Chinatown, un viaje dentro de otro viaje
La historia oficial dice que los primeros chinos inmigrantes que llegaron a San Francisco fueron una mujer y dos hombres que desembarcaron en el puerto de la ciudad en febrero de 1848 a bordo del bergantín Eagle. Procedían de Hong Kong y eran los criados de un misionero que regresaba de intentar hacer apostolado al otro lado del Pacífico.
Unos meses después estalló la fiebre del oro en California y San Francisco pasó de ser un pueblucho de mil habitantes (1848) a una ciudad desordenada de 25.000 en sólo dos años. Había dinero, los animosos buscadores de riqueza seguían llegando y los barcos también.
Los chinos empezaron a entrar masivamente en 1852. Antes de esa fecha había 2.716 y eran casi todos empleados domésticos, pero en un año ya sumaban más de 25.000. Procedían sobre todo de la provincia de Cantón, lograban sufragar el viaje gracias a prestamistas usureros y peligrosos y se veían obligados a aceptar cualquier tipo de trabajo para saldar la deuda. Dada la crisis económica de 1853 y la falacia del anunciado oro fácil para todos, muchos chinos fueron contratados por salarios miserables como mano de obra casi esclava en la construcción del ferrocarril transoceánico.
Les llamaban derogatoriamente coolies (culís), hubo ataques xenófobos de trabajadores blancos y en 1882 fue aprobada una ley anticoolie que desde el enunciado dejaba clara la intención racista: "para proteger el trabajo libre de los blancos contra la competencia de los coolies chinos y para disuadir a los chinos que quieran emigrar a California". El presidente Grover Cleveland declaró que los chinos eran "elementos que ignoran nuestras leyes, imposibles de asimilar y peligrosos para nuestra paz y progreso".
Pese a las trabas, en 1880 había 300.000 chinos en California, la décima parte de la población del estado. Debían pagar un impuesto mensual por ser chinos, tenían prohibido el matrimonio con blancos y solicitar la ciudadanía y los obligaban a vivir en guetos —a los que llamaban, para suavizar la terminología, relocalizaciones—, las chinatown.
La mayor siempre ha sido la de San Francisco, que pasa por ser la más importante comunidad china fuera de China. Ocupa 24 manzanas, tiene una extensión de 3,5 kilómetros cuadrados y una población de más de 100.000 personas. Es una de las atracciones turísticas más visitadas de la ciudad pero también un barrio que padece graves problemas sanitarios, hacinamiento y decrepitud de las viviendas.
En Chinatown puedes ejercer un viaje dentro de otro viaje: estás en San Francisco pero puedes sentirte en Cantón. Sensorial y físicamente.
De la época de prostíbulos —en verde y azul en el mapa de 1885— y fumaderos de opio —en amarillo mostaza— que hacían del barrio uno de los más canallas del mundo, no queda, por supuesto, nada, pero Chinatown sigue manteniendo dos caras, una doblez absolutamente taoísta que me fascina.
Está el espacio-quincalla de los bazares de la calle Stockton, donde es posible encontrar desde una katana hasta una película porno rodada en Hong Kong o un smartphone, y, a diez metros, los callejones donde todavía es concebible imaginar un pasado sin microchips made in China; las silenciosas tiendas de raíces molidas para curar la gota y los tumultuosos mercadillos donde venden patas de tortuga frescas para preparar una sopa; las secretas imprentillas con altares budistas y la plaza donde los jubilados juegan al póquer con los billetes bien a la vista...
Dejo unas cuantas fotos de Chinatown. Apunto, por si no queda claro, que prefiero la ciudad china donde, pese a la marea del siglo XXI, todavía late el corazón del pasado, no siempre fácil de entender pero, al menos, diferente. Ese valor me basta.