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Sausalito: pretensión de 'riviera' (y un milagro)

"Construyeron el puente Golden Gate para que los de San Francisco pudiesen llegar con facilidad a Sausalito". El fondo de la afirmación, una de esas soflamas localistas e inexactas —¿a quién le importa la exactitud en los clásicos?— que alimentan los ardores entre los pueblos colindantes, es utilizado todavía por la Cámara de Comercio de Sausalito, que asegura en su página web: "¡Para esto construyeron el puente!".

La pequeña ciudad costera, de 7.000 habitantes, tiene afán de riviera, propensión a la moda ibicenca con un retraso de varias décadas, saturación de galerías que venden figuritas de terracota vidriada a precio de cocaína base, más heladerías que escuelas y magnetismo para las parejas de motociclistas de edad madura equipados, ropa interior incluida, con apparel oficial de Harley Davidson.

Sausalito. ¿Saben ustedes quién tiene la culpa de ese nombre con cierto eco a bechamel? Los de siempre: los conquistadores-descubridores españoles, que bautizaron el lugar, a partir de la abundancia de sauces, como Saucelito, topónimo que derivó, según algunas fuentes, en una cadena que parece un poema fónico de las vanguardias de entreguerras: Saucelito, San Salita, San Saulito, San Salito, Sancolito, Sancilito, Sousolito, Sousalita, Sousilito, Sausilito y Sauz Saulita.

Sólo tres kilómetros en línea recta separan San Francisco del pueblo, situado al norte de la bahía, pero hasta la apertura del Golden Gate Bridge, en 1937, la distancia se cubría dando un rodeo de siete horas, en ferry o en embarcaciones privadas. El ferry de pasajeros todavía funciona: tarda 25 minutos en hacer el trayecto, hay nueve viajes al día en ambas direcciones de lunes a viernes y el billete individual de adultos cuesta 9,25 dólares (unos 7 euros).

Si la climatología acompaña, el trayecto por mar es una delicia: la embarcación pasa muy cerca de la antigua cárcel de Alcatraz, una zona de la bahía donde es frecuente en primavera avistar ballenas grises con sus crías. Los cetáceos gustan de estas aguas para tomarse un respiro en su viaje migratorio de dos meses y 10.000 kilómetros entre las costas de México y Alaska.

  [Un hombre hace pompas de jabón en un parque de Sausalito. Foto: Jose Ángel González]

[Un niño con un guacamayo en el paseo marítimo de Sausalito. Foto: Jose Ángel González]
Aunque el pequeño núcleo urbano de Sausalito tiene un peligroso parecido con un quiosco para turistas, a la alta burguesía y a los sobrevenidos que la imitan les gusta el charmant del lugar, la tranquilidad racial —90% blanco—, los once clubes náuticos y las frondosas colinas que se elevan frente a la bahía y albergan, en calles sinuosas, magníficas mansiones de estilo muy californiano (líneas rectas y madera). Disimuladas entre ellas están las residencias de la fabricante de best sellers Isabel Allende y el actor Robin Williams.

El pueblo es una especie de patio de domingo pijo de San Francisco. Hay horas suficientes de gimnasio en las terrazas como para entrenar a un equipo olímpico, unas cuantas decenas de máquinas de bronceado artificial han dado su vida para tostar a los paseantes del paseo marítimo y es fácil sentirse acomplejado ante el cuidado capilar de cualquier perro, vagabundos incluidos.

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[Buzones de algunos de los 'houseboats'. Foto: Jose Ángel González]
Pero, como demuestran el vídeo que abre esta entrada —tomado del documental Last Free Ride (Saul Rouda y Roy Nolan, 1974)— y estas dos fotos recalcan, el pasado fue muy distinto a la paz hortera del presente. "Debes pecar para salvarte", el lema inscrito en azulejo, sería un adecuado titular para el flashback.

Hasta que llegaron el bótox y las pamelas, Sausalito siempre fue bastante canalla. Durante la Ley Seca (1920-1933), el aislamiento del lugar y la cercanía del mercado sediento de alcohol de San Francisco convirtieron la villa de pescadores en un paraíso para las destilerías clandestinas y base de operaciones para los rum-runners que transportaban los destilados por mar.

A partir de 1950 la ciudad era destino de placer de todos los prohombres de la bahía y de visitantes ilustres y habituales como el actor Marlon Brando, atraídos por el imán del restaurante Valhala, propiedad de Sally Stanford, ex madam de los más elegantes burdeles de San Francisco y futura vicepresidenta de la Cámara de Comercio de Sausalito y, tras cinco intentos, alcaldesa del pueblo desde 1972 y durante dos legislaturas.

  [Foto: Jose Ángel González]

[Foto: Jose Ángel González]
En los embarcaderos de Sausalito, poblados de yates de alcurnia, hay también unas 400 casas flotantes y unas cuantas docenas de barcos-vivienda. Una brecha socio económica separa a las primeras —que pueden costar hasta un millón de dólares, aparecen con frecuencia en las revistas de decoración y pertenecen a profesionales o empresarios con propensión a la bohemia— de los segundos, pequeños refugios para artistas o antiguos hippies.

Las casas acuáticas empezaron a florecer en los años cincuenta, cuando los trabajadores de los pequeños astilleros de la bahía suplieron la falta de vivienda o su inasequible cotización con imaginación y cascos de barcos abandonados. Una década más tarde, los hippies le tomaron el gusto a la vida sobre el agua y se instalaron en las baratísimas viviendas flotantes —un mes de alquiler costaba 75 dólares a finales de la década de los años sesenta—.

 La bonanza del sexo y la marihuana libres sobre los muelles no podía durar. En el Condado de Marin, al que pertenece Sausalito, los ingresos medios anuales son de 44.961 dólares por persona y 71.306 por hogar —la media de EE UU es de 27.000 y 52.000 respectívamente—. Las cifras colocan a la comarca como la más rica de California y la quinta más rica de todo el país.

Es una isla de la bonanza, el sosiego y la paz social que traen consigo la ferrea estratificación racial y los billetes de dólar. Imaginen el panorama: solamente 250.000 habitantes; más del 80 por ciento, blancos, y casi el 40 por cien con ancestros correctos (alemanes, irlandeses y británicos); la tasa de paro más baja de los EE UU, 6,5 por ciento en diciembre de 2011, cuando la media nacional era del 8,2 y la de California del 10,9; un enclave de belleza que ahoga, con casi una veintena de parques nacionales, estatales o locales, entre ellos los Bosques Muir, uno de los apenas tres lugares del país con ejemplares de Sequoia sempervirens, el imponente árbol capaz de vivir hasta dos mil años y superar los cien metros de altura...

Los vecinos de Marin son, sin género de duda, parte del uno por ciento dominante. Pese a la tendencia del condado a votar demócrata (55 por ciento de votantes registrados frente al 20 de republicanos) y apoyar iniciativas legislativas progresistas, es el dinero quien marca la ideología y lo hace de la forma clásica que han perfeccionado varios siglos de dominación: desalojando para especular. Aquellos hippies desarrapados no tenían nada que hacer en un terreno de magnates.

[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
La república libre de los hippies flotantes de Sausalito fue derogada a porrazos durante las Houseboats Wars (Guerras de los barcos-vivienda) de los años setenta. Amparándose en una directiva municipal sobre el peligro para la salud pública de la colonia, los agentes del sheriff  desalojaron, barco a barco y por la fuerza, a centenares de peludos. Hubo decenas de heridos y detenidos. La preocupación por la salud era una excusa para dejar libres las aguas para la construcción de los clubes de yates y marinas que empezaron a medrar con el padrinazgo de las autoridades locales.

Lo que queda en Sausalito del gusto por habitar el mar es bipolar: las casas flotantes de lujo de Waldo Point Harbor, legalizadas, hermosas y habitadas por millonarios que abren las puertas una vez al año —entrada: 30 dólares— para contarte que en su salón cantó Pavarotti y los escasos barcos-vivienda de Reedwood City, bastante destartalados aunque manteniendo la dignidad de todo viejo marinero —algunos navegaron durante un siglo antes de ser fondeados—.

Para saber qué piensan los vecinos de Sausalito de esta colonia postrera de barcos hippies es elocuente mencionar cómo llaman los vecinos al lugar donde están amarrados los últimos: Poop Lagoon (Laguna Caca).

[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]

[Foto: Jose Ángel González]
Un soplo de dulce melancolía para perfilar el retrato de un pueblo que fue refugio de traficantes de alcohol y ha terminado como un proyecto de Cannes by the Bay pero en vulgar.

Frente a la Poop Lagoon, mientras una garza blanca demuestra que también hay belleza donde los millonarios sólo alcanzan a ver cochambre —quizá sea por un efecto intrínseco del sobreuso de  las gafas de sol Harley Davidson—, conviene cerrar los ojos, regresar a un atardecer del verano de 1967, cuando todos los sueños estaban en on, e imaginar en el borde de la escollera a un muchacho de 25 años, negro, guapo, elegante...

Si te acercas escucharás que tantea una canción, musitando en voz baja, silbando, trabajando la letra...

Se llama Otis Redding y tiene los días contados. En unos meses morirá en un accidente de avioneta. La canción que acaba de componer en Sausalito y ahora canta para ti será la última que edite.

A veces una ciudad debe ser perdonada de todo pecado por ceder su territorio para un solo milagro.

1 Comentarios

Bittersweet Sausalito. There was a scene in an old Mexican film in the 1970's about a hippie who sails his boat to Mexico's Acapulco bay (hmm). When he is asked where he comes from, he says: Sausalito, California. Damn, I didn't know what the place looked like, but I wanted to go!

When I finally visited the place, well.....i'll keep Mr. Redding's song too.

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Jose Ángel González


Crónicas vitales de un periodista español emigrado a la Bahía de San Francisco, en California, el estado con mayor presencia de latinos e hispanohablantes de los Estados Unidos.
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