San Francisco - Santa Cruz por la Highway 1
Setenta y ocho millas, como dicen por aquí; 125 kilómetros, como decimos en la práctica totalidad del resto del mundo. En cualquier caso, la unidad de distancia importa poco frente a la grandeza de la línea de costa paralela al Pacífico. Hice el viaje de ida y regreso entre San Francisco y Santa Cruz. El primer trayecto, de mañana, con el sol a mi izquierda. El retorno, al atardecer, con el sol cayendo sobre el océano.
La carretera que serpentea la costa es la Highway 1, una de esas rutas míticas que son algo más que una superficie asfáltica. Es una atracción turística, desde luego, poblada por nombres con poderes casi curativos para el alma: Carmel, Big Sur, Monterey..., pero también un homenaje del ser humano al Pacífico, el mayor de los océanos.
Las guías ocultan que la mayor parte del penoso proceso de construcción la ejecutaron a principios del siglo XX, obligados y vigilados por guardias armados, cuadrillas de presos de las cárceles de Folsom y San Quentin —las penitenciarías donde Johnny Cash grabó dos de sus mejores discos—. Los convictos recibían un salario de 25 céntimos de dólar por día y la admirativa contemplación del paisaje de riscos y arenales que se abre después de cada curva de la carretera debería tener presente la tragedia de aquella mano de obra esclavizada. A veces tienes la impresión de que la única opción es desplazarte sobre la sangre derramada por otros.
El trecho que recorrí es modesto y la falta de tiempo me obligó a dejar para otro momento la sección más scenic en torno a Big Sur. Santa Cruz, población de origen español fundada a partir de una misión católica, me pareció decepcionante.
La ciudad que peleó durante décadas en los tribunales por utilizar el lema turístico-mercantil de Surf City (Ciudad del surf) —perdió la batalla hace unos años contra Huntington Beach, cerca de Los Ángeles— huele a decadencia y naftalina: un paseo marítimo repleto de grandes salones de juegos y con un parque de atracciones modesto, un centro histórico mínimo y deglutido por las franquicias y un espigón que se adentra en el mar con un grupo de pánfilos leones marinos dormitando...
El resto del viaje es de otro calado: enormes arenales, peligrosas playas con abundancia de tiburones; pueblos mínimos que son apenas un cruce de carreteras pero donde la sorpresa es posible: en Pescadero comimos un celestial pan de ajo y alcachofas en Arcangeli, una panadería-colmado establecida en 1929; en el faro abandonado de Pigeon Point añoramos no estar en la temporada de migración de las ballenas hacia el norte; en Miramar soñamos con tener la liquidez suficiente para comprar o alquilar una vieja casa de madera encaramada sobre pilotes; cada dos por tres, una venta de calabazas para el cercano Halloween teñía de amarillos y verdes el paisaje; en una playa de la que no anoté el nombre vimos ponerse el sol...
Soy de origen Atlántico y no voy a renegar de mi veneración, pero empiezo a sentir la llamada del Pacífico. Como gratificante regalo, en Santa Cruz un hombre con el que me crucé me dijo, con el desenfado yanqui habitual:
— Te pareces a Matisse. De verdad te lo digo.
Aunque hubiese preferido Gaugin, agradecí el elogio y dije para mis adentros:
— Va siendo hora de que me afeite.
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