4 posts de diciembre 2013

Venta libre de ranas invasivas y letales para los demás anfibios

[Ranas a la venta en Chinatow, San Francisco - Foto: www.savethefrogs.com]

La foto muestra un contenedor con ranas toro a la venta en una pescadería de Chinatown, San Francisco. Están vivas, pero serán sacrificadas al ser vendidas. Las decapitan con un hacha ante el comprador.

No es un anfibio cualquiera, sino un peligro: está en la lista de las cien especies invasivas más dañinas del mundo por su severo efecto sobre la biodiversidad. En más de veinte países de todos los continente —España, Reino Unido, Bélgica, Brasil, Colombia, Cuba, República Dominicana, Ecuador, Filipinas, Francia, Alemania, Grecia, Italia, Japón, Perú...— se ha comprobado su perversa influencia.

La Lithobates catesbeianus, su nombre científico, es altamente agresiva y se alimenta de una gran variedad de animales: desde otras ranas y anfibios hasta murciélagos, roedores y pájaros. Pueden pesar más de un kilo y comen casi cualquier ser vivo que les quepa en la boca.

Muchas personas comen ranas toro. Son un alimento de fuerte presencia en la alimentación de países como Francia y en casi todo Extremo Oriente, sobre todo en China, nación de la que es originario uno de cada tres vecinos de San Francisco. En Chinatown, donde se puede comprar una rana por un precio medio de cuatro dólares, se comercializan cada año unos dos millones de ejemplares, la gran mayoría exportados desde granjas de cría de Taiwan.

Al menos la mitad de las ranas, según un estudio de la Universidad de San Francisco, tienen en la piel el hongo Batrachochytrium dendrobatidis, un virulento agente que causa la enfermedad llamada quitridiomicosis, responsable de la desaparición en el mundo de 200 especies de anfibios y la disminución de hasta el 30 por ciento de otras en los últimos 15 años. El hongo no afecta a los humanos pero tiene una rápida y letal capacidad de transmisión entre los anfibios.

La organización Save the Frogs (Salvemos a las ranas) quiere que la venta de ranas toro sea prohibida en San Francisco. Argumentan que se trata de un animal invasivo y muy peligroso para los ecosistemas. Han iniciado una campaña para conseguir que el gobierno del estado de California decrete el fin de las exportaciones y erradique al mayor número de ejemplares en libertad que sea posible.

Los activistas lo intentaron primero con el ayuntamiento de la ciudad, pero el gran poder político del lobby electoral chino abortó todas las peticiones.

 

Fotos inéditas de David Bowie encontradas en un mercadillo

Negativos

"Lo más increíble de los milagros es que ocurren". A la sabiduría que nunca pondría en duda del viejo Chesterton, me atrevo a añadir un postafacio: "Sobre todos si visitas los rastrillos de viejo".

El domingo encontré en el rastro de Alemany —uno de los pocos flea markets de San Francisco, donde la segunda mano es casi monopolizada por el servicio online Craiglist— el portanegativos cuyo escaneo abre esta entrada.

Contiene los clichés de unas 30 fotos en 135 milímetros —película Ilford HP5— realizadas el 5 de abril de 1978 en el concierto de David Bowie en el Oakland Coliseum Arena, el sexto de la gira mundial Isolar II, la más ambiciosa que hasta ese momento había afrontado el músico: 70 actuaciones ante un millón de espectadores de 21 países.

El portanegativos estaba en una caja de papel fotográfico Kodak en un puesto donde un tipo de unos sesenta y tantos años y aspecto de ser todavía el hippie que alguna vez fue vendía un poco de todo, desde libros usados hasta adornos hogareños de dudoso gusto. Nunca esperes nada de una persona con traje de John Varvatos, ten en cuenta que los guardianes de tesoros siempre van vestidos con andrajos.

El milagro vivía dentro del veterano cartón de la caja amarilla: hojas de contactos y portanegativos de conciertos celebrados en el área de San Francisco entre 1977 y 1978, un buen tiempo para la música, estremecida por la libertaria propuesta del punk de regreso al amateurismo. En la tapa de la caja, escritos en capitulares con un lápiz de cera roja —incluso en ese detalle reside una clave perfecta: ¿para qué necesitamos la tinta cuando nos bastan los lapiceros?—, estaban los nombres de los retratados: Lou Reed, Blondie, Iggy Pop, Devo, X-Ray Spex, Roxy Music y mi adorado David Bowie.

Aunque las fotos, todas en blanco y negro, no eran excelentes: pecaban de la falta de medios del fotógrafo, que no tenía más que una lente y disparaba casi siempre desde el mismo lugar, soñé por un momento en llevarme a casa todo el lote.

— ¿Cuánto pide por los negativos y las hojas de contacto?, pregunté al vendedor imaginando el inicio de una negociación de regateo.

— Depende de qué artista se trate... Hay mucho material ahí dentro. Los negativos son más caros que los contactos.

Olvidada la posibilidad de comprar todo el material —mi economía personal no permite los caprichos, por muy justificados que sean—, me centré en los negativos de Bowie. El trato quedó cerrado en 13 dólares.

Supe por el vendedor que el fotógrafo, al que nunca había conocido en persona, se llamaba John Trembley, trabajaba en alguna publicación de San Francisco y murió de sida durante los años más negros de la pandemia. No he logrado encontrar ningún detalle más en Internet.

En casa escaneé los negativos en alta resolución y postproduje las imágenes lo necesario, añadiendo algo de contraste y curvas de nivel cromático. Fue emocionante devolver al mundo las fotos de una noche de hace 35 años.

Pese al atuendo delictivo de Bowie —¡esos bombachos!, ¡esa gorrita de capitán de yate!—, el cantante rebosa felicidad en las fotos. No era para menos: los conciertos de 1978 fueron excelentes y liberadores. Después de varios años anestesiándose con cocaína y cantando con la desgana de un alienígena, el músico estaba pletórico y limpio, le apoyaba una banda efectiva (con los poderosos Carlos Alomar y Adrian Belew) en las guitarras y estrenaba por primera vez en público las canciones de los dos discos arrrisegados y fríos que había grabado en Berlín (Low y Heroes, ambos editados en 1977), de los mejores de su carrera. La gira Isolar II fue condensada en el álbum doble Stage, quizá el mejor disco en directo de Bowie.

  [Foto: John Trembley] [Foto: John Trembley] [Foto: John Trembley] [Foto: John Trembley] [Foto: John Trembley]

El bosque-holograma

[Foto Jose Ángel González]
No coma, no fume, no beba, no hable, no se aplique loción solar y, sobre todo, como si se tratara del decreto de cualquier aspirante a Big Brother, ni se le ocurra salir de la senda... Bienvenidos a los Muir Woods, el bosque de sequoias de 224 hectáreas situado 19 kilómetros al noroeste de San Francisco.

Pagas siete dólares y caminas por pasarelas de madera. Es como si tú fueses el modelo de un desfile y el bosque, ajeno y anciano, se dedicara a juzgar tu aspecto. No hay posibilidad de feedback. Estás en un bosque pero podría tratarse de un holograma.

No tuve oportunidad hasta ahora de subir hasta los Muir, una de las atracciones naturales más visitadas del área de la bahía de San Francisco. La experiencia fue decepcionante.

Que la naturaleza te considere un enemigo en potencia tiene sobrada justificación: los humanos —sobre todo los que habitamos la Tierra desde el siglo XX— somos la especie más invasiva y destructora de la historia de un planeta al que hemos mancillado, explotado y ensuciado. Sin embargo, que la administración consentidora de los desmanes agresivos medioambientales venga ahora con planes de salvación a través de la represión es de un cinismo aplastante.

Si no puedo orinar en un bosque no me siento en el bosque. Disculpen la crudeza, pero soy de aldea, un hijo de la tierra que mis ancestros, hasta la generación de mis padres, cultivaron con mimo y no entiendo que un bosque pueda ser tan intocable como la cámara acorazada de un banco.

Los Muir Woods, declarados monumento nacional por el gobierno de los EE UU en 1908, bautizados en honor a John Muir, el apóstol de Yosemite, y gestionados desde entonces por el Servicio Nacional de Parques, son un bosque dentro de una vitrina, una boutique inalcanzable. Lo que ves a tu alrededor es hermoso —árboles de entre 500 y 800 años de edad, algunos de casi mil—, pero queda claro que no te pertenece, no eres quién de reclamarlo como herencia.

La visita es agradable pero tristísima no sólo por la sensación de extrañamiento, sino porque en ocasiones entiendes la rigidez de la reglamentación: pese a los consejos de mantener en paz el equilibrio del lugar, que incluye, por supuesto, la paz acústica, los grupos de turistas gritan enervados, hacen fotos con los smarthphones y sus cámaras con flash—más agresivos que el cigarro que pueda fumarme yo llevándome luego la colilla conmigo—, juegan a carreras con los niños, cuentan la trama de la película que vieron anoche por la tele...

No entiendo que un país capaz de gastar en eso que llaman defensa pero debería llamarse industria de la muerte 645.000 millones de dólares (seis veces más que China, 11 más que Rusia, 27 más que Irán, 33 más que Israel, casi tres veces más que toda Europa...) meta sus bosques en botellas de cristal.

[Foto Jose Ángel González]

[Foto Jose Ángel González]

[Foto Jose Ángel González]

[Foto Jose Ángel González]

[Foto Jose Ángel González]

[Foto Jose Ángel González]
[Foto Jose Ángel González]

[Foto Jose Ángel González]

[Foto Jose Ángel González] [Foto Jose Ángel González] [Foto Jose Ángel González]

¿El mejor mercado de alimentos del mundo?

[Foto: Jose Ángel González]
Dicen algunas voces dedicadas a la crítica gastronómica y alimentaria que el Ferry Plaza Farmers Market de San Francisco es uno de los mejores mercados de productores del mundo. Por ejemplo, la web Food & Wine lo coloca en el primer puesto del top 25 universal, aunque la clasificación pierde credibilidad cuando compruebas que en el ranking mezclan los lugares en los que no media intermediación entre el productor y el cliente final con aquellos en que los puestos de venta son locales que funcionan como simples eslabones empresariales en la compleja cadena del negocio de los alimentos —el mercado de La Boquería de Barcelona, por ejemplo, el único español que asoma en la lista—.

Lo que no se le puede negar al mercado de San Francisco, que se celebra cada martes, jueves y sábado por la mañana desde 1993, es el cachet. Miles de personas lo frecuentan y se ha convertido en una atracción que todas las guías turísticas de la ciudad apuntan como como de inexcusable visita. Está situado, además, en torno al Ferry Building, el bello edificio finalizado en 1898 según un diseño rematado con un torre inspirada en la Giralda de Sevilla. Ya no es la terminal portuaria del pasado, sino un mercado de delicatessen (sin relación con el farmers) donde sólo conviene ir con el bolsillo bien abultado o la tarjeta bancaria con saldo altamente saludable, pero el enclave sigue guardando la memoria de un pasado en que los grandes trasatlánticos fondeaban en la bahía.

El farmers market del exterior —uno de los casi ocho mil que puntean un país donde comer es una especie de práctica religiosa pagana y masiva— tampoco es para todos los públicos. Un vaso pequeño de café cuesta el equivalente a 3,5 euros y un kilo de tomates, 8. Eso sí, son "orgánicos", prometen los organizadores, la empresa Center for Urban Education about Sustainable Agriculture (Centro para la Educación Urbana sobre Agricultura Sostenible), que el año pasado ingresó casi un millón de euros según su informe anual [no se trata de ventas de los puestos de alimentos, cantidad que no revelan, sino del dinero recaudado por las cuotas de los socios, subvenciones y ayudas públicas o privadas].

Los productos que venden en el farmers market proceden de más de un centenar de explotaciones agrícolas, pesqueras y ganaderas del norte de California. Se pueden encontrar variadísimas verduras, frutas y legumbres frescas y de temporada, aceite de oliva (muy bueno), quesos (muy caros), zumos de frutas y otros elíxires más rebuscados, salsas de aliño (siempre picantes), frutos secos, pan y bollería, flores y hierbas aromáticas y, desde luego, algunos puestos donde preparan pizzas, bocadillos y otros productos de consumo inmediato. La longitud de las colas de espera para algunos de ellos demuestra la paciencia de los estadounidenses cuando al final del camino hay algo que chorrea colesterol.

No es mi idea de mercado: todo es demasiado bello y los vendedores y compradores van tan atildados que podrían desfilar en una pasarela allí mismo, pero el lugar merece una visita, digamos, etnográfica. Sólo llegas a conocer a los gringos cuando ves como babean ante la comida.
[Foto: Jose Ángel González] [Foto: Jose Ángel González] [Foto: Jose Ángel González] [Foto: Jose Ángel González] [Foto: Jose Ángel González] [Foto: Jose Ángel González] [Foto: Jose Ángel González] [Foto: Jose Ángel González] [Foto: Jose Ángel González] [Foto: Jose Ángel González] [Foto: Jose Ángel González]
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Jose Ángel González


Crónicas vitales de un periodista español emigrado a la Bahía de San Francisco, en California, el estado con mayor presencia de latinos e hispanohablantes de los Estados Unidos.
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