1 posts de julio 2010

Kris Kristofferson: el soldado ejemplar que se transformó en un hippy de Nashville

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Aquí tenemos debilidad por esos discos que llevan historia, que no solamente trasportan canciones sino que lanzan un foco poderoso sobre un tiempo, una sociedad, un movimiento. Un tipo de producto que –ay, ay- ya no suelen confeccionar las grandes compañías, cada vez más alejadas de cualquier concepto cultural.

Por ejemplo, esa maravilla firmada por Kris Kristofferson que se títula “Please don’t tell me how the story ends” y que contiene las relajadas maquetas que grabó para editoriales musicales entre 1968 y 1972, aparte de alguna pieza que no encajó en sus discos. Por entonces, Kris era artista de Monument, potente sello de Nashville ahora integrado en Sony. Ha costado diez años deshacer la madeja contractual y lo ha logrado Light In The Attic Records.

Esta pequeña compañía de Seattle se especializa en reediciones, con notables aciertos: Karen Dalton, Rodríguez, Betty Davis y (una novedad en EEUU) Jane Birkin. Aquí, Light In The Attic no se ha cortado: un librito de 60 páginas con textos que amplifican su leyenda y que sugieren intrigantes posibilidades. Nos enteramos de que Dennis Hopper le quería emparejar con el productor Phil Spector, lo cual quizás no fuera una gran idea, visto lo que le ocurrió a Leonard Cohen cuando chocó con el Muro de Sonido.

Conviene destacar que los Kristofferson tenían tradición militar, incluso en Suecia, su país de origen. Ese parecía el destino de Kris, que llegó a capitán de las Fuerzas Aéreas. Junto a los textos, en el libro de “Please don’t tell me how the story ends” se reproducen documentos oficiales, incluyendo los argumentos para concederle una medalla por salvar la vida de un paracaidista durante unas maniobras en Alemania.

Kristofferson era todo un héroe y, políticamente, un halcón. De hecho, el primer tema suyo que sonó en Nashvile fue “Vietnam blues”, un recitado del rey de la música de camioneros, Dave Dudley, que criticaba a los freaks que protestaban contra la guerra y se identificaba con los soldados estadounidenses destacados allí.

Piloto de helicópteros, Kristofferson se presentó voluntario para el servicio en Vietnam. En el Pentágono, sin embargo, repasaron su expediente: premios en concursos de relatos, una beca Rhodes, estudios de graduado en Oxford. Le destinaron a dar clases de literatura inglesa en West Point. Años después, Kris se horrorizó ante el “trabajo” de sus compañeros en Vietnam: los interrogatorios en el aire, donde los prisioneros que no hablaban eran lanzados desde el helicópteros.

No fue la repulsión moral sino la vocación creativa lo que le hizo abandonar las Fuerzas Aéreas. Casado y con un hijo enfermo, Kristofferson escandalizó a sus conocidos cuando interrumpió su carrera militar para abrirse camino como compositor en Nashville. Su familia, indignada, le repudió. Se convirtió en un pluriempleado para ganarse la vida: trabajó en la construcción, voló helicópteros para las empresas petroleras del golfo de México, sirvió copas en un bar.

En 1966, Kristofferson ejercía de conserje en los estudios de Columbia en Nashville, cuando un arrebatado Bob Dylan estaba grabando Blonde on blonde con los alucinados “session men” locales. Kris ni se atrevió a dirigirle la palabra: el “janitor” estaba allí para barrer los suelos, vaciar los ceniceros y traer cafés. Pasarían años antes de que Dylan cantara a Kristsofferson, con “They killed him”.

Según avanzaban los sesenta, el soldado ejemplar se convirtió en un cantautor hirsuto, que abusaba de las substancias y mantenía una ideología que –en los esquemas de Nashville- le situaba en la extrema izquierda. Pero el country tiene más flexibilidad de lo que se le atribuye: Kristofferson ha compartido escenarios con “superpatriotas” como Merle Haggard, Johnny Cash o Waylon Jennings. Para ellos, Kris es una “harmony whore”, alguien siempre dispuesto a hacer voces con cantantes más dotados.

En realidad, el Nashville musical babeaba ante una canción bien hecha. Y las de Kristofferson eran tan eruditas como rompedoras: elegantes retratos de amor con sexo, relatos de resacas, instantáneas de la vida en la carretera. Hasta su mayor éxito, “Me and Bobby McGee”, encaja dentro de un subgénero country: las crónicas de vagabundos.

¿Hace falta recordar su génesis? Fred Foster, gran jefe de Monument, le retó a componer una pieza que incluyera el nombre –muy masculino- de una secretaria, Bobby McKee. Kristofferson suavizó el apellido y narró las aventuras de una pareja, que recorre el país haciendo dedo. Contiene un verso certero –“libertad es otra forma de decir que nada tienes que perder”- que ayudó a convertirla en himno hippy. Generoso, Kris apuntó el nombre de Fred Foster como coautor del tema, un “detalle” cuantificable en varios millones de dólares.

Una lluvia de dinero que proviene esencialmente de la versión canónica de Janis Joplin (aunque la canción ya había sido grabada anteriormente por el pulcro Roger Miller, el folky Gordon Lightfoot y por el propio Kristofferson). La doliente grabación de Janis era un detalle para con Kris, fugaz compañero de cama. El autor solo se enteró cuando la vocalista ya había muerto y lloró de rabia. Es menos conocido, que luego apareció, en los márgenes de la industria, una cantante llamada Bobbie McGee que interpretaba un repertorio feminista y sindicalista.

Sorprende saber que Kristofferson actúa este año en España: aquí es más conocido por sus películas que por sus canciones. Nunca ha tenido la reputación de un Leonard Cohen, que se inició por aquella época y grabando también en Nashville. Ocurre que Kris jamás se ha movido de las estructuras del country, ni siquiera cuando grababa a dúo con su querida Rita Coolidge.

Para fans y para curiosos, resulta deslumbrante un disco como “Please don’t tell me how the story ends: the publishing demos 1968-72”. Canciones, textos y fotos explican su grandeza y las dimensiones de su insurrección en una ciudad conservadora: la principal industria de Nashville no es la música sino la impresión de Biblias.

El Ambigú


Preguntado por su biografía profesional, Diego A. Manrique es lacónico: "Escribo sobre música en prensa desde 1972.
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