El único carné que necesito
De los pocos carnés que he acopiado desde que llegué a San Francisco —casi todos de mero consumidor: una cadena de tiendas de bebidas alcohólicas (no piensen mal, sólo busco vino español con vulgar nostalgia de migrante) y la botica para todo Wallgreens (una rara mezcla de farmacia, tienda de chucherías y proveedora de snacks)—, el primero que tramité fue el que sostengo en la mano en la foto, el de usuario de la San Francisco Public Library (SFPL).
También es el que más utilizo y el de diseño más pintón: en la tierra de la personalización obligatoria (culpable de que exista un completo glosario para matrículas de coche enloquecidas y que sea posible ejercer el protodelito de circular con una placa oficial con la palabra VAGINA o llevar en la tarjeta de débito una foto de tu bien amado bulldog francés), en la biblioteca me ofrecieron entre seis modelos para elegir —miles de personas han enviado propuestas a un reciente concurso para el diseño de nuevos carnés—.
El edificio que figura al fondo es la biblioteca de mi barrio, Richmond. La visito casi a diario y me ha ayudado bastante más que cualquier persona a la que haya conocido en este lugar de presunta promisión. En principio, me ahorra dinero en novelas, poesía, ensayos y entradas de cine. Además, me ofrece estímulos y, a diferencia de la mayoría de los sanfranciscanos, contesta siempre —costumbre de buenos modales que apenas nadie comparte en esta ciudad de malquedas y buzones de voz— y es puntual en un lugar donde se da por supuesto que empezar tarde es una contingencia asumible porque mientras esperas puedes tomarte un par de cervezas o comer cualquier preparado graso poliinsaturado.
En San Francisco hay 27 sedes de la red de bibliotecas públicas —el Ayuntamiento de Madrid, casi cinco veces más poblado, tiene 31 y bastantes de ellas están bajo mínimos o en peligro de extinción—.
Las de aquí atesoran, según sus estadísticas, 3,5 millones de títulos (libros, discos compactos y digitales y otros soportes), mueven cada año 11 millones de préstamos y los miembros registrados ascienden a 350.000.
El sistema, y es aquí donde la SFPL me ha sorprendido, funciona como la seda.
Las papeletas que asoman con mi nombre —el "Gonzalez Balsa, Jose", sin ninguna tilde, soy yo— son un par de películas en DVD de muy reciente edición. Las pedí online desde casa y las trajeron de otros barrios a la biblioteca del mío. Cuando llegaron, dos días después del pedido, me enviaron un email diciendo que estaban listas para ser recogidas.
Llegas, vas a los anaqueles por orden alfabético, buscas tu material, lo registras en un lector de código de barras y regresas a casa. Cuando debes devolver el ejemplar —dos semanas después, si es que no has ampliado el préstamo, opción a la que tienes derecho si no hay otras personas que pidan el mismo título—, te envían otro correo avisando de que el plazo está a punto de agotarse.
La SFPL es una de las agencias que depende enteramente del City and County of San Francisco, el organismo de administración local que gobierna el municipio-condado de la ciudad. La red de bibliotecas está dominada directamente por el alcalde, encargado de nombrar a dedo a los siete miembros de la comisión supervisora, que a su vez seleccionan o dan el visto bueno a los representantes de los Friends of the SFPL, la organización sin ánimo de lucro que apoya a las bibliotecas social y económicamente buscando benefactores y organizando la red de voluntariado de apoyo. Como es norma en los EE UU, el maridaje entre lo público y lo privado tiene también en este caso una difusa línea fronteriza.
¿Cuánto dinero necesita este sistema ágil y aquilatado para funcionar? El presupuesto anual del SFPL es de casi 90 millones de dólares anuales, unos 71 millones de euros. Más de la mitad se va en gastos de personal y un 13% en compra de libros.
¿Qué ofrece a cambio? Entre otros dones: 67.000 horas de bibliotecas abiertas siete días a la semana en toda la ciudad, un millar de ordenadores con acceso gratis a Internet, actos culturales a los que asistieron en 2011 más de 400.000 personas... Y dos veces al año, la traca festiva: inmensas liquidaciones de fondos sobrantes en los que venden tapa blanda, discos y películas a un dólar y tapa dura a dos. De la última regresé a casa, tras gastar 50 dólares, con más de 20 vinilos —nada de morralla: los Beatles, Creedence, Elvis Costello, Springsteen...— y otros tantos libros.
Un pero: en una sociedad tan acomodada a la corrección étnica, la SFPL, que tiene libros en muchos idiomas, no brilla precisamente por su fondo bibliográfico en español, un tanto anquilosado y dado al tipismo que se lleva por estos lares. Ejemplo: acabo de buscar libros de Antonio Gamoneda y no aparece ni un solo título. De Isabelita Allende, por supuesto, hay obras completas.
Pero no seré yo quien me queje. Nunca antes había usado con tanta frecuencia y tanta satisfacción el servicio de una biblioteca pública tan cercana, moderna y ágil. Una ciudad que me recibe con libros, discos y películas es dueña de mi corazón.
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