BOMBAY, ESA MASA DE ENERGÍA
El viaje a Bombay empezó en el número 2 de la calle Sandoval de Madrid. En una taberna del centro. Su nombre parecía una premonición: taberna Acuerdo. Faltaba una semana para que el gran Jesús y yo nos subiéramos a un avión rumbo al lugar que más ganas tenía de conocer del planeta: Bombay. Antes me esperaba para desayunar otro Jesús. Un publicista asturiano que se cansó de vender grandes marcas y empezó a vender sueños. Pero de los que se cumplen. Esos por los que no hay que pagar.
Jesús es un tipo que un día se revolvió en la silla de su despacho de una gran agencia de marketing y se marchó a vivir a Dharavi, el slum o barrio de chabolas más densamente poblado del mundo. Un millón de personas hacinadas en 2’5 kilómetros cuadrados. Sin agua potable, sin un triste colchón donde dormir. Cambió sus 14 pagas anuales por una chabola de 8 metros cuadrados y unos baños públicos. Y todo para hacer reportajes sobre otra cultura, otras gentes, otro universo. En ese momento todavía me costaba entenderle. Era porque yo aún no había estado en Dharavi.
Lo reconocí nada más entrar. Pelo largo recogido en una coleta y el entusiasmo de quien cree en lo que hace. “La India es maravillosa, Luis, si vas de frente se te abren todas las puertas”. Así empezó su relato mientras cada uno pedíamos un cortado, un zumo de naranja y una tostada. 5 euros.
Él estaba casualmente en Madrid pero al día siguiente regresaba de nuevo a Bombay. Hablamos de lo que íbamos a grabar juntos en Dharavi. Sacó su ordenador portátil y me enseñó fotos como éstas…
Yo me estaba empezando a poner nervioso, ansioso, ilusionado, asustado y excitado al mismo tiempo. Bombay ya había empezado a hacer su efecto.
Desayunamos y nos despedimos. “La próxima vez que nos veamos todo será diferente, Luis, ya lo verás”. En ese momento yo no podía ni siquiera imaginar hasta qué punto tenía razón.
Una semana después pisé Bombay por primera vez. Lo primero que sentí es que es una ciudad con una cadencia propia, diferente. Algunos dicen que es un caos. Yo ahora ya no sé si el verdadero caos no es el que vivimos nosotros aquí.
En nuestro segundo día de rodaje me reencontré con Jesús, el “publicista loco”. Quedamos con él a las 5 de la mañana en el corazón del slum. El taxista que nos llevó hasta allí estaba flipando tanto como nosotros. O más. Queríamos grabar el amanecer desde los tejados de Dharavi.
Nos adentramos con Jesús y su linterna por callejuelas de un metro de ancho surcadas por un desagüe oscuro y espeso. La sensación de penetrar en aquel lugar casi de manera furtiva nos dejó sin habla. El slum dormía. Silencioso. Era como un animal agazapado. Una fuerza latente a punto de estallar. El pistoletazo de salida en la carrera por la supervivencia lo marcaría la salida del sol y la llamada a la oración desde las mezquitas. Susurré mis primeras palabras:
- Jesús, me acaba de pasar un gato enorme por encima del pie
- No era un gato, Luis, pero mejor sigue caminando
Trepamos hasta los tejados de chapa de las chabolas por unas cañerías y Jesús nos pidió que lleváramos cuidado con dónde pisábamos. Alumbró con su linterna y vi que estábamos rodeados de cuerpos. Decenas de personas durmiendo a la intemperie, en los tejados, bajo la luna.
Allí sentados esperamos a que despertara Dharavi bebiendo una bolsita de te con clavo. 10 rupias, unos 25 céntimos de euro. Era la segunda vez que desayunaba con Jesús. “Te dije que la siguiente vez todo sería diferente”. Y sonrió.
Media hora después el sol encendió Bombay y la maquinaria vital del slum empezó a funcionar. El espacio condiciona las rutinas en Dharavi. Viven tan juntos que los biorritmos son comunes. Todos se levantan a la misma hora. Desayunan, se asean, ponen música de Bollywood y salen a la calle a la misma hora.
Dharavi se ha hecho famoso en los últimos años porque allí se rodó la famosa película Slumdog Millionaire, que cuenta la historia de unos niños del slum y que ganó 8 Óscars. La traducción literal del título sería “Perro de chabola millonario”. Jesús nos contó que a los habitantes de este lugar les dolió ese título y la imagen que se dio de sus vidas. La prensa india dijo que la película hacía “pornografía de la pobreza”.
Yo no voy a defender la película, pero sí que sentí allí algo parecido a lo que el guionista de Slumdog, Simon Beaufoy, dijo que había percibido: “hemos querido que el espectador sienta la enorme cantidad de diversión, risas, charlas y sentido de comunidad que uno encuentra en este barrio. Lo que percibes en un lugar así es esta masa de energía”.
Estoy de acuerdo: esa masa de energía te envuelve. Se nota que forman una verdadera comunidad a la que no quieren dejar de pertenecer. Por eso muchos de ellos nos confesaron que temen al plan urbanístico del gobierno que pretende derribar el slum y construir apartamentos. No es un mundo ideal. Claro que también hay mafias o delincuencia. Pero ellos no quieren moverse de allí. Dijo Ghandi que “para una persona no violenta, todo el mundo es su familia”. Pues el slum parece eso, una familia de un millón de miembros.
Jesús cuenta en su web (www.100familiasindias.com) que el slum sería como el planeta Gaia que describe Isaac Asimov en su “Fundación”: un conjunto de personas, animales y elementos que forman un sólo ser vivo que se alegra ante las fuerzas del bien y llora cuando algún miembro de la comunidad sufre.
Yo no lo sé. No conozco tanto el espíritu de Dharavi ni me he leído la “Fundación” de Asimov, pero sí sé cómo nos trataron allí. Los niños nos rodeaban y nos seguían. Nos pedían que jugáramos al críquet con ellos. Algunos nos abrazaban. Las mujeres sonreían y los hombres nos daban la mano. Todos nos abrían las puertas de sus casas. Nadie puso ningún inconveniente a que le grabáramos. Nadie quiso aparentar.
Pero durante nuestra estancia en Bombay no sólo grabamos el lado “pobre”. También quisimos conocer el lado opulento de esta ciudad. El otro extremo. Por eso al día siguiente de rodar en el slum visitamos el hotel de 5 estrellas Taj Mahal Palace. No nos dejaron grabar. La relaciones públicas del hotel dijo que el hall estaba en obras y no querían dar una imagen decadente. No supe qué contestarle.
Pasamos 6 días en Bombay. Suficientes para saber que volveré. Cuando regresé a España un amigo me preguntó si merecía la pena viajar a Bombay, si en esa ciudad había "algo que ver". Me puso cara rara cuando le contesté: “No hay nada que ver, Javi, pero sí mucho que vivir. No vayas a verla, ve a vivirla”.