Una lágrima por Liz
Elizabeth Taylor nunca tuvo tiempo de estudiar interpretación. Pero jamás desentonó enfrentada a las grandes figuras formadas en el riguroso método del Actor’s Studio, porque supo recurrir a su memoria afectiva para construir sus personajes. Aprendió el oficio de estrella en los platós de la Metro, tras haber firmado su primer contrato en Hollywood con solo diez años.
Pero la pequeña Liz se convirtió enseguida en una mujer bellísima y ansiosa de vivir. Recién salida de la adolescencia, en menos de un año se enamoró del hotelero Nick Hilton, se casó, se desilusionó y se divorció. Y en seguida llegó su segundo matrimonio, con el actor ingles Michael Wilding, con quien tuvo dos hijos. Pero ya nunca dejaría de alimentar a la prensa del bajo vientre, con una turbulenta vida sentimental, jalonada por ocho bodas.
Un lugar en el sol fue la película donde la Taylor se sintió actriz por primera vez. Con veinte años Liz tocó la gloria, al más puro estilo hollywoodiense. Disfrutó de una serie de éxitos comerciales con melodramas exóticos, aventuras de época y romanticismo en technicolor. Y alcanzó el estrellato en ‘Gigante’, una producción épica típicamente americana. Por entonces, con solo 23 años, Liz se casó con el productor Michael Todd, de 47. Eran felices y acababan de tener una hija cuando él falleció en un accidente de avión. Ella buscó consuelo entre los brazos de Eddie Fischer, marido de su amiga y colega Debbie Reynols. Así, su cuarta boda fue otro escándalo. Y aunque la Taylor ganó su primer Oscar (por ‘Una mujer marcada’) la Metro no le renovó el contrato.
La estrella pasó tres años sin brillar hasta que llegó ‘Cleopatra’, el mayor hito de su carrera. Cobró un millón de dólares. Deslumbró al público. Y además vivió su amor más intenso con Richard Burton, con quien formaría una pareja atormentada durante trece años, se casaría y se divorciaría dos veces, adoptaría a una niña enferma de polio y rodaría once películas. Burton la amó como solo se ama en el cine. Pero tuvieron el romance más escandaloso y autodestructivo de la historia de Hollywood. Hasta el Vaticano condenó el pecado de su amor porque los dos estaban casados. En '¿Quien teme a Virginia Woolf?' --donde Liz ganó su segundo Oscar-- los dos monstruos se autoretrataron como bebedores insaciables, volcánicos hasta la agresión mutua y siempre insatisfechos. Pero con un amor interminable.
Su cuerpo espléndido fue siempre frágil. Pero vivió más de lo que sus médicos esperaban, con la piel y los huesos dañados. Pasó más de 20 veces por los quirófanos. Luchó contra la diabetes y el cáncer. Se dejó arrastrar por el alcohol y las pastillas. Pero todos esos datos amargos de su biografía ya no cuentan. Tampoco sus peores películas ni sus dos matrimonios, postreros y fugaces, con un político vacuo y con un obrero alcoholizado. Ni siquiera importan sus cualidades como mujer independiente, rebelde y solidaria, que se esforzó en la lucha contra el sida. Ya solo cuenta su eterno esplendor, la belleza que nos fascinó hasta casi impedir que la valoráremos como actriz. Y sobre todo, aquella inolvidable mirada de color violeta, cuyo recuerdo invita a la melancolía.