La habitación/suite de los Premios Nobel de la Paz en el Grand Hotel de Oslo es ostentosamente sencilla, como todo lo que tiene que ver con estos galardones en la capital noruega. Simple y carismático. No exento de un halo de misterio impreso desde su origen, el del inventor genial y complejo, culto e impulsivo, soltero redomado pronto a mostrar a sus próximos la medida de una generosidad que se negaba a sí mismo. La esencia de estos premios.
Alfred Nobel sorprendió a su familia, a propios y extraños, con un testamento redactado en 1895, que se hizo público tras su muerte, un año después. En vez de dejar su fortuna multimillonaria a sus sobrinos, dejó establecido, en cuatro folios manuscritos, que con las ganancias de miles de patentes fundamentalmente relacionadas con explosivos y detonantes, se debía crear una fundación. La fundación, en manos de dos testaferros de su confianza, tendría como fin invertir y repartir cada año las ganancias en cuatro premios : Física, Química, Medicina, en Estocolmo; Paz, en Oslo.
De la suite-Nóbel cojo dos libros de la biblioteca destinada a los premiados. Me permiten llevármelos durante 48 horas. Los leo ávidamente para descubrir porqué Nóbel decidió pasar a Oslo el galardón de la Paz que ahora recibe Obama. Tanto el director del Instituto Nóbel, Geir Lundestad, como el presidente del comité de cinco miembros que decide anualmente quién será el destinatario, Thorbjorn Jagland, barajan varias teorías: porque al viejo Alfred le dio la gana; porque entonces Noruega formaba parte de la Unión, con Suecia, y así se repartían los premios; porque los noruegos son pacíficos, nunca han invadido a nadie, su parlamento contaba con una comisión interministerial por la paz y porque, además, le gustaba la literatura noruega. Alfred Nobel, además de inventor prodigioso, era escritor y poeta, “el vagabundo más rico de Europa”, como se le denominaba en los periódicos de la época, recogiendo su espíritu bohemio.
Devuelvo los libros después de haber atisbado la “verdadera explicación”. El verdadero amor de Nobel, la condesa austriaca Kinsky, era pacifista y, el año antes de redactar su testamento, se encontraron en Basilea. Con la comisión interministerial de Oslo.
En fin, una historia dentro de la historia que lleva a Obama. “Mejor que nos digan que se lo hemos dado demasiado pronto, a que nos vengan algún día con que ya es demasiado tarde”, nos dice Jagland. Y pone como ejemplo el de Martin Luther King en 1964. Entonces King entraba y salía de la cárcel, acusado de agitador. Agitador también de conciencias, como hemos visto luego por los resultados. En 1964 a los del comité de Oslo también les acusaron de haberse precipitado. Sin embargo, en 1965, más de 20 millones de negros norteamericanos conseguían su derecho al voto. El movimiento por los derechos civiles de MLK, a quienes el reverendo donó su cheque, se volvía una corriente imparable por la paz y la democracia. Los noruegos habían tenido razón.
Barack Obama y Martin Luther King están juntos en el Centro Nobel de la Paz de Oslo. Sus discursos se pueden oír bajo dos focos en el techo. Se le pone a uno la piel de gallina. El sueño de King: que los negros fueran iguales a los blancos en Estados Unidos; que el cheque sin fondos que la justicia norteamericana entregaba a cada niño negro al nacer, pudiera cobrarse algún día…
Obama verá su foto junto a la de Martin Luther King en tamaño gigante cuando recoja su Premio Nobel de la Paz 2009 en el ayuntamiento de Oslo. Cuando reciba un cheque con los fondos del Nobel, y haga realidad el sueño de Martin Luther King.
De su nuevo clima social, al natural, y político basados en la cooperación internacional y el diálogo por el que le han reconocido a Obama, 45 años después. Por acabar con casi una década de unilateralismo de Bush.
Un giro de 180 grados en las relaciones internacionales, y tantas expectativas que nunca antes, en Oslo, se había visto mayor preocupación por la seguridad de un premiado. Varias manzanas eran tomadas en el centro de la capital noruega, antes de que llegara el presidente norteamericano. Sus caravanas de limusinas negras, interminables. El espíritu de Alfred Nobel, galardonar a la persona que más hiciese por la paz en el último año a su entrega, en el aire, gélido y gris, de Oslo.