6 posts de julio 2013

Chinatown, un viaje dentro de otro viaje

[Foto: Jose Ángel González]

La historia oficial dice que los primeros chinos inmigrantes que llegaron a San Francisco fueron una mujer y dos hombres que desembarcaron en el puerto de la ciudad en febrero de 1848 a bordo del bergantín Eagle. Procedían de Hong Kong y eran los criados de un misionero que regresaba de intentar hacer apostolado al otro lado del Pacífico.

Unos meses después estalló la fiebre del oro en California y San Francisco pasó de ser un pueblucho de mil habitantes (1848) a una ciudad desordenada de 25.000 en sólo dos años. Había dinero, los animosos buscadores de riqueza seguían llegando y los barcos también.

Los chinos empezaron a entrar masivamente en 1852. Antes de esa fecha había 2.716 y eran casi todos empleados domésticos, pero en un año ya sumaban más de 25.000. Procedían sobre todo de la provincia de Cantón, lograban sufragar el viaje gracias a prestamistas usureros y peligrosos y se veían obligados a aceptar cualquier tipo de trabajo para saldar la deuda. Dada la crisis económica de 1853 y la falacia del anunciado oro fácil para todos, muchos chinos fueron contratados por salarios miserables como mano de obra casi esclava en la construcción del ferrocarril transoceánico.

Les llamaban derogatoriamente coolies (culís), hubo ataques xenófobos de trabajadores blancos y en 1882 fue aprobada una ley anticoolie que desde el enunciado dejaba clara la intención racista: "para proteger el trabajo libre de los blancos contra la competencia de los coolies chinos y para disuadir a los chinos que quieran emigrar a California". El presidente Grover Cleveland declaró que los chinos eran "elementos que ignoran nuestras leyes, imposibles de asimilar y peligrosos para nuestra paz y progreso".

Pese a las trabas, en 1880 había 300.000 chinos en California, la décima parte  de la población del estado. Debían pagar un impuesto mensual por ser chinos, tenían prohibido el matrimonio con blancos y solicitar la ciudadanía y los obligaban a vivir en guetos —a los que llamaban, para suavizar la terminología, relocalizaciones—, las chinatown.

La mayor siempre ha sido la de San Francisco, que pasa por ser la más importante comunidad china fuera de China. Ocupa 24 manzanas, tiene una extensión de 3,5 kilómetros cuadrados y una población de más de 100.000 personas. Es una de las atracciones turísticas más visitadas de la ciudad pero también un barrio que padece graves problemas sanitarios, hacinamiento y decrepitud de las viviendas.

En Chinatown puedes ejercer un viaje dentro de otro viaje: estás en San Francisco pero puedes sentirte en Cantón. Sensorial y físicamente.

Mapa de Chinatown en 1885

De la época de prostíbulos —en verde y azul en el mapa de 1885— y fumaderos de opio —en amarillo mostaza— que hacían del barrio uno de los más canallas del mundo, no queda, por supuesto, nada, pero Chinatown sigue manteniendo dos caras, una doblez absolutamente taoísta que me fascina.

Está el espacio-quincalla de los bazares de la calle Stockton, donde es posible encontrar desde una katana hasta una película porno rodada en Hong Kong o un smartphone, y, a diez metros, los callejones donde todavía es concebible imaginar un pasado sin microchips made in China; las silenciosas tiendas de raíces molidas para curar la gota y los tumultuosos mercadillos donde venden patas de tortuga frescas para preparar una sopa; las secretas imprentillas con altares budistas y la plaza donde los jubilados juegan al póquer con los billetes bien a la vista...

Dejo unas cuantas fotos de Chinatown. Apunto, por si no queda claro, que prefiero la ciudad china donde, pese a la marea del siglo XXI, todavía late el corazón del pasado, no siempre fácil de entender pero, al menos, diferente. Ese valor me basta.

[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]

Harvey Milk era aliado político de un asesino de masas

[Derecha: Jim Jones. Izquierda: Harvey Milk]
Me gustan los libros porque permiten la indagación y abren muchos caminos para las historias modestas que, una vez entretejidas, componen la gran historia. Por la razón contraria, porque son lineales, condescendientes y cerradas, sospecho de las películas, sobre todo de aquellas cuyos autores venden como "basadas en hechos reales".

Acabo de leer un libro que, entre otras virtudes, desmonta una de las películas hagiográficas más denodadas de los últimos tiempos, Mi nombre es Harvey Milk (Gus Van Sant, 2008), presentada como la biografía cinematográfica y verdadera del concejal Harvey Milk, el primer gay no metido en un armario que fue elegido concejal de una ciudad de California.

Season of the Witch, escrito por el periodista David Talbot (dejo claro desde este momento que se trata de un tipo progresista y nada sospechoso de odios derivados de las opciones sexuales de cada quien: baste anotar que fue el fundador y es el actual editor jefe de Salon, uno de los sitios web más prestigiosos del periodismo online), revela la amistad y complicidad política del adorado Milk, que en San Francisco tiene categoría de santidad intocable, con el perverso Jim Jones, fundador de la secta cristiano-comunista Templo del Pueblo e instigador del asesinato y suicidio intencional masivo de 913 personas, entre ellos 240 niños, en 1978.

  [Cubierta de Season of the Witch]

Hablar de la parte oscura de Milk no es delito en San Francisco, pero sí un pecado muy grave en una ciudad donde el lobby gay tiene un gran poder político y económico desde finales de los años setenta. Casi todos los detalles inadecuados de la vida del concejal —demagogia, violencia, clientelismo, la invención de una historia infantil de maltratos...— han sido borrados de las historias oficiales y sólo pueden ser contrastados si se ahonda con intensidad.

Que la vida de Milk acabase con los disparos de un asesino alunado —e injustamente sentenciado a una condena blanda— añade a la figura un matiz de santidad que impide ejercer la crítica so pena de ser considerado un agitador o un apostol de la incorrección —ser gay es casi siempre muy fancy en San Francisco, pese a que ahora mismo el mayor enemigo del pueblo es otro concejal homosexual, el funesto Scott Wienner—.

Talbot ha sacudido la moral equívoca de todo este asunto para trazar lo que, pese a ser vox populi, no era mencionado por casi nadie: los tratos políticos y de favores mutuos de Jones y su secta con Milk y el alcalde George Moscone, asesinado minutos antes que el concejal en el mismo rush homicida, y otro personaje intocable en el santoral local.

En Season of the Witch Talbot revela cómo Jones y sus acólitos (más de 8.000) cometieron un fraude electoral en las elecciones locales de 1975, recorriendo los colegios electorales de los barrios más deprimidos de la ciudad, donde los censos tenían fallos y la fiscalización era nula, y votando repetidas veces, gracias al cual Moscone fue elegido alcalde (por un margen de solamente 400 votos).

También añade que el pastor paranoide, del que se sospechaban muchas maldades que eran obviadas por el gran poder que manejaba en almas abducidas, tenía a Moscone atado de pies y manos porque le conseguía los servicios sexuales de muchachas negras menores de edad, la gran debilidad del alcalde.

[Carta de Milk a Carter]

Unos meses antes de morir, Milk escribió esta carta al entonces presidente de los EE UU, Jimmy Carter. Le pedía que intercediera para que Jones, ya por entonces establecido con parte de sus fieles en Jonestown, en Guyana, siguiera cobrando las subvenciones que la Seguridad Social se negaba a transferirle al extranjero por los niños que adoptaba en masa con la única intención de rentabilizarlos.

Ya por entonces, y desde los últimos tiempos de Jones en San Francisco, familiares de personas secuestradas por el Templo del Pueblo tramitaban demandas judiciales contra el pastor por maniobras económicas ilegales con el dinero de sus súbditos.

"El Reverendo Jones", dice Milk en la carta al presidente, "es sobradamente conocido entre las minorías de aquí y de todas partes como un hombre del más elevado carácter que ha organizado soluciones constructivas que han sido de sorprendente eficacia para los problemas sociales".

El 18 de noviembre de 1978, Jones dió de beber o inyectó mosto mezclado con cianuro a todos los fieles de su "proyecto agrícola comunista" —al menos a 70 personas que se negaron, las mataron a tiros sus guardias pretorianos—. Nueve días más tarde, un concejal que se sentía agraviado por Milk y Moscone los asesinó con cuatro y cinco balas de punta hueca.

La figura de Milk, al que pretendieron honrar hace unos meses rebautizando con su nombre el aeropuerto de San Francisco —la moción no fue aceptada por el ayuntamiento—, es celosamente custodiada por una fundación. Obama concedió en en 2009 al concejal-modelo la Medalla Presidencial de la Libertad, la más alta distinción civil de los EE UU. El mandatario dijo en el acto que Milk había sido un "agente del cambio".

Del rastro de Jim Jones en la ciudad en la que tenía tan notables compadres sólo queda el dolor de las muchas familias, casi todas muy pobres, que perdieron algún ser querido en la masacre de Guyana. Nadie les ha compensado nunca económicamente. Los sucesores de Moscone y Milk tampoco les pidieron perdón por la complicidad política de sus predecesores en el ayuntamiento.

Toda la documentación oficial sobre el Templo del Pueblo permanece clasificada bajo secreto pese a que ha sido solicitada oficialmente al Gobierno de los EE UU por investigadores, periodistas e historiadores.

Sacar el carnet de conducir en EE UU, 27 euros

[Mi permiso provisional de conducir]
Si las cosas no se tuercen —o los nervios me la juegan— en unos días entraré en uno de los clubes más populares de los EE UU, casi un circunstacia existencial en un país de cemento y neumáticos: el de los titulares de una driver's license, carnet de conducir. En el país hay 196 millones y en California, mi estado, que está en el número uno del ranking —por algo es la patria del cruisin', la deriva gozosa tras un volante y a bordo de una cápsula de chapa impulsada por un motor de combustión, nada menos que 22,7 millones de personas son titulares de un carnet de conducir.

He superado la mitad del trámite, el examen teórico, y me falta aprobar la prueba behind-the-wheel (tras el volante), como llaman aquí al práctico con esa propensión admirable del inglés por la textulidad, para la que tengo cita este viernes. Desde que superé el teórico el Departament of Motor Vehicles, el organismo que se encarga del asunto, emitió a mi nombre un permiso provisional de un año de validez que me permite conducir siempre que vaya acompañado por alguien mayor de 18 años que tenga carnet del Estado de California. Es el documento que he escaneado para abrir esta entrada.

Primera conclusión: no he necesitado acudir a un usurero para costear el trámite de obtener un carnet de conducir como sucede en España gracias a la mafia monopolítica de las autoescuelas apadrinada por la DGT (coste medio de clases, tasas y demás zarandajas: 739 euros). Por todo el proceso en los EE UU, que incluye examen de visión y fotografía, pagué 32 dólares (27 euros). No hay más cargos. Si suspendes tres veces el teórico debes pagar otra vez la tasa. Si declaran tus habilidades como "no satisfactorias" en el práctico abonas 6 dólares (4,5 euros) por repetir el examen.

[Foto: Jose Ángel González]
Para ambas pruebas pedí cita previa por Internet. Tardaron un mes en darme vez para el teórico porque en San Francisco sólo hay una sede de la DMV y está bastante colapsada. Una vez allí, para mi pasmo de españolito acostumbrado a la demente burocracia administrativa, la cosa fue como la seda. En un mostrador te entregan el único formulario que debes rellenar, en otro examinan tu identidad y te hacen el examen de agudeza visual con las típicas tablas de Snellen de 5 líneas de letras (¡colgadas de los paneles del techo, a espaldas de la funcionaria!), en un tercero te fotografían ("three, two, one, smile!") y finalmente haces el test: 36 preguntas en las que se admiten seis fallos.

El examen se basa en el Manual del Automovilista de Califonia (PDF en español, aunque está disponible en muchos otros idiomas: chino, armenio, ruso, tagalo, vietnamita...) , una publicación de noventa páginas basada, y esta es otra de la diferencias abismales con el modelo de la DGT, en el sentido común, el respeto y el civismo y no en conocimientos absurdos que el conductor jamás volverá a utilizar.

Ejemplo de pregunta:

La precaución más segura que usted puede tomar respecto al uso de teléfonos celulares al manejar es:

  1. Utilizar aparatos que al operarlos no tenga que usar las manos y así mantenerlas en el volante.
  2. Mirar el número antes de contestar la llamada.

Otro ejemplo:

Cuando usted sigue muy de cerca a otros conductores (maneja cerca de la defensa trasera):

  1. Usted puede frustrar a los otros conductores y causar que se enojen.
  2. Sus acciones no le traen como consecuencia una infracción de tráfico.
  3. Usted ayuda a reducir el congestiónamiento de tráfico.

Ese es el espíritu —hay varios éxames de ejemplo aquí, les invito a que les den una ojeada—: insistir en que conducir un automóvil es como participar en un baile de salón en el que se debe evitar pisar a la pareja o entorpecer a los demás danzantes.

Todo el trámite ocupó menos de dos horas de mi tiempo. Al día siguiente volví a pedir cita previa por Internet para el práctico que me espera en dos días y tiene la misma filosofía. Cito textualmente:

Qué se debe esperar
Usted puede esperar ser tratado con respeto, imparcialidad y cortesía durante todo el proceso del examen. Si usted no es tratado de esta manera, por favor pida hablar con el gerente de la oficina.

El DMV quiere que usted pase el examen
Muchas personas toman el examen práctico de manejo cuando no se han preparado o han practicado lo suficiente o cuando no han practicado de forma correcta. Otras personas se ponen muy nerviosas porque no saben qué esperar. Recuerde, el examinador del DMV sólo lo acompañará para asegurarse que usted pueda manejar con seguridad y que obedezca las leyes de tráfico.

La antítesis, como pueden ver, de las trampas y dificultades de los ingenieros que dirigen los exámenes españoles —nunca supe por qué demonios un ingeniero ha de ser necesariamente un buen conductor—, que se jactan con harta frecuencia de ir sembrando de víctimas sus historiales, marcados por el capricho, la discrecionalidad y, en general, la mala baba.

[Foto: Jose Ángel González]
Les contaré cómo me van las cosas el viernes y les haré partícipes de mi prueba behind-the-wheel, que haré, por cierto, con un automóvil de alquiler, otra circunstancia prohibida en España, donde sólo se admiten coches con doble pedalera para los exámenes, es decir, coches de autoescuelas.

Para ser justos, un apunte estadístico: en EE UU se registran 11,4 muertos en accidentes de tráfico por cada 100.000 habitantes y en España 5,4, según un informe de la Organización Mundial de la Salud difundido por la DGT.También es necesario apuntar que en las carreteras y caminos de uno y otro país circulan cantidades de vehículos muy distintas: en EE UU, 965 por cada mil habitantes y en España 471.

Lo que me sigo preguntando es si la mala o la buena conducción dependen de que te enseñen en una autoescuela, una empresa privada que tiene como principal objetivo, como todas, la facturación, y de hacerte pasar por el aro de un proceso administrativo tan complejo como la escalada libre, o el buen comportamiento al volante está relacionado con la vida en comunidad, con la buena educación y el compartamiento cívico.

El mayor 'city college' de EE UU (85.000 alumnos), amenazado de cierre

[Pan American Unity, mural de Diego Rivera en el City College de San Francisco]

El mural de Diego Rivera se titulaba en origen Unión de la expresión artistica del Norte y Sur de este continente. Cuando lo pintó, en 1940, durante la celebración de la Golden Gate International Exposition, el artista mexicano declaró que el enorme fresco —22,5 metros de largo y 6,7 de altura, con tres autorretratos y uno de la mujer del autor, Frida Kahlo, colocados en medio de un conjunto cosmogónico panamericano— representaba la "fusión entre el gran pasado de los países latinoamericanos, hondamente enraizados en la tierra, y el alto grado de desarrollo técnico y mecánico de los EE UU".

El mural de Rivera, conocido popularmente como Pan American Unity, es considerada la obra de arte más importante realizada nunca en San Francisco. Está instalado en el lobby del teatro del City College de la ciudad y hay un plan en marcha para restaurarlo y reactivar el sentido de hermandad social y humanista ("el arte americano tiene que pasar necesariamente por la unión de los indios, los mexicanos, los esquimales...") que el artista puso en la deslumbrante pieza.

La hermandad social y el humanismo son valores en desuso o, cuando menos, en peligro. El City College de San Francisco, donde estudian 85.000 personas, ha sido condenado a muerte hace unos días y con toda probabilidad, a no ser que ocurra un milagro, tendrá que cerrar en 2014. El asunto es una tragedia social y cultural, quizá una de las más graves que sufre esta ciudad.

Fundado en 1935, el college de San Francisco es el de mayor número de alumnos de los 1.655 que operan en los EE UU . Son una institución educativa que ofrece cursos de dos dos años y emite títulos que dan acceso a universidades, permiten la incorporación al mercado de trabajo o simplemente la mejora personal de calidad de vida de los alumnos. En el sistema educativo español lo más parecido es la Formación Profesional, aunque los city colleges, también llamados comunity colleges, ofrecen un abanico de estudios más amplio y abierto: puedes matricularte en cursos de Photoshop, canto, teatro, floristería, leyes, idiomas, zoología... e incluso asistir como oyente a cualquier clase.

El de San Francisco, como la grandísima mayoría, es público. Maneja un presupuesto de funcionamiento de 200 millones de dólares anuales (153 millones de euros), el más elevado de todas las instituciones educativas del estado de California, y tiene 1.600 profesores. Los costes de matrícula, como no puede ser de otra forma dada la filosofía de la institución (educación popular y cercana), son muy bajos —46 dólares (35 euros) de media por semestre— y los fondos operativos proceden de subvenciones públicas.

Para que el dinero de los impuestos siga llegando, el college necesita tener un permiso oficial de la Accrediting Commission for Community and Junior Colleges (ACCJC), un organismo estatal de fiscalización y emisión de acreditaciones. Hace unos días, tras unos cuantos avisos y una sanción en 2012, la ACCJC anunció que revocará la acreditación en julio de 2014. Es decir, prohibirá a la institución educativa recibir subvenciones y emitir títulos con reconocimiento oficial. En suma, un preaviso de cierre.

El organismo asegura que ha detectado anomalías en la gestión financiera del college, pero tanto el sindicato de docentes como los alumnos —que ayer se manifestaron en San Francisco contra el cierre— han enviado un informe de alegaciones (300 folios) en el que discuten la decisión, aseguran que están adecuando el funcionamiento a los severos recortes presupuestarios en educación de los últimos años —del 12% desde 2008, incluido un 8% de reducción de salarios a profesores— y recuerdan que han suprimido del catálogo académico 24 titulaciones y cerrado dos de los 13 campus repartidos por los barrios de la ciudad.

La revocación de la licencia, que la ACCJC decidirá en diciembre tras el análisis de las alegaciones, parece relacionada con dos factores: el anuncio de Barack Obama de practicar un criterio de concesión de subvenciones educativas basado en la excelencia curricular y no, por lo visto, en las necesidades o deseos de los ciudadanos y su realización personal y el perverso cambio socioeconómico, del que ya he hablado en este blog, que los poderes fácticos de San Francisco desean ejecutar sobre la filosofía y el estilo de vida de la ciudad. No es casualidad que el alcalde Ed Lee, adalid de un modelo basado en la salud de la cuenta corriente de los vecinos, haya declarado que las protestas contra el posible cierre del City College "no son un ejemplo de buen uso del tiempo libre".

Soy negro

[Renée Wilson - Foto: Jose Ángel González]

[Renée Wilson - Foto: Jose Ángel González]
[Renée Wilson - Foto: Jose Ángel González]
A Renée Wilson le resulta imposible ocultar que es nativa de Nueva Orleans: la humedad, el calor y la presencia del Delta —hogar natal de todas las músicas que, en mi opinión, valen la pena— le adornan la piel y el alma como un collar de cuentas con vida propia.

Wilson es una de las cantantes que actuaron este fin de semana en el Fillmore Jazz Festival, el mayor despliegue gratuito y callejero de música negra de la Costa Oeste de los EE UU y, en lo que a mí respecta, el único que rezuma autenticidad de los muchos saraos al aire libre que se celebran en San Francisco.

Ya hablé en el blog de la edición anterior del certamen y también de mi club favorito, el Rasselas, en plena calle Fillmore, un lugar donde me siento capaz de abjurar de mi desgraciada piel blanca, un accidente biológico al que me condenó la lotería genética.

En realidad, soy negro.

Esta vez las palabras van a ser pocas porque prefiero compartir el parpadeo febril de la mirada a través de las fotos que hice, llevado por la marea de la piel, en el festival.

Sólo una advertencia con carácter testamentario: si alguna vez, pasado el tiempo y agotada la vida, alguien desea rendirme el tributo que seguramente no merezco, que vaya al Rasselas y le pida a Soul Mechanics —el grupo con las dos febriles cantantes que aparecen en las imágenes de más abajo— que toquen en mi memoria Rock Steady.

[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]

La inútil búsqueda del 'supermán del underground'

[Emmett Grogan, 1973 © Flammarion]
Antes de venir a San Francisco tenía un sueño: caminar por la senda que había transitado Emmett Grogan. Era un ilusión inocente que se concretaría, pensaba, en buscar sus huellas, acaso el eco de algunas de las muchas palabras que pronunció y escupió con indisimulada rabia, retratar la silueta que dejó en algunos rincones de la ciudad...

No lo he conseguido. Tienen la culpa mi escasa voluntad, la pobre disposición del tiempo libre del que dispongo y, less but not least, el vendaval con el que sopla la historia sobre quienes son demasiado incómodos para tener fácil acomodo en los panteones.

Grogan, nacido en torno a 1943 —los piratas nunca tienen una partida de nacimiento educada, señor juez—, había sido un hijo travieso de inmigrantes irlandeses, casi un delincuente, cuando las calles de Brooklyn eran nación de los desnudos.

Tras ser expulsado del Ejército, recala en San Francisco a los 21 años: pelo rojizo ultramarino, pecas y un aura ante la que no caben las defensas. Quiere "vivir una vida sin tiempos muertos".

En la ciudad se convierte en el supermán del underground, así le llaman desde que se sitúa en primera línea (en vanguardia, ese término que hemos rebajado a cliché) de los Diggers, anarquistas, locos, asesinos del dinero, funambulistas de la acción directa, clarividentes entre la general ceguera hippie.

Emmett  llamaba la atención contra “la monumental estupidez implícitamente contenida en el psicodelismo trascendental”.

Emmett era capaz de interrumpir un cónclave de la New Left yanqui: “Ni siquiera tenéis cojones para volveros locos”, dice desde la intuición ante los universitarios decorosos que pretender ser marxistas mientras la red de seguridad de la cuenta bancaria de papá paga los gastos.

"No organicéis las escuelas, ¡quemadlas!", espeta a los sindicalistas de la docencia.

[Digger Dollars]
Antes de llegar a la ciudad había leído el libro de Alice Gaillard sobre los Diggers y consultado con pasmo el archivo en línea del grupo cuya praxis se reducía a un grito de jungla: "¡Todo es gratis porque es vuestro!".

Devoré octavillas y panfletos, escruté rastros de gasolina y cerillas. Sólo me faltó encontrar (no es cosa fácil), la biografía de Emmett, Ringolevio, donde acusa a la mafia hippie por haber desnaturalizado la ilusión y franquiciado la revolución para mayor ganancia de los comerciantes del peace and love.

A cambio me enteré, pasmado, de su amistad con otro pillastre, Bob Dylan, que  regaló a Emmett una copia en acetato de las sesiones, descartes incluídos, del gran disco Another Side of Bob Dylan, quizá sabiendo que Grogan, refractario a la idea de propiedad, rápido como un bucanero cuando de buscar dólares se trataba, se encargaría, como hizo, de entregar el master a editores ilegales que sacaron tajada de las muchas ediciones del disco pirata The Emmet Grogan Acetates.

[Panfleto anunciando una de las tres tiendas gratuitas de los Diggers]
No queda nada del paso de Grogan por San Francisco. Era demasiado radical y extremo para una ciudad de fluir suave y con atmósfera empapada por el olor pegajoso a la marihuana que se despacha con facilidad.

En los locales donde los Diggers montaron sus tres tiendas de todo-gratis ("si alguien pide ver al director, respondedle que el director es él", decía Emmett) hay ahora tiendas de camisetas con la cara de Janis Joplin y poemarios de Allen Ginsberg, dos que sí están en los panteones de la memoría colectiva y las guías de turismo.

COMCO-2T
Acabo de despejar algunas dudas y disfrutar de nuevo de la pasmosa aventura libertaria de los Diggers con Notes from a Revolution: Com/Co, The Diggers and The Haight, un libro reciente que recopila el material de la Comunication Company (Com/Co), la sección de agitación y propaganda del grupo. Todas las ilustraciones de esta entrada proceden del tomo.

A estas alturas he asumido que nunca conoceré el paisaje de Emmett Grogan en San Francisco.

El 6 de abril de 1978, el digger más guapo murió en un vagón de metro en Nueva York. Tenía 35 años y nadie acierta a saber la causa de la muerte. Se barajan dos posibilidades: ataque al corazón o una dosis letal de heroína.

Unos días más tarde Dylan editó su disco más urbano, Street Legal. En la carpeta figura una inscripción que hago mía: "Dedicado a Emmett Grogan".

Jose Ángel González


Crónicas vitales de un periodista español emigrado a la Bahía de San Francisco, en California, el estado con mayor presencia de latinos e hispanohablantes de los Estados Unidos.
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