Días después del terremoto del que hoy se cumple un año se celebró en Puerto Príncipe una reunión entre miembros del Gobierno haitiano y representantes de la comunidad internacional. Se puso sobre la mesa la necesidad inaplazable de convocar elecciones para respetar los plazos previstos. Los ministros se negaron con el argumento de que en esos momentos tan dramáticos era necesario un Gobierno sólido y estable. Curiosamente, los ministros que más resistencia ofrecieron fueron aquéllos a los que se les enrojecieron los ojos de avaricia al imaginar la cantidad de ayuda internacional que iba a llegar a Haití durante los próximos meses y años.
Al final, el presidente Préval tuvo que ceder y convocar elecciones. Se celebraron el 28 de noviembre y ahora el borrador del informe de la Organización de Estados Americanos advierte diplomáticamente que hubo pucherazo y que el presidente intentó colar a su candidato para la segunda vuelta. Previsible.
Cuento esto para que se entienda el título de este post: Haití no existe.
Haití es un estado soberano con sillón en la Asamblea General de la ONU –por eso la comunidad internacional no se ha atrevido a imponer un mandato ejecutivo como lo hizo en Kósovo o Timor Oriental-. Haití tiene un Gobierno y embajadores en muchos países del mundo –la embajadora en España es una mujer encantadora-. Pero Haití no tiene un proyecto colectivo y por eso no existe.
Los haitianos son independientes desde hace más de 200 años y seguramente se podrán contar con los dedos de una mano los presidentes que no han llegado al poder con el objetivo de rapiñar… Y en muchos casos también de humillar. Los haitianos lo han sufrido con resignación las más de las veces y con irritación y violencia en algunas otras ocasiones. Pero eso pasa factura.
La principal conclusión a la que llegué después de recorrer el país durante varios días es que en Haití sólo existen proyectos individuales. Cada haitiano sabe lo que quiere hacer con su vida…Y como mucho le interesa la vida de sus más cercanos. Pero no le pidas que arrime el hombro para sacar adelante un proyecto colectivo. Corres el riesgo de quedarte sin argumentos cuando te espete ¿Para beneficio de quién?
Un ejemplo para entender lo difícil que es creer en un estado haitiano: Imaginemos que un haitiano quiere montar una empresa. Lo primero, intenta comprar una parcela. Pero ¿de quién es ese terreno? Imposible averiguarlo porque allí no funciona el registro de la propiedad. Puede encontrarse con cinco o diez presuntos dueños. Tardará meses o años en hacerse legalmente con el terreno. Eso les está pasando hoy a decenas de ONGs que quieren instalar hospitales o escuelas. Lo mismo ocurre con el registro civil.
Esa desconfianza atávica en el poder haitiano se traduce en ocasiones en gran falta de civismo. Haití es un país deforestado. Hay empresas que han esquilmado los montes y además los haitianos cocinan y se calientan con la lumbre de los árboles que cortan en las montañas. Si sus dirigentes rapiñan, quién les va a decir que no corten leña para cocinar. Es tan espectacular como irritante el cambio de frondosidad en la misma isla cuando uno cruza la frontera entre Haití –montes pelados- y la República Dominicana.
Más ejemplos. Hace 20 años el 90 por ciento de los presos cumplía detención preventiva. Para reducir ese porcentaje tan escandaloso muchos países ricos decidieron invertir millones de dólares en mejorar el sistema judicial y penitenciario. Pues bien, hoy el 90 por ciento de los presos cumple detención preventiva. De nada ha servido toda esa ayuda. Muchos expedientes se han perdido y encima, según la ONU, los jueces pasan sólo una media de 52 minutos al día en sus oficinas. Que me perdonen aquéllos que cumplen son su horario…
La inmensa mayoría de los servicios sanitarios los atienden las ONGs y el Ministerio de Educación haitiano sólo supervisa –ni siquiera gestiona- el 15 por ciento de los centros educativos.
Por todo eso Haití no existe, aunque afortunadamente sí existen los haitianos.
PS: Haití no existe es también el título de un libro de uno de los historiadores que mejor conoce el país, el francés Christophe Wargny.