  aportó a la humanidad la definición más duradera y fiel de la palabra 'político': "Anguila en el fango primigenio sobre el que se erige la superestructura de la sociedad organizada. Cuando agita la cola, suele confundirse y creer que tiembla el edificio. Comparado con el estadista, padece la desventaja de estar vivo"; Robert Louis Stevenson estuvo en San Francisco siguiendo a la mujer de su vida, Fanny Osbourne, y trabajó por 45 centavos al día para sobrevivir; Dashiel Hammet fraguó en las mal iluminadas calles de Nob Hill y Civic Center los escenarios para sus novelas de serie negra con conciencia de clase; Allen Ginsberg vivió durante años en North Beach, el barrio italiano; el dibujante Robert Crumb vendió sus primeros cómics en la ciudad; Philip K. Dick escribió sus fábulas de futuro negro o distopías de pasado aún peor; Hunter S. Thompson ejerció el periodismo-gonzo...

Resulta muy elocuente que ninguno de los citados haya nacido en San Francisco, que parece actuar como una ciudad para ejercer conscientemente el exilio y ser un elegante exiliado, aquel que, como escribió Bitter Bierce, "sirve a su país viviendo en el extranjero, sin ser un embajador".

[Foto: Jose Ángel González]

 

Jose Ángel González


Crónicas vitales de un periodista español emigrado a la Bahía de San Francisco, en California, el estado con mayor presencia de latinos e hispanohablantes de los Estados Unidos.
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