Los Giants de San Francisco, campeones mundiales del deporte más aburrido
Los Giants de San Francisco acaban de ganar la Serie Mundial de béisbol. Que la llamen mundial no quiere decir que se juegue en los cinco continentes: la disputan 29 equipos estadounidenses y uno canadiense. Ya sabemos la engañosa idea de geografía que ejercen por estos lares.
El béisbol es un deporte perfecto para la forma de afrontar la diversión de los EE UU: los partidos son eternos —el de anoche, el cuarto que ganaron los Giants consecutivamente para imponerse en una final al mejor de siete a los Tigers de Detroit, duró casi cinco horas— y el nivel de intensidad es episódico: sólo se torna explosivo, digamos, una vez cada hora.
Lo demás, es un radiante vacío para beber cerveza y comer cualquier proteina con alto nivel de lípidos envasada en bolsas. Las cadenas de televisión adoran el béisbol: hay más ventanas publicitarias en un sólo partido que en la parrilla del resto del día. Anuncian coches, comida en bolsas, más coches, teléfonos móviles y más comida en bolsas.
Este año la liga profesional, organizada por la MLB, celebró 2.400 partidos a los que asistieron casi 75 millones de espectadores. Es el evento que enloquece a los yanquis muy por encima del fútbol americano y el baloncesto, que no llegan a los 35 millones entre ambos. Si calculan las proteinas y lípidos consumidos en toda la temporada podrán entender con propiedad por qué los EE UU pierden todas las guerras que deciden unilateralmente iniciar: están fofos.
Los Giants, que parecían condenados a la medianía hace unos meses, renacieron de sus cenizas y redondearon unos playoffs casi perfectos gracias a su inteligente rotación de lanzadores, un gran juego en defensa y la fuerza bruta de Pablo Sandoval, un venezolano ultracatólico y de comportamiento infantil (le llaman Panda o Kung-Fu Panda y parece gustarle) al que, como al público del béisbol, le cuesta mantener un régimen alimenticio lógico —su peso, que llegó a ser de 120 kilos fue un problema para el equipo—.
Es el séptimo título del equipo y el segundo en tres años (en 2010 también ganaron). Mientras escribo esta entrada hay celebraciones espontáneas en el centro de la ciudad y en torno al estadio del equipo, el AT&T Park, pese a que la victoria definitiva se produjo en Detroit y fue seguida en San Francisco por televisión y en una pantalla gigante montada por el Ayuntamiento.
Vi parte del encuentro en casa y el agónico final —que se decidió en la primera entrada adicional, la décima— en el bar de la foto que abre la entrada. Digo agónico para recurrir a un fácil lugar común: el beísbol no es agónico en ningún caso, sino un deporte de escupir, mascar chicle, volver a escupir, tocarse el escroto, escupir otra vez, sacar un poco la lengua, hacer una seña y seguir escupiendo...
A no ser, claro, que la agonía venga dada porque a algún jugador le salgan de repente los esteroides por las orejas. La MLB ha sido repetidamente acusada de ser muy complaciente con el uso de sustancias prohibidas. No es necesario ser un experto ni esperar al análisis de orina: con una mirada basta para reconocer una presencia masiva de hormonas en los cuerpos inflados e imposibles de algunos jugadores dignos de un torneo de primer nivel de sumo.
Jugué al béisbol hasta los 17 años, mientras viví en Venezuela. Era bastante mediocre, pero me entretenía en la soledad esteparia de los tiempos muertos del juego pensando en las niñas que me gustaban y a las que mi timidez mantenía en un olimpo lejano. Entiendo las reglas: sé qué es una base por bolas, un robo, una curva hacia adentro y un sacrificio. Lo anoto para que no se diga que soy un europeo futbolero que no entiende la mística de ver a un hombre que parece una vaca blandiendo un palo para golpear una bola lanzada a 150 kilómetros por hora.
Los lanzadores de los Giants me gustan por razones extracurriculares: Brian Wilson, que está lesionado, porque todos los neuróticos me atraen; Tim Lincecum, por su aspecto desgarbado de rockero alternativo y porque tiene un Flickr absolutamente estúpido, y Sergio Romo porque parece un talibán afgano entre los infieles.
Tres notas y dudas de urgencia:
1. Las barbas. La abundancia de barbas entre los jugadores de los Giants nació de Brian Wilson y derivó en un eslogan que comparto: Fear the Beard (Teme a la barba). Se supone que pretende amedrentar a los contrarios, pero en una ciudad de hipsters neotradicionalistas tiene carácter existencial. Yo también temo a las barbas.
2. Los latin kings. Algunos colectivos que desean hacer de lo latino un lobby similar al judío, dieron la brasa con saña sobre el gran número de jugadores latinos en las plantillas de los equipos finalistas. Ninguno mencionó que el mejor pagado de ellos, el decepcionante Melky Cabrera —que fue hasta la temporada pasada de los Giants y ahora juega en Detroit— usó tetosterona y fue sancionado. Tampoco que organizó una campaña engañosa para intentar demostrar que era inocente mediante personas interpuestas a las que pagó para montar una web. El mensaje parece ser: si eres latino, lo demás no importa.
3. El dólar. El mayor paquete de acciones de propiedad de los Giants está en manos de los herederos de Sue Burns (1950-2009). Su fortuna procede de la empresa de servicios financieros Franklin Resources Inc, una firma de inversiones que juega en bolsa y administra fondos de pensiones. Ingresos en 2011: 5.500 millones de euros. Durante estas últimas semanas de fiebre por el equipo nunca escuché o leí mención alguna al respecto. Daba la impresión de que los Giants son propiedad popular o patrimonio de todos.
Como gritaban en el bar esta noche y pese a todo, let's go Giants!.
(=) dijo
Como otros de coca y películas por culo jaajajajjajajajjaajaj
30 oct 2012