El placer de sentirse chatarrero: las 'garage sales'
El propósito es honesto y tiene algo de purificación espiritual: sacar de casa toda la cacharrería que a nadie hace falta y que nadie añorará, exponerla sobre la acera y, si es posible, venderla por unas moneditas o algún billete de dólar.
Las garage sales o yard sales —ventas de garaje o de patio, aunque también tienen otras denominaciones, algunas más descriptivas (junk sale, venta de basura), otras coyunturales (moving sale, venta por mudanza) y otras poéticas (rummage sale, venta de cosas viejas)— son uno de los grandes signos de identidad de la cultura pop de baja fidelidad de los EE UU, país donde atesorar es genético y los caprichos se consuman, pero también se lleva intentar desprenderse de ellos una vez que te has enterado de que, ¡vaya!, has comprado otra tontería de nuevo.
En Bernal Heights, un barrio de San Francisco de clase media-alta favorito de las familias con hijos —se le llama con malicia Maternal Heights— organizan todos los años por estas fechas una confabulación de garage sales que puebla el vecindario. Este año han sido 96: el mapa ayuda a entender cuántas para tan poco terreno. Una especie de Woodstock de lo sobrante.
He intentado reflejar en las fotos el ambiente y la oferta. No se trata, con alguna excepción, de antigüedades u objetos de colección, sino de zapatos usados, juguetes que ya no merecen cariño o interés, ropa de toda condición, libros, cachivaches de cocina, algo de loza o vajilla, unos cuantos muebles, bisutería... En suma, la respuesta a una orden de obligado cumplimiento de los cabezas de familia: "¡Este finde toca limpieza!".
No se trata, ni por asomo, de un negocio rentable y nadie sacó demasiado rédito de la experiencia —los organizadores dan la cifra de dinero que se movió: 1.525 dólares (poco más de 1.100 euros)—, pero también cuentan otros valores: los niños vendiendo chocolate caliente pese a que la mañana era de sol picante; encontrar una copia en vinilo de Young Americans, el álbum funky de David Bowie, por dos dólares; comprobar que algunos guardan más cosas inútiles que tú; compartir el ajetreo de buscar improbables tesoros entre los objetos abandonados; contemplar a una niña extática decidiendo qué peluche abandonado debe adoptar esta vez; preguntarse qué canciones melancólicas interpretó el sorprendente acordeón de 200 dólares (quizá el objeto-estrella de la mañana); pensar, quizá no demasiado vanamente, que nada debiera irse a la basura porque todo objeto conlleva la sombra de un deseo en potencia...
El inmenso placer, en suma, de sentirse chatarrero.
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