Golden Gate Bridge: 75º aniversario y 1.600 suicidios
Con ustedes, el Golden Gate Bridge. Si el nombre nos define y perfila nuestro carácter, aquí no hay duda de la ampulosidad: el Puente de la Puerta Dorada.
Este domingo, el Golden Gate cumple 75 años. San Francisco lo celebra como si se tratase de un jubileo real.
¿Hermoso? Sin duda alguna: equilibrado, elegante, con un muy charmant diseño art déco y ese color que domina sin estridencias al azul verdoso del Pacífico —naranja internacional, el mismo tono, humildad, ninguna, que el empleado por la industria aeroespacial para señalar sus instalaciones—.
¿Admirado? Por muchos: nada menos que entre nueve y diez millones de personas cada año van al puente por el simple placer de verlo: acuden más visitantes que a ningún otro monumento del mundo. También babean los ingenieros —ese gremio de prepotentes que imaginan a la humanidad manejada por fórmulas que puede resolver una calculadora de bolsillo—, que flipan todavía con el milagro de la estructura colgante construida a lo largo de cuatro años y, hasta 1962, la más larga del mundo (1,28 kilómetros en suspensión y 2,7 si añadimos los accesos) y una de las más altas (75 metros desde la plataforma hasta el agua). El puente figura en todos los top ten de las obras de arquitectura e ingeniería más famosas del siglo XX.
¿Millonario? La duda ofende. Tanto como corresponde a una vía de comunicación entre uno de los condados más ricos de los EE UU, Marin —refugio de potentados y estrellas de cine— y San Francisco, que no se queda atrás en coste de vida astronómico. La construcción costó unos 35 millones de dólares de los años treinta, mucho dinero, sobre todo tras el crack de 1929. Si se trasladase la cantidad a día de hoy, aplicando las fórmulas económicas de ajuste, representaría 1.200 millones de dólares (casi mil millones de euros). La inversión inicial la aportó el banquero Amadeo Giannini, hijo de italianos de Liguria que se convertiría en el fundador del Bank of America —la segunda corporación financiera más poderosa de los EE UU hoy y una de las más arteras según los indignados—. El coste de la obra fue amortizado hace cincuenta años y el puente, administrado y gestionado por un ente autónomo, el Golden Gate Bridge, Highway and Transportation District (al que se le suele llamar Golden Gate District) prevé unos ingresos para este año fiscal de 167 millones de dólares (133 millones de euros), cantidad que proviene en la práctica totalidad de los 40 millones de vehículos que cruzan la estructura anualmente y pagan entre 6 dólares, los turismos, y 42, los camiones de gran tonelaje.
¿Celebrity? Es el gran puente, la magia colgante, el más cinemático: actúa en más de cien películas, entre ellas 30 grandes producciones de Hollywood, desde Vértigo (1958) a Entrevista con el vampiro (1994), y ha sido atacado en las ficciones cinematográficas por alienígenas, la Masa o pulpos gigantes. Con las ganas se quedó, según nos cuentan los servicios de inteligencia, Al Qaeda, alguno de cuyos simpatizantes grabó vídeos del Golden Gate con interés que iba más allá de la recolección de souvenires digitales. El supuesto yihadista no llamó la atención: el puente es la obra civil más retratada y filmada del mundo por aficionados.
Desde que vivo en San Francisco he ido al puente muchas veces, de día y de noche: para admirarlo y para sorprenderme de su magnetismo icónico (en el sentido ortodoxo: un objeto que va más allá de lo simbólico para alcanzar un carácter sagrado); para mentar la madre a los japoneses con bicicletas alquiladas que están a punto de atropellarte al mínimo descuido y a los gringos que acuden para lucir el atuendo de triatleta de haute couture high tech; para mondarme con los argentinos gritando con acento barrabravista "¡que bello que sos!" y de las excursiones de bachilleres de la Costa Este que entonan el mantra nacional "¡oh my God, it's amazing!", para, en fin, sufrir el vértigo de la estructura móvil que, bajo los pies, se balancea con el nada poético tráfico contínuo de vehículos y el más lírico y vivificante vient0 que llega del océano, al oeste, y entra en la hermosa bahía de San Francisco, al este...
Ahora ya no puedo ver al puente con los mismos ojos de inocente recién llegado, no puedo cautivarme por el ensueño de color naranja internacional, de los cables y torres-escultura que presiden la entrada a uno de los enclaves naturales más bellos que conozco.
Algo ha cambiado en mi mirada. El Golden Gate me parece un monumento a la muerte. Aún peor: un recordatorio de que a casi nadie le importa la tragedia de sus semejantes.
Este vídeo, cuyas imágenes reales de suicidas lanzándose del puente son duras (por reales), es un montaje resumido a partir de escenas del documental The Bridge (Eric Steel, 2006) —aquí pueden verlo completo, lo recomiendo—, la primera película en presentar imágenes explícitas de un tema tabú: los suicidios en el Golden Gate Bridge y la falta absoluta de voluntad política y social por evitarlos.
Desde que se inaguró, casi 1.600 personas (no hay un censo exacto) se han matado lanzándose desde el puente, el lugar del mundo desde el que más suicidios se cometen, a una media de entre dos y tres por mes.
¿Se podrían evitar los suicidios? La respuesta quizá esté en la nota que dejó una de las personas que se tiró desde el puente: "¿Por qué lo ponen tan fácil?".
Es realmente fácil si uno está decidido a morir, si crees que tu presencia en el mundo es un estorbo, si la bilis negra te ha invadido, si sufres tanto que el alivio pasa por la aniquilación. La barandilla tiene 1,20 de altura, no hace falta esfuerzo para pasar una pierna por encima sea cual sea tu talla o condición. Según el diseño original debería haber sido más alta, pero la rebajaron para no "entorpecer" la vista.
También fue una decisión de último momento, y también fue estético el razonamiento, no añadir una barrera antisuicidios en forma de malla metálica o red, tal como la que tienen, por ejemplo, el Empire State, la Torre Eiffel o todos los monumentos y puentes peatonales del mundo.
Hay dos groseras realidades en torno a la barrera-red. Primera, durante la construcción del puente hubo una red instalada para proteger a los obreros de accidentes: 19 se preciptaron al vacío y todos se salvaron. Segunda: el primer tramo del puente desde el lado de San Francisco sí tiene una malla —vean las fotos de abajo—, pero es para evitar que los posibles suicidas escojan esa zona para lanzarse, porque abajo no hay mar, sino las antiguas instalaciones militares de Fort Point y los cuerpos podrían caer sobre turistas.
Este libro —The Final Leap. Suicide on the Golden Gate Bridge (El último salto. El suicidio en el Golden Gate Bridge)—, escrito por John Bateson, director de un centro de prevención del suicidio y ayuda a suicidas potenciales, y editado hace unos meses por la University Of California Press, incluye un apéndice de 34 páginas de letra menuda con el nombre, apellido, edad y sexo de cada uno los suicidas de los que se tiene conocimiento hasta finales de 2010 —la misma relación, pero sin la identidad puede encontrarse en la web de la madre de uno de de ellos, un chico de 20 años, Matthew Whitmer, cuyo cuerpo nunca fue encontrado tras mandar un sms a su mejor amigo ("peace out", una forma de decir adiós) y saltar desde el puente—.
Es la obra definitiva y más completa sobre el delicado asunto que el cuerpo socio-económico de la ciudad de San Francisco parece querer evadir: la convivencia con el monumento desde el que se matan más personas, la cíclica negativa, desde hace treinta años y siempre por motivos meramente estéticos, a colocar un sistema que disuada a los suicidas, y la amplia onda de dolor que expande el Golden Gate —por cada suicidio hay por término medio seis personas afectadas de manera directa, de modo que los 1.600 han causado un intensísimo e incurable dolor a casi 10.000 personas—.
"Si hay red, los suicidas se irán a otro lugar para suicidarse", se podría arguir. Los especialistas dicen que no, que el fácil acceso al lugar (andando), la ridícula barandilla, la muerte casi segura tras la caida —impacto con el agua a 120 kilómetros por hora, rotura de casi todos los huesos y órganos internos vitales del cuerpo y laceraciones gravísimas— y también el magnetismo del lugar (lo que el padre de un suicida llamó "el mito de la muerte limpia y perfecta, la regla dorada del suicidio") tienen mucho que ver con la elección. Otro dato: ninguno de los escasos 32 supervivientes declaró que tuviera un plan alternativo de suicidio, otra localización.
Hay demasiado sinsentido en torno al asunto. Unos cuantos ejemplos: las cámaras de vídeo-vigilancia están dedicadas prioritariamente a asuntos de "seguridad nacional", es decir y hablando en plata, a vigilar personas con aspecto árabe; los teléfonos 'anti-crisis' situados en las entradas del puente no conectan con especialistas en prevención de suicidios, sino con la Policía; las farolas del puente están numeradas para que sea más fácil a los testigos avisar desde donde saltan los suicidas...
Muchos padres de suicidas se han agrupado en The Bridge Rail Foundation, cuyo fin primordial es conseguir que el Golden Gate Bridge District decida de una vez colocar una red.
Tras mucha reacción negativa de las autoridades y de la opinión pública —el turismo es la principal industria de San Francisco y el Golden Gate es la joya de la corona de la ciudad, la gran dinamo que pone en funcionamiento muchas cajas registradoras—, los gestores del puente aprobaron en 2010, refunfuñando, la instalación de la red.
El estudio técnico previo lo pagaron fondos estatales (7 millones de dólares). Concluyeron que el sistema costaría 50 millones (40 millones de euros). Ahora, el District dice que no tiene dinero para afrontar la inversión.
Podían empezar ahorrando el millón y medio de dólares del festival pirotécnico de mañana para celebrar el 75º aniversario. Lanzar fuegos de artificio en un trampolín desde el que han saltado hacia la muerte 1.6000 seres humanos no es de buen gusto.