4 posts de octubre 2013

'Time-lapse' de los desalojos en San Francisco

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Hacer clic en el mapa y ver la animación de estilo time-lapse que se abrirá en una ventana nueva es malo para la salud anímica. Una cosa es saber que miles de personas y familias de tu ciudad están siendo desalojadas de su casas de manera injusta y otra darte cuenta de la velocidad con que la epidemia ha cubierto toda la ciudad de San Francisco.

El mapa animado sobre los desalojos ha sido colgado en la red por la organización Anti-Eviction Mapping Project. "Usamos mapas y testimonios digitales para volver visibles los procesos de desalojo, desplazamiento, y gentrificación. Trazamos mapas de quiénes están siendo forzados a dejar sus hogares; cómo y por qué estos desalojos suceden; y quién es responsable", dicen en su declaración de intenciones.

La animación, en la que al mapa de la ciudad parece padecer una enfermedad de la piel y le van apareciendo puntos rojos con cada desalojo ejecutado desde enero de 1997 hasta agosto de este año, muestra y hace tangible una de las estadísticas más deprimentes de San Francisco: el crimen social cometido contra la ciudad por la especulación inmobiliaria de las casas en alquiler.

Los promotores del Anti-Eviction Mapping Project, con la colaboración del San Francisco Tenants Union (Unión de Inquilinos de San Francisco), quieren también "mostrar qué propietarios son desalajadores repetitivos, qué comunidades parecen ser el blanco de estas acciones, y dónde se reubica a los desalojados".

Para poner caras y nombres a las tragedias que aparecen tras cada desalojo, han colgado una encuesta en inglés y español —están a punto de traducirla a chino—. "Nuestro sitio será una plataforma donde las personas podrán expresar sus historias para asegurar que los efectos devastadores sean escuchados", dicen.

¿Cómo es posible este drama consentido —urbicidio, le ha llamado la prensa local— que pone en la calle a inquilinos con contrato y sin ningún impago ni incumplimiento de sus obligaciones? El instrumento legal del que se valen los caseros es la Ellis Act, una ley de 1985 del estado de California, que permite a los propietarios deshacerse de los inquilinos mediante el "cierre" del negocio de alquiler. El agujero legal permite la imprecisa cláusula sea empleada como subterfugio para reconvertir la propiedad, ampliando el número de unidades de vivienda, en un condominio de apartamentos de alto nivel.

El telón de fondo, por supuesto, es la estrafalaria dimensión de los alquileres en San Francisco tienen dimensión estrafalaria: han subido un 53% en el último año y la renta media mensual por un apartamento de un dormitorio es de 2.700 dólares (unos 2.100 euros), la más alta de los EE UU. Por efecto dominó, los alquileres en la ciudad alternativa, la cercana Oakland, han subido un 28,5% y tampoco son asequibles: 1.961 dólares de renta mensual media (1.500 euros). Es decir, quienes son desalojados no podrán de ninguna forma encontrar un hogar por el que pagar lo mismo que pagaban.

Los desalojos —evictions, en inglés— son el pan amargo de cada día. Esta semana saltó el caso del matrimonio chino de Gum Gee Lee (73 años), su marido Poon Heung Lee (79) y la hija de ambos, de 48, enferma y dependiente. Fueron desalojados del apartamento en el que vivían desde hace 34 años y por el que pagaban 778 dólares al mes (unos 560 euros). El edificio fue comprado el año pasado por un empresario que se ampara en la Ellis Act para reconvertir la propiedad en apartamentos de lujo. Con la ayuda de vecinos y simpatizantes, los desalojados están viviendo temporalmente en un hotel barato.

Un pequeño triunfo se registró en paralelo, cuando un juez anuló por un defecto formal la petición de desalojo formulada por el casero contra Jeremy Mykaels, un veterano activista gay, enfermo de sida, al que quieren echar de la casa de la que es inquilino desde hace más de treinta años.

San Francisco - Santa Cruz por la Highway 1


Setenta y ocho millas, como dicen por aquí; 125 kilómetros, como decimos en la práctica totalidad del resto del mundo. En cualquier caso, la unidad de distancia importa poco frente a la grandeza de la línea de costa paralela al Pacífico. Hice el viaje de ida y regreso entre San Francisco y Santa Cruz. El primer trayecto, de mañana, con el sol a mi izquierda. El retorno, al atardecer, con el sol cayendo sobre el océano.

La carretera que serpentea la costa es la Highway 1, una de esas rutas míticas que son algo más que una superficie asfáltica. Es una atracción turística, desde luego, poblada por nombres con poderes casi curativos para el alma: Carmel, Big Sur, Monterey..., pero también un homenaje del ser humano al Pacífico, el mayor de los océanos.

Las guías ocultan que la mayor parte del penoso proceso de construcción la ejecutaron a principios del siglo XX, obligados y vigilados por guardias armados, cuadrillas de presos de las cárceles de Folsom y San Quentin —las penitenciarías donde Johnny Cash grabó dos de sus mejores discos—. Los convictos recibían un salario de 25 céntimos de dólar por día y la admirativa contemplación del paisaje de riscos y arenales que se abre después de cada curva de la carretera debería tener presente la tragedia de aquella mano de obra esclavizada. A veces tienes la impresión de que la única opción es desplazarte sobre la sangre derramada por otros.

El trecho que recorrí es modesto y la falta de tiempo me obligó a dejar para otro momento la sección más scenic en torno a Big Sur. Santa Cruz, población de origen español fundada a partir de una misión católica, me pareció decepcionante.

La ciudad que peleó durante décadas en los tribunales por utilizar el lema turístico-mercantil de Surf City (Ciudad del surf) —perdió la batalla hace unos años contra Huntington Beach, cerca de Los Ángeles— huele a decadencia y naftalina: un paseo marítimo repleto de grandes salones de juegos y con un parque de atracciones modesto, un centro histórico mínimo y deglutido por las franquicias y un espigón que se adentra en el mar con un grupo de pánfilos leones marinos dormitando...

[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]

El resto del viaje es de otro calado: enormes arenales, peligrosas playas con abundancia de tiburones; pueblos mínimos que son apenas un cruce de carreteras pero donde la sorpresa es posible: en Pescadero comimos un celestial pan de ajo y alcachofas en Arcangeli, una panadería-colmado establecida en 1929; en el faro abandonado de Pigeon Point añoramos no estar en la temporada de migración de las ballenas hacia el norte; en Miramar soñamos con tener la liquidez suficiente para comprar o alquilar una vieja casa de madera encaramada sobre pilotes; cada dos por tres, una venta de calabazas para el cercano Halloween teñía de amarillos y verdes el paisaje; en una playa de la que no anoté el nombre vimos ponerse el sol...

Soy de origen Atlántico y no voy a renegar de mi veneración, pero empiezo a sentir la llamada del Pacífico. Como gratificante regalo, en Santa Cruz un hombre con el que me crucé me dijo, con el desenfado yanqui habitual:

— Te pareces a Matisse. De verdad te lo digo.

Aunque hubiese preferido Gaugin, agradecí el elogio y dije para mis adentros:

— Va siendo hora de que me afeite.

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[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]

Si Madrid fuese Oakland habría seis asesinatos al día



Las 131 personas que aparecen en el gráfico [puede verse aquí a pantalla completa] fueron asesinadas violentamente en Oakland el año pasado. Sé que debería utilizar el término homicidio, más riguroso jurídicamente, pero no me da la gana. Esos 131 seres humanos murieron por la acción, casi siempre irracional —sólo cuatro fueron considerados justificados o en defensa propia—, de los disparos que descerrajaron otros seres humanos.

Además de mostrarnos las caras de quienes fueron sacados de en medio de forma salvaje, el gráfico señala las filiaciones, las edades y los lugares de las muertes. Repartidos por la ciudad transformados en puntos rojos, manchan de sangre el callejero sin dejar barrio alguno fuera de la trágica nómina.

Pese al enorme poder de la infografía —esas 131 caras que nos observan desde los retratos frontales ya no están entre nosotros, son cadáveres— quizá sea necesario trasladar el nivel de violencia homicida de Oakland a otro término geográfico. Si aplicamos la tasa de crímenes de la ciudad californiana, 1.683 por cada 100.000 habitantes, en la región urbana del llamado Gran Madrid, habría 2.131 asesinatos en un año, casi seis al día —para los curiosos, se registraron 49—.

Oakland es una ciudad de 395.000 vecinos donde el crimen es endémico. También lo son la brecha económica (el 22% de la población vive bajo el umbral de la pobreza frente al 16% del estado de California) y el desempleo (casi el 17%, el doble de la media estatal). Tampoco son demasiados los agentes de policía: 629 (15 por cada 10.000 habitantes), un 10% menos que hace cuatro años, cuando harían falta al menos 1.100, según algunos analistas. Los niveles educativos no parecen estar en la raíz del problema: el 80% de los adultos de Oakland terminaron al menos el bachillerato.

Situada en el tercer lugar del ranking de ciudades de más de 100.000 habitantes más peligrosas de los EE UU —las dos primeras son Detroit y San Luis—, el informe sobre criminalidad del FBI acaba de colocar a Oakland a la cabeza de robos, con 10,9 por cada mil residentes y una media de una docena al día. La ciudad duplica a cualquier otra de California: en San Francisco, por ejemplo, se registraron 4,2 por cada mil habitantes.

Este año bajará el número de muertos —van 60 en lo que va de 2013, los dos últimos la semana pasada en un par de tiroteos—, pero la delincuencia aumentará al menos un 20% según las estadísticas parciales.

Situada a un puente de distancia de San Francisco, Oakland era hasta hace poco el destino natural de quienes escapaban del insostenible encarecimiento de la vivienda en la primera ciudad, cuyo mercado inmobiliario ha sido empujado a lo pornográfico por la pujanza de las megaempresas de Internet. Ahora a Oakland ya no le queda siquiera la esperanza de regeneración social que podría ir pareja al exilio de sanfranciscanos. Dado el éxodo, los alquileres en la ciudad han subido ¡un 76%! en el último año. Las balas no repercuten en las rentas.

750.000 personas en el Bluegrass de 2013

Es una cita a la que no he fallado desde que vivo en San Francisco. No soy especial, cientos de miles de personas hacen lo mismo que yo cada primer fin de semana de octubre desde 2001: asistir al Hardly Strictly Bluegrass, el festival musical gratuito de mayor dimensión del mundo.

Aún tengo el cuerpo estremecido y baqueteado por la edición de este año, que terminó hace unas horas en el Golden Gate Park. Con un calor al que no estamos acostumbrados en esta ciudad templada —los termómetros superaron los 30 grados de máxima—, la concurrencia, según las primeras estimaciones de los organizadores, ha sido de unas 750.000 personas en las tres sesiones, desde el viernes 4 hasta el domingo 6. Un record.

He contado en el blog la génesis del Bluegrass —el regalo a la ciudad del milmillonario hillbily Warren Hellman, que, además de ser un buitre de las finanzas, estaba enamorado de la música rústica— y la particularísima filosofía del asunto —una celebración para todos, sin concesiones al tribalismo, las élites o los esnobismos del moderneo—, de modo que paso de repetirme y les voy a dejar con unas cuantas fotos que intentan, acaso vanamente, reflejar estos tres últimos días en las praderas de dulce parque.

Antes de pasar a la pura verdad de la imagen, unas notas:

1. Mis siete magníficos. Es imposible abarcar todo el festival. Este año había casi un centenar de actuaciones en seis escenarios. Mi elección, parcial y subjetiva, fue ver a Low (turbios y chirriantes), Father John Misty (un chico guapo que se lo cree demasiado), Calexico (dignos fabricantes de bandas sonoras para películas de far west contemporáneo), Bettye LaVette (una señora de casi 70 años que sigue desangrándose cada vez que siente el blues), Nick Lowe (aquella vieja definición de los ochenta sigue vigente: "El Jesucristo de lo cool"), Los Lobos (fantásticos como es norma y saliendo soberanamente bien parados tras el atrevimiento de versionar, con la ayuda de Boz Scaggs, el What's Going On de Marvin Gaye) y Richard Thompson (que me puso la piel de gallina, me devolvió a mis años juveniles e hizo que me preguntara otra vez cómo demonios no es este tipo legendario una superestrella).

2. Visiones bluegrass. Al Bluegrass van niños, padres, abuelos —a veces en el mismo grupo integeneracional—,  pies negros, hipsters, pijos, perros, gatos, loros, pandillas de adolescentes, descamisados, señores que leen imperturbables el diario, familias armadas con sillas plegables y dos platos y postre para comer, vendedores de abalorios y todo tipo de fauna... No es un festival para teenagers sino para cualquiera. Entre las visiones más dementes de este año me quedo con la señora que, a mi lado y mientras Los Lobos tocaban rancheras picantes, resolvía, inmutable en su sillita de lona, un cuadernillo de pasatiempos de encontrar las diferencias entre dos dibujos.

[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Alan Sparhawk, Low - Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Bettye LaVette - Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Richard Thompson - Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]
[Foto: Jose Ángel González]

Jose Ángel González


Crónicas vitales de un periodista español emigrado a la Bahía de San Francisco, en California, el estado con mayor presencia de latinos e hispanohablantes de los Estados Unidos.
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