Nunca una corbata fue tan grosera. Al hombre de la mirada opaca le llamaban Ishi y le presentaban como el último "indio salvaje" de los EE UU, pero en realidad su verdadero nombre no lo compartió con nadie porque en su tribu, los Yahi, del grupo de los Yana, los nombres propios sólo se mencionaban para insultar y revelarlos era como entregar tu intimidad.
Ishi significa hombre y así le llamaron los rostros pálidos que le encontraron, el 29 de agosto de 1911, cuando intentaba robar un trozo de carne en Oroville, en el norte montañoso de California. Se cubría con una piel, llevaba un cayado largo, estaba extremadamente desnutrido —luego se supo que llevaba tres años nomadeando sin rumbo y en solitario por la zona— y escapaba de una ola de incendios forestales que le había dejado sin refugio.
Como no sabían qué hacer con él, los vecinos le dieron cobijo en la cárcel del pueblo. Cientos de visitantes se acercaban a ver al "salvaje", cuya "captura" apareció en los diarios con la categoría de una gran noticia.
Hasta mucho después a nadie le pareció necesario indagar sobre la historia previa de Ishi, que no había sido precisamente edénica. Nacido en torno a 1860, cuando la comunidad yahi de California era de unas 400 personas y el pueblo Yana de entre 1.500 y 3.000, vivió en los bosques umbrosos del norte del estado, entre el llano pluvial de Central Valley y las montañas alpinas de Sierra Nevada.
Como todos los yahi, era buen cazador de ciervos, creía en una cosmogonía manejada por el equilibro entre el zorro (el viento) y el coyote (el fuego), moraba en cabañas de tipo wigwam en forma de domo y hablaba un idioma que tenía muy poco que ver con los patrones morfológicos de los otros dialectos indígenas de la región.
Lo lejano y escarpado del país cuidó de los yani hasta que alguien, en torno a 1848, descubrió en la zona grandes yacimientos auríferos. La Fiebre del Oro de California fue una época de gatillo fácil y limpieza étnica consentida por motivos económicos para permitir a los buscafortunas sacarse de encima a los indios sin temor a la ley, utilizar los acuíferos a su antojo e incendiar los bosques. La población nativa del estado, estimada en 150.000 habitantes en 1845, disminuyó a menos de 30.000 en 1870. Los poblados Yahi sufrieron varias masacres genocidas e Ishi fue el único superviente.
Desde el 4 de septiembre de 1911 todos los movimientos del "último salvaje" están tabulados. Dos profesores universitarios de antropología lo trajeron a San Francisco y lo convirtieron en objeto de estudio: grabaron su voz, lo entrevistaron con ayuda de indios de otras tribus, aplaudieron sus dotes artesanas y lo convirtieron en la gran atracción del Museo de Antropología, inagurado en octubre y visitado en los siguientes seis meses por 24.000 personas encantadas de ver a Ishi disparar con arco y gran precisión contra una diana situada a más de treinta metros.
Le trataron bien pero con la benevolencia paternal de un padre blanco. Tenía a su disposición un cuarto en el museo, pero Ishi prefería pasar las horas en una cueva, cerca de un bosquecillo. No le disgustaba la ciudad, aunque temía quedarse atrapado cuando estaba en una multitud y se mostraba especialmente receloso cuando había mujeres presentes.
Sus benefactores, que viajaron con Ishi de regreso a las tierras altas donde había nacido para explorarlas, le ofrecieron dejarlo allí, pero se negó en redondo y pidió, sin dar explicaciones, que le llevasen de regreso a San Francisco.
El 25 de marzo de 1916, después de menos de cinco años entre los hombres blancos, Ishi murió de tuberculosis, una enfermedad que había viajado a América, como los colonizadores, desde Europa.
Pese a que las creencias de su pueblo establecían que los cadáveres debían realizar el tránsito hacia el otro mundo sin haber sido manipulados, los médicos le practicaron una autopsia y le extrajeron el cerebro, que fue enviado a un museo de Washington. Tras reclamaciones legales que se alargaron durante décadas, los colectivos de nativos americanos lograron la devolución de la masa encefálica en 2000. Finalmente, las cenizas íntegras del último indio salvaje fueron enterradas en un lugar no revelado del norte de California.
Ishi es recordado a menudo en ceremoniales políticamente correctos de esos que tanto abundan en los EE UU: nadie es culpable, hemos aprendido, todos somos héroes, etc. Bajo la superficie es fácil adivinar, por un lado, un miremos hacia otro lado colectivo y, por otro, el poderoso influjo de los american studies, esa disciplina universitaria dominada por el arribismo a la que nadie pone fronteras (un congreso de son jarocho o una degustación de comida angoleña-cajun son bienvenidos con el mismo entusiasmo y por el bien del melting pot) porque mueve millones en subvenciones públicas.
Mientras escribía esta entrada se difundieron los resultados de una encuesta de la National Hispanic Media Coaliton. El estudio establece que uno de cada tres estadounidenses equiparan la condición de "hispánico-latino" con la de "ilegal", cuando el porcentaje real de ilegales es del 18% sobre el conjunto de toda la población inmigrante.
El "indio salvaje" es ahora de otras tribus.