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La ciudad de los pájaros

[Foto: Jose Ángel González]

Para alguien llegado a San Francisco desde la aridez biológica de nivel cercano al cero de Madrid, donde la vida extrahumana se limita a las mascotas y su frecuente ridiculez, el esplendor de esta ciudad es casi chocante. Te has acostumbrado tanto a la esterilidad que concibes como un milagro la convivencia con los animales salvajes.

Las aves llaman la atención desde el primer momento por abundancia y pluralidad. En la ciudad hay casi 500 especies.

En este momento los voluntarios de la Audbon Society —la más veterana de las organizaciones dedicadas a la conservación de la riqueza ornitológica— están en pleno recuento de ejemplares, como todas las Navidades desde hace 113 años.

No se trata de un censo al pie de la letra, pero sí de una estimación bastante precisa que cubre todo el territorio del continente. En la costa del Pacífico, decenas de miles de personas participan en la cuenta desde Alaska hasta Chile. Se organizan en grupos de diez voluntarios que cubren zonas con un diametro de 24 kilómetros.

En el recuento de hace un año, los 5.787 observadores del estado de California recorrieron a pie 10.000 kilómetros. En el área de San Francisco avistaron, solamente durante las dos semanas del recuento, 176 especies de aves y 60.704 individuos.

[Foto: Jose Ángel González]

Quizá el amigo alado más inesperado que se ha cruzado en mi camino sea este busardo de hombros rojos, que llegó al patio de casa afectado por una gran desorientación, quizá producida por un golpe, y estuvo quince minutos al alcance de mi mano mientras le hacía fotos e intentaba comprobar si estaba herido. Nada grave le sucedía y echó de nuevo a volar.

Nunca he logrado retratar —no tengo equipo ni soy tan buen fotógrafo como para conseguirlo— a los milagrosos colibríes que frecuentan el lugar donde tendemos la ropa, al lado de una valla de madera donde crecen asilvestradas algunas plantas con flores que atraen al pajarillo. Cada encuentro con esta ave mínima que conjuga el arco iris con la velocidad convierte el día en una fecha imborrable.

Además de varias subespecies de cuervos, a los que admiro por la solemnidad de su estampa y el  desentendimiento que practican hacia las baratas emociones humanas —siempre que adivino las siluetas negras contra el cielo recuerdo la necesidad de aplicarme el certero aserto de Epicteto: "los cuervos arrancan los ojos a los muertos cuando ya no les hacen falta; pero los aduladores destruyen las almas de los vivos cegándoles los ojos"—, San Francisco y sus grandes parques están poblados por pájaros carpinteros, petirrojos, oropéndolas, gansos, cisnes, patos, cormoranes, garzas e incluso especies tan poco frecuentes tan al norte como el sirirí de ambientes tropicales.

La abundancia de aves no es casual, por supuesto. La ciudad, considerada un paraíso para los amantes de las aves, con posibilidad de ver ejemplares de las mitad de todas las especies que pueblan los EE UU, es la única del país que obliga a los constructores de edificios y viviendas a diseñarlas para evitar o minimizar las colisiones de aves contra sus estructuras, accidente que mata a mil millones de pájaros al año.

Acaso ya no tenga edad ni entusiamo para creer, con J.M. Barrie, que los pájaros vuelan por la simpleza de la fe, porque "tener fe es tener alas", pero me sigue llevando hacia atrás en el tiempo —y regresar es una forma de vuelo— la canción que componen los turpiales cada tarde sobre el pentagrama de las líneas eléctricas. Siempre es nueva, siempre es la misma.

[Foto: Jose Ángel González]

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Jose Ángel González


Crónicas vitales de un periodista español emigrado a la Bahía de San Francisco, en California, el estado con mayor presencia de latinos e hispanohablantes de los Estados Unidos.
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