Carnaval 'majo'
Mi Japón empieza con un haiku de Yosa Buson (Aún más conmovedoras / A la luz de linternas / Las oraciones en noches frías) y acaba con los títulos de crédito de la tristísima Tokyo Story, de Yasujirō Ozu. Es decir, es un Japón bastante acotado, tanto por la inflexible dictadura temporal —el poeta vivió en el siglo XVIII y la película es de 1953—, como por mis opciones, desvaríos y carencias, que son bastantes y van a más.
He frecuentado con agrado algunos productos japoneses extra (las fotos del acechador Daido Moriyama, un par de novelas del suicida tradicionalista Yukio Mishima, las películas de Akira Kurosawa...); he sucumbido, como todos los occidentales, frente las redes trendy del consumo de pescado crudo y tengo alguna cámara fotográfica made in Japan del tiempo lejano en que no las franquiciaban para que las ensamblasen los esclavos chinos.
Ahí termina mi japonesismo. No me gustan el manga, la ceremonia del té, el zen y el aikido (soy de Robert Crumb, café y tai-chi); jamás me pondría un kimono excepto en privado y, si estuviera en mi mano, prohibiría por decreto ley las vídeo consolas y los animales rechonchos con poderes sobrenaturales. Para superbicho me basta con el cerdo.
Admito, en suma, que no soy el más indicado para ejercer la crítica, pero quizá ustedes se hayan formulado en los espacios de arena del insomnio la misma pregunta que me acosa: ¿qué demonios pasa en ese país para que todo lo kawaii (bonito, majo, riquiño, adorable, cute, verbigracia, pegajoso) se convierta en objeto de devoción e incluso los aviones de transporte de pasajeros lleven mascotas alienantes sobre el fuselaje?
Sin que abunde en mi perplejidad creciente —la semana pasada me enteré en un libro de la existencia de restaurantes de shabu-shabu donde las camareras que sirven las lonchas de carne no llevan bragas bajo las falditas: no pants shabu-shabu, el nombre produce escalofríos—, ya pueden imaginar con que ánimo asistí este fin de semana en Japatown al J-Pop Summmit Festival de este año, una parranda callejera montada con la excusa de celebrar la cultura pop japonesa y sus múltiples nichos.
Con potente financiación de la retalista japonesa de casual-wear que patrocina al tenista Novak Djokovic, Uniqlo —que está a punto de abrir su primera tienda en San Francisco— y de Sega —cuyo lema corporativo lo dice todo: "la vida es diversión"—, el festival fue un punto de encuentro para todos los cosplayers con deseos de exhibirse disfrazados de sus kemonomimi, héroes venerados y todas las variedades de lolita que la imaginación admite, que son muchas más de las que usted y yo podamos presentir en nuestras noches más afiebradas.
Soy gallego. El disfraz, según me ha enseñado la atávica tradición del antroido, es solamente una forma existencial de ocultarse y cualquier trapo es válido para ese destino. Si tienes que ir a una tienda y pagar media nómina por el material con copyright, el disfraz bifurca su circunstancia: artificio y atraco.
Les dejo unas cuantas fotos que hice en el J-Pop. Yo me retiro a leer a Yosa: Sobre la imagen santa / se permite un excremento / la golondrina . O, si me lo permiten, a recordar una cantiga: Adeus martes de Entroido, / adeus, meu amiguiño, / ata Domingo de Pascua / non comerei máis touciño.