4 posts de mayo 2012

Golden Gate Bridge: 75º aniversario y 1.600 suicidios

[Foto: Jose Ángel González]

Con ustedes, el Golden Gate Bridge. Si el nombre nos define y perfila nuestro carácter, aquí no hay duda de la ampulosidad: el Puente de la Puerta Dorada.

Este domingo, el Golden Gate cumple 75 años. San Francisco lo celebra como si se tratase de un jubileo real.

¿Hermoso? Sin duda alguna: equilibrado, elegante, con un muy charmant diseño art déco y ese color que domina sin estridencias al azul verdoso del Pacífico —naranja internacional, el mismo tono, humildad, ninguna, que el empleado por la industria aeroespacial para señalar sus instalaciones—.

¿Admirado? Por muchos: nada menos que entre nueve y diez millones de personas cada año van al puente por el simple placer de verlo: acuden más visitantes que a ningún otro monumento del mundo. También babean los ingenieros —ese gremio de prepotentes que imaginan a la humanidad manejada por fórmulas que puede resolver una calculadora de bolsillo—, que flipan todavía con el milagro de la estructura colgante construida a lo largo de cuatro años y, hasta 1962, la más larga del mundo (1,28 kilómetros en suspensión y 2,7 si añadimos los accesos) y una de las más altas (75 metros desde la plataforma hasta el agua). El puente figura en todos los top ten de las obras de arquitectura e ingeniería más famosas del siglo XX.

¿Millonario? La duda ofende. Tanto como corresponde a una vía de comunicación entre uno de los condados más ricos de los EE UU, Marin —refugio de potentados y estrellas de cine— y San Francisco, que no se queda atrás en coste de vida astronómico. La construcción costó unos 35 millones de dólares de los años treinta, mucho dinero, sobre todo tras el crack de 1929. Si se trasladase la cantidad a día de hoy, aplicando las fórmulas económicas de ajuste, representaría 1.200 millones de dólares (casi mil millones de euros). La inversión inicial la aportó el banquero Amadeo Giannini, hijo de italianos de Liguria que se convertiría en el fundador del Bank of America —la segunda corporación financiera más poderosa de los EE UU hoy y una de las más arteras según los indignados—. El coste de la obra fue amortizado hace cincuenta años y el puente, administrado y gestionado por un ente autónomo, el Golden Gate Bridge, Highway and Transportation District (al que se le suele llamar Golden Gate District) prevé unos ingresos para este año fiscal de 167 millones de dólares (133 millones de euros), cantidad que proviene en la práctica totalidad de los 40 millones de vehículos que cruzan la estructura anualmente y pagan entre 6 dólares, los turismos, y 42, los camiones de gran tonelaje.

¿Celebrity? Es el gran puente, la magia colgante, el más cinemático: actúa en más de cien películas, entre ellas 30 grandes producciones de Hollywood, desde Vértigo (1958) a Entrevista con el vampiro (1994), y ha sido atacado en las ficciones cinematográficas por alienígenas, la Masa o  pulpos gigantes. Con las ganas se quedó, según nos cuentan los servicios de inteligencia, Al Qaeda, alguno de cuyos simpatizantes grabó vídeos del Golden Gate con interés que iba más allá de la recolección de souvenires digitales. El supuesto yihadista no llamó la atención: el puente es la obra civil más retratada y filmada del mundo por aficionados.

Desde que vivo en San Francisco he ido al puente muchas veces, de día y de noche: para admirarlo y para sorprenderme de su magnetismo icónico (en el sentido ortodoxo: un objeto que va más allá de lo simbólico para alcanzar un carácter sagrado); para mentar la madre a los japoneses con bicicletas alquiladas que están a punto de atropellarte al mínimo descuido y a los gringos que acuden para lucir el atuendo de triatleta de haute couture high tech; para mondarme con los argentinos gritando con acento barrabravista "¡que bello que sos!" y de las excursiones de bachilleres de la Costa Este que entonan el mantra nacional "¡oh my God, it's amazing!", para, en fin, sufrir el vértigo de la estructura móvil que, bajo los pies, se balancea con el nada poético tráfico contínuo de vehículos y el más lírico y vivificante vient0 que llega del océano, al oeste, y entra en la hermosa bahía de San Francisco, al este...

Ahora ya no puedo ver al puente con los mismos ojos de inocente recién llegado, no puedo cautivarme por el ensueño de color naranja internacional, de los cables y torres-escultura que presiden la entrada a uno de los enclaves naturales más bellos que conozco.

Algo ha cambiado en mi mirada. El Golden Gate me parece un monumento a la muerte. Aún peor: un recordatorio de que a casi nadie le importa la tragedia de sus semejantes.

Este vídeo, cuyas imágenes reales de suicidas lanzándose del puente son duras (por reales), es un montaje resumido a partir de escenas del documental The Bridge (Eric Steel, 2006) —aquí pueden verlo completo, lo recomiendo—, la primera película en presentar imágenes explícitas de un tema tabú: los suicidios en el Golden Gate Bridge y la falta absoluta de voluntad política y social por evitarlos.

Desde que se inaguró, casi 1.600 personas (no hay un censo exacto) se han matado lanzándose desde el puente, el lugar del mundo desde el que más suicidios se cometen, a una media de entre dos y tres por mes.

¿Se podrían evitar los suicidios? La respuesta quizá esté en la nota que dejó una de las personas que se tiró desde el puente: "¿Por qué lo ponen tan fácil?".

Es realmente fácil si uno está decidido a morir, si crees que tu presencia en el mundo es un estorbo, si la bilis negra te ha invadido, si sufres tanto que el alivio pasa por la aniquilación. La barandilla tiene 1,20 de altura, no hace falta esfuerzo para pasar una pierna por encima sea cual sea tu talla o condición. Según el diseño original debería haber sido más alta, pero la rebajaron para no "entorpecer" la vista.

También fue una decisión de último momento, y también fue estético el razonamiento, no añadir una barrera antisuicidios en forma de malla metálica o red, tal como la que tienen, por ejemplo, el Empire State, la Torre Eiffel o todos los monumentos y puentes peatonales del mundo.

Hay dos groseras realidades en torno a la barrera-red. Primera, durante la construcción del puente hubo una red instalada para proteger a los obreros de accidentes: 19 se preciptaron al vacío y todos se salvaron. Segunda: el primer tramo del puente desde el lado de San Francisco sí tiene una malla —vean las fotos de abajo—, pero es para evitar que los posibles suicidas escojan esa zona para lanzarse, porque abajo no hay mar, sino las antiguas instalaciones militares de Fort Point y los cuerpos podrían caer sobre turistas.

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Este libro —The Final Leap. Suicide on the Golden Gate Bridge (El último salto. El suicidio en el Golden Gate Bridge)—, escrito por John Bateson, director de un centro de prevención del suicidio y ayuda a suicidas potenciales, y editado hace unos meses por la University Of California Press, incluye un apéndice de 34 páginas de letra menuda con el nombre, apellido, edad y sexo de cada uno los suicidas de los que se tiene conocimiento hasta finales de 2010 —la misma relación, pero sin la identidad puede encontrarse en la web de la madre de uno de de ellos, un chico de 20 años, Matthew Whitmer, cuyo cuerpo nunca fue encontrado tras mandar un sms a su mejor amigo ("peace out", una forma de decir adiós) y saltar desde el puente—.

Es la obra definitiva y más completa sobre el delicado asunto que el cuerpo socio-económico de la ciudad de San Francisco parece querer evadir: la convivencia con el monumento desde el que se matan más personas, la cíclica negativa, desde hace treinta años y siempre por motivos meramente estéticos, a colocar un sistema que disuada a los suicidas, y la amplia onda de dolor que expande el Golden Gate —por cada suicidio hay por término medio seis personas afectadas de manera directa, de modo que los 1.600 han causado un intensísimo e incurable dolor a casi 10.000 personas—.

"Si hay red, los suicidas se irán a otro lugar para suicidarse", se podría arguir. Los especialistas dicen que no, que el fácil acceso al lugar (andando), la ridícula barandilla, la muerte casi segura tras la caida —impacto con el agua a 120 kilómetros por hora, rotura de casi todos los huesos y órganos internos vitales del cuerpo y laceraciones gravísimas— y también el magnetismo del lugar (lo que el padre de un suicida llamó "el mito de la muerte limpia y perfecta, la regla dorada del suicidio") tienen mucho que ver con la elección. Otro dato: ninguno de los escasos 32 supervivientes declaró que tuviera un plan alternativo de suicidio, otra localización.

Hay demasiado sinsentido en torno al asunto. Unos cuantos ejemplos: las cámaras de vídeo-vigilancia están dedicadas prioritariamente a asuntos de "seguridad nacional", es decir y hablando en plata, a vigilar personas con aspecto árabe; los teléfonos 'anti-crisis' situados en las entradas del puente no conectan con especialistas en prevención de suicidios, sino con la Policía; las farolas del puente están numeradas para que sea más fácil a los testigos avisar desde donde saltan los suicidas...

Muchos padres de suicidas se han agrupado en The Bridge Rail Foundation, cuyo fin primordial es conseguir que el Golden Gate Bridge District decida de una vez colocar una red.

Tras mucha reacción negativa de las autoridades y de la opinión pública —el turismo es la principal industria de San Francisco y el Golden Gate es la joya de la corona de la ciudad, la gran dinamo que pone en funcionamiento muchas cajas registradoras—, los gestores del puente aprobaron en 2010, refunfuñando, la instalación de la red.

El estudio técnico previo lo pagaron fondos estatales (7 millones de dólares). Concluyeron que el sistema costaría 50 millones (40 millones de euros). Ahora, el District dice que no tiene dinero para afrontar la inversión.

Podían empezar ahorrando el millón y medio de dólares del festival pirotécnico de mañana para celebrar el 75º aniversario. Lanzar fuegos de artificio en un trampolín desde el que han saltado hacia la muerte 1.6000 seres humanos no es de buen gusto.

[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
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Una carrera para 'elevar la moral' (y desnudarse)

[Foto: Jose Ángel González]

Acaso crean ustedes, si es que han leído alguna otra entrada de este blog, que los habitantes de San Francisco, sin diferencia de sexo, edad o condición, tienen una arcana necesidad de desnudarse en público. No andan errados: se despelotan a las primeras de cambio.

La oronda pareja de la foto hizo ayer la carrera popular Bay to Breakers, que se celebra desde hace 101 años el tercer domingo de mayo. La edición de 2012 reunió a 40.000 corredores inscritos. Entre 30 y 40.000 más participaron sin dorsal en el gran carnaval de la carrera (eufemismo empleado conscientemente con cierto regusto maligno por cualquiera que hable del evento).

Los 12 de kilómetros del recorrido atraviesan San Francisco desde el Embarcadero, al borde de la bahía (bay), y acaban en el extremo oeste, en Ocean Beach, donde el Pacífico se estrella contra los rompientes (breakers).

La competición seria la ganaron el keniata Sammy Kitwara, que ya se había impuesto en 2009 y 2010, y la etíope Mamitu Daska. Me parece que sólo les importa a ellos, que se repartieron 40.000 euros en premios. Los demás se dedicaron, sobre todo, a desbarrar.

El evento es san franciscano en un cien por cien: una oportunidad para dar gritos, divertirse, jugar al disfraz —desnudez incluida— y pillarse una borrachera afterhours: la salida es a las siete de la mañana y, aunque la carrera acaba en torno al mediodía, la fiesta se prolonga hasta entrada la tarde.

Desde el año pasado el consumo de alcohol está prohibido —el desmán alcanzaba proporciones proteicas incluso para una ciudad que lleva con tanta honra el pantagruelismo—, pero la vigilancia y la represión son bastante light (los agentes se limitan incautar y tirar a la basura las latas y botellas que cantan demasiado) y la imaginación muy heavy: raciones de gelatina de vodka o whisky, pistolas de agua cargadas con otros líquidos, tanques colgados a la espalda...

La carrera, la más antigua del mundo en celebrarse de manera continuada —durante la II Guera Mundial hubo ediciones con sólo medio centenar de participantes—, responde al objetivo de los primeros organizadores: elevar la moral de los habitantes de la ciudad tras el desastroso terremoto de 1906.

Que la moral sigue elevada lo pueden comprobar con las fotos que siguen.

[Foto: Jose Ángel González]
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I[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]


Cuatro casas muy hippies y una iglesia negra


Ver Cuatro casas muy hippies y una iglesia negra en un mapa más grande

La propuesta de hoy tiene que ver con cuatro casas y una iglesia. En tres de las primeras residieron rutilantes estrellas musicales de la era de Acuario, el tiempo sedoso y bastante ciego del hippismo. En la quinta vivió el hombre que apuntilló el ideal hppie, un sicópata que comandaba a una pandilla de hijos de las flores en busca de sangre. La iglesia, habitada por un lunático ventajista, estaba dedicada a honrar a Satanás y predicar el advenimiento del mal sobre el mundo.

Como ven, hay cierto equilibrio taoísta entre los lugares: los dioses, el martillo contra los dioses forjado con su propia simiente divina y el envés de dios.

El mapa ubica los lugares: las cinco primeras casas están apiñadas en la zona de Haight-Ashbury, centro de operaciones del verano del amor (1967), una época en la que unas 100.000 personas de todos los EE UU convergieron el el barrio para, entre otros afanes, drogarse, predicar el advenimiento de la armonía universal, leer a Herman Hesse —al que si estás drogado le puedes perdonar las pamplinas y el tedio—, hacer el amor con insistencia gimnástica y, de nuevo, drogarse. Si les sobraba algo de tiempo en las apretadas agendas, se drogaban otra vez. El esplendor sensorial nunca era suficiente.

No es imposible que los habitantes de las cuatro casas y la iglesia del tour que les he preparado hayan coincidido en alguna ocasión. Estaban todos bastante locos y la demencia es el único partido político que no necesita convocar a sus fieles: se buscan y encuentran por sí mismos.

  Casa de Grateful Dead [Foto: Jose Ángel González]

A esta bellísima mansión victoriana de tonos violeta —710 Ashbury Street— todavía se acercan los deadheads más apasionados para fumarse un porro eucarístico. Fue la casa-comuna, entre 1966 y 1968, del grupo Grateful Dead, quizá el más venerado por los hippies por sus eternas y circulares improvisaciones de música psicodélica, muy relacionadas con la influencia que sobre la banda ejercía su principal mecenas y colega, Owsley Stanley, el Oso, un hombre con manos mágicas para la química: sintetizó más de un millón de dosis de LSD entre 1965 y 1967.

La casa de los Dead estaba abierta a cualquier hora del día o la noche y algo siempre estaba en marcha allí dentro. En octubre de 1967 fue asaltada por la policía, que no llevaba orden de registro. "Esto os pasa por consumir la hierba de la muerte", dijo el agente de narcóticos que dirigía el operativo. Intentaron acusar a las once personas que detuvieron de posesión de marihuana, "un delito equiprable al homicidio", pero se quedaron con las ganas. El caso, para regocijo popular, fue archivado con reprimenda incluida del juez al inflamado agente.

La casa-comuna de Grateful Dead en 1967

Casa de Janis Joplin [Foto: Jose Ángel González]
A unas pocas manzanas de distancia, en la casa también violeta de la foto —112 Lyon Street— vivió entre 1967 y 1968 Janis Joplin, que se traladó al barrio porque estaba cansada de la rutina ajetreada de la comuna de Sausalito que compartía con los demás músicos de su primer grupo, Big Brother and The Holding Company. Todavía no era famosa, pero apuntaba maneras de interprete de desgarrados reclamos de pasión y pérdida.

Joplin pintó las habitaciones de la casa de negro, la llenó de brocados de la India, encendió muchas barras de incienso e invitó a que se mudase a su entonces novio, el cantante Country Joe McDonald. A principios de 1968 el casero la echó por tener una mascota, un perro con cierto porcentaje de collie que se llamaba George.

La historia de la chica más solitaria del mundo acabó, como es bien conocido, en octubre de 1970 en un triste motel de Hollywood. La casa, en un giro en el cual es posible adivinar una mano divina, fue convertida en 1999 en un centro de rehabilitación de homeless toxicómanos. Ahora vuelve a ser una vivienda particular.

Janis Joplin en su casa de la calle Lyon

Casa de Jimi Hendrix [Foto: Jose Ángel González]

De estas cuatro rechamantes casas gemelas, la de la derecha fue la residencia ocasional de otro miembro del club de los 27, esa pandilla de ídolos pop que se murieron o quitaron del medio a los 27 años. El guitarrista Jimi Hendrix pasó en San Francisco varios meses de los años 1967 y 1969 y le gustaba hospedarse en un apartamento del número 142 de Central Avenue, a unos pasos de la casa de Joplin, con quien se llevaba bien.

Aunque la tan efímera como potente carrera de Hendrix se gestó en Europa —grabó en Londres sus primeros tres discos—, en San Francisco se convirtió en un héroe de masas (aún lo es, el año pasado el Ayuntamiento decidió celebrar cada 13 de septiembre el Día de Jimi Hendrix), al consumar una efectista y muy inteligente actuación  en el primer festival hippie, el Monterrey Pop (junio de 1967), organizado por la mafia musical de la ciudad, dominada por Grateful Dead. También del festival salió convertida en una estrella Janis Joplin.

Casa de Charles Manson [Foto: Jose Ángel González]
El residente de la casa con menos personalidad de esta galería, ese bloque amarillento de dos plantas —en el 636 de Cole Street— fue el que más daño hizo: Charles Manson, líder de la Familia Manson, una secta personalista de hippies cegados por el speed, la dominación sexual y el lavado de cerebro.

Recién saldio de la cárcel en marzo de 1967, Manson se dirigió a San Francisco para buscar seguidores y practicar las dotes de persuasión sicológica que le había enseñado un cienciólogo preso. Entre el marasmo de hippies, muchos de ellos desnortados, que poblaban el Golden Gate Park, a dos minutos de su apartamento, reclutó a las primeras mansonitas: Mary Brunner y Lynette Fromme. Ninguna estuvo relacionada directamente con el asesinato de la actriz Sharon Tate y otras cuatro personas en agosto de 1969, en el suceso bestial que puso fin a los dulces sueños de los años del flower-power, pero ambas fueron condenadas a largas penas de cárcel. Fromme todavía está entre rejas.

La Casa Negra, sede de la Iglesia de Satán

Antiguo emplazamiento de la Casa Nagra [Foto: Jose Ángel González]
La casa negra de la primera de estas dos fotos, construida en 1905 y ubicada en el número 6114 de la calle California, fue la sede, entre 1966 y 1997, de la Iglesia de Satán, el culto que presidía Anton LaVey, el Papa Negro.

Aunque los partidarios de LaVey intentaron reunir dinero para mantenerla en pie, la casa fue derribada por ruina y en su lugar construyeron un aséptico bloque de apartamentos, identificados con los números 6118, 6120 y 6122 (segunda foto). La numeración original ha desaparecido porque los inquilinos estaban cansados de las visitas de satanistas, de pacotilla o no tanto. De vez en cuando todavía aparece alguno y traza algún símbolo arcano en la acera. También han tenido que colocar los números en una placa de una sola pieza, porque robaban una vez y otra los tres seises iniciales para componer la marca de la Bestia.

LaVey —que era un buen negociante en un momento en el que los cultos negros estaban en alza— fue muy famoso en su momento, se codeó con intelectuales y celebró misas negras en la iglesia, en la que residía con su mujer, la gran sacerdotisa Blanche Barton, y con su hija, Zeena.

Algunos investigadores han relacionado a la Familia Manson con la Iglesia de Satán y LaVey se presentaba como asesor de la película La semilla del diablo, que acababa de rodar Roman Polansy cuando los mansonitas mataron a su mujer Sharon Tate.

Mi exposición en el Blue Danube

Algunas de mis fotos en el Blue Danube [Foto:Jose Ángel González]

El que hace fotos a las fotos —y al espejo donde la vida es tan nítida y al tiempo engañosa como en algunas fotos— soy yo. Las fotos también son yo. Disculpen la mala concordancia entre verbo y complemento. Es mala porque es cierta. El error está casi siempre más cerca de la verdad que el acierto. También en la fotografía: cada buena foto nace de un accidente, un fallo, una tropelía...

El lugar donde vive el espejo y residirán temporalmente mis fotos durante el mes de mayo es el Blue Danube, una cafetería situada cerca de casa, a sólo cuatro bloques (algo debe estar pasando en mi hipotálamo o en mis lengua para que sea bloques la palabra correcta y no manzanas). El Blue Danube es uno de esos coffee houses yanquis donde los muebles son hijos bastardos de muchos padres, no hay una sola silla emparejada y guardan galletas Oreo en un bote para que la transgenia se te cuele en la merienda.

Los coffee houses son hogares potenciales, úteros plácidos, plataformas de despegue. No huelen, como los bares españoles, a aceite que fue utilizado en la batalla de Lepanto, sino a un aroma que combina el mal café —saben hacer rock and roll y mezclan hip-hop como nadie, pero, por alguna indisposición anímica, no son capaces de preparar un café decente—, el after shave Old Spice, el betún y los raspberries o blueberries o blackberries o como demonios se llamen las docenas de tipos de bayas silvestres que baten con leche y hielo para hacer granizados que rebautizaron como smoothies, una bebidita que se toman tan en serio como para dedicarle un Wiki How.

El Blue Danube me gustó desde la primera vez que pisé el barrio y les juro que no fue a causa del nombre. Después de Francia, Austria es el que país al que invadiría si una distopía me convirtiese en Jefe Supremo. Les obligaría a leer a Unamuno y Cioran como disciplina obligatoria, mandaría destruir todos los angelotes de yeso del país, declararía ilegal el concierto de año nuevo y poblaría el Danubio Azul con pirañas amazónicas. Austria es mi pesadilla y a las pesadillas se les entra con determinación y pirañas.

 Algunas de mis fotos en el Blue Danube [Foto:Jose Ángel González]

En el Blue Danube sobran los espejos. El más grande, ornamentado, excesivo, podría pertenecer a un palacete austriaco. He colgado a ambos lados, en los espacios vacíos, fotos pequeñas, agrupadas, buscando el equilibrio, ese imposible.

Mi exposición se titula New Life for Old Frames (Vida nueva para viejos marcos). Son cincuenta fotos colocadas en marcos que he ido recolectando durante los últimos meses en tiendas de segunda mano y garaje sales. Me he convertido en un experto en el vicio nada oneroso —el marco más caro me costó 6 dólares (4,5 euros)— de adivinar marquetería entre los peroles, electrodomésticos mellados, ropa con las Tortugas Ninja y demás restos del vómito capitalista que regurgitan los hogares donde bendicen el mac and chesse de cada cena cena con un versículo de la Escuela de Chicago.

Pido por las fotos, muy en contra de los criterios de Keynes y su camarilla, bastante poco, entre 35 y 45 dólares (26 y 34 euros). Vendí una el primer día y algunos amigos han prometido comprar alguna más. Nunca viviré de esta vaina (algo me sucede, me latinizo, ya les dije).

En el Blue Danube trabaja buena gente. Tengo especial cariño por uno de los baristas, S., del sur mexicano, un tipo con la sonrisa siempre abierta y el aura iluminada de los mayas. Le gusta el fútbol de patio de colegio del Barcelona, como a mí, y dentro de esa pandilla de niños traviesos y dinamiteros prefiere, también como yo, a Xavi Hernández, el tupé más elegante sobre los pastos del mundo.

Eso era. Nada más. Expongo por primera vez en San Francisco. Como aquí no me ha sobrado precisamente el tiempo —la supervivencia reclama una entrega agotadora—, casi todas las fotos vienen de España, es decir, las hice del lado de allá, en ese otro país cuya ciudadanía dicen los papeles que detento.

Inserto algunas. Hay más en la nueva web que, aprovechando la circunstancia, he montado.

[Foto:Jose Ángel González]
[Foto:Jose Ángel González]
[Foto:Jose Ángel González]


 

Jose Ángel González


Crónicas vitales de un periodista español emigrado a la Bahía de San Francisco, en California, el estado con mayor presencia de latinos e hispanohablantes de los Estados Unidos.
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