Jayne
Esta era la imagen que iba a presentar nuestro Facebook en la cuarta temporada.
Imagino que la racionalidad, esa característica humana de la que adolece el ser humano, contribuye a que aprendamos a evaluar todo lo que nos sucede para sacar el mayor partido posible a ese indeterminado espacio de tiempo al que llamamos vida. En esa constante búsqueda de la satisfacción de los objetivos acumulados, (estoy hablando como un ministro de Economía) asimilamos tantas cosas que, de alguna manera, acabamos viviendo de hábitos. Y aunque el hábito no haga al monje, nos acostumbramos a todo, hacemos cosas, reaccionamos, siguiendo un manual de conducta sin tan siquiera detenernos en el instante que estamos viviendo. Pero siempre hay algo, algo de ese catálogo de emociones, que no hemos logrado domesticar. Yo, a pesar de haberlo hecho muchas veces, no logro acostumbrarme a las despedidas. No me gustan. Vulneran mi espacio físico más íntimo, me obligan a salir del caparazón y mostrar al ‘ser’ que habita dentro y eso…me incomoda. Mentiría si les dijera que no he aprendido a fingirlas pero, aún así, acabo agotado. O sea, que no les cuento lo que le pasa a mi estructura cerebral cuando tengo que despedirme de algo o alguien que me ha hecho disfrutar. Me gustaría ponerme en contacto con los genios que elaboraron la última reforma laboral y preguntarles qué hay que hacer para que una despedida le salga más barata a mi corazón, quién se encargará de darme 33 besos por año disfrutado, si incluso puedo despedirme libremente cuando existe una previsión de pérdidas emocionales, que siempre son las más difíciles de amortizar. Me gustaría poder despedirme como los que una noche dicen que se van a por tabaco y nunca vuelven. No sé si alguna vez, en su huída, sienten remordimientos por no haberse atrevido a decir adiós. Cuando era pequeño, sólo se decía ‘adiós’. Pero hubo un tiempo, quizá en los 80, en el que se puso de moda el ‘hasta luego’ y nunca más volví a pronunciar un ‘adiós’. Ni siquiera ante esas personas que, con dificultad, el destino volverá a poner en mi camino. Y como comprenderán, no lo voy a hacer ahora. Este es el principio del último programa y eso, no es un final. Al menos, no de momento.
Hola amiguitos:
Queridos amiguitos:
Un 28 de junio de 1969 un grupo de personas le plantaron cara a un sistema represor que les trataba como ciudadanos de segunda, como víctimas perennes de la burla, el escarnio y la prepotencia de los demás. Hasta ahí, todo bien. Pero cuando explicamos que aquello sucedió en el bar Stonewall de Nueva York y que las personas que se rebelaron contra la redada policial eran homosexuales y transexuales, la audiencia pone gesto de “ya estamos otra vez con lo mismo”. A nadie se le ocurriría poner esa cara cuando se habla de lo que significó el 'I have a dream' de Martin Luther King para los derechos civiles de los afroamericanos. Quizá por eso hay que seguir celebrando cada 28 de junio como si fuera el primero. Por eso y porque, por extraño que parezca, a medida que aumentan los logros del colectivo LGTB, crece la homofobia. Lo explicó el investigador estadounidense David William Foster en una universidad mexicana y las cifras de Amnistía Internacional lo confirman. Sólo en Brasil se asesinaron 190 homosexuales en 2008. La ONU tiene aprobada una declaración contra la homofobia pero no emite informes específicos porque algunos países miembros, como Egipto, lo verían como una imposición de los países occidentales. Eufemismo donde los haya. Y no hace falta mirar a los países musulmanes. En nuestra sacro santa Unión Europea, la homofobia planea sobre sus estados sin que a nadie parezca importarle mucho. Las ONG’s alertan de un aumento considerable en Gran Bretaña y las cifras de Italia son escalofriantes. No hay semana en la que algún homosexual o transexual no sea agredido gravemente en alguna ciudad italiana. Mientras, su parlamento se niega a condenar la homofobia por ley y la Unión Europea hace la vista gorda. En España tiene que aparecer una clínica que dice que cura la homosexualidad para que nos demos cuenta que la realidad no es tan amable, que en el fondo, si se rasca un poco, vivimos en un oasis donde toda esa libertad, toda esa aceptación social, es un espejismo.
Para un país, y sus habitantes, celebrar el orgullo gay no es un problema, celebrarlo en traje de chaqueta o en tanga no es un problema, tener pluma o no tener pluma no es un problema; pero ser homófono, sí es un problema. Y cuando hablo de homofobia no sólo me refiero al asesino que sale a la caza del homosexual y acaba de titular sensacionalista de las páginas de sucesos; también señalo al grupo de niñatos que, de botellón, gritan “maricones” a una pareja de chicos que pasa a su lado. Incluso me parece que hay mala intención en la consulta que aparecía la semana pasada en un periódico andaluz, en la que se preguntaba a la gente qué le parecía que el ayuntamiento invirtiera 300.000 euros en financiar los actos del Día del Orgullo Gay. La encuesta, manipuladora y malintencionada, logró que un 82% de la población se posicionase en contra. Claro, con ese enunciado, hasta yo estoy en contra; si hay que ajustarse el cinturón, nos lo ajustamos todos. Así que espero que ese periódico también consulte si hay que financiar el desfile de las Fuerzas Armadas o si en esta época de crisis nos parece bien que cada jugador de la Selección Española cobre 600.000 euros si ganan el mundial.
Les voy a confesar algo, antes de irme de vacaciones. En este programa, no habitualmente, las cosas como son, pero de vez en cuando me encuentro con mensajes en el contestador en el que se me insulta con un lenguaje académico tipo “palomo cojo” o “es que no hay más presentadores en RNE que tienen que poner ustedes a ese maricón…”. Que yo sea un “palomo cojo” no es un problema; que usted coja el teléfono, marque el número del programa y deje ese mensaje en nuestro contestador, con rabia en la voz, eso sí es un problema. Lo que no tengo muy claro, señor, es si su problema tiene solución. Feliz Orgullo Gay a todos y todas.
Queridos amiguitos:
Me gusta la pasión. Es emocionante, nos enloquece y nos revoluciona los sentimientos como si estuviésemos centrifugando las 24 horas. La cuestión es, ¿qué nos puede llevar a ese estado de éxtasis? Pues desde un show de los Chippendales o una noche con Scarlett Johansson hasta un gol de la selección española. Incluso creo que el gol podría anular todo lo anterior. La pasión por el fútbol es algo que despierta mi antropólogo dormilón. Asisto a ese frenesí como si siempre fuese la primera vez. Y mira que se repiten comportamientos y cánticos pero oye, es como los estrenos de Almodóvar, que siempre son iguales, siempre van los mismos, pero no puedes evitar interesarte. Yo vivo en una calle peculiar porque se dan cita diferentes bares, que reúnen una clientela de diferente nacionalidad, y todos retransmiten los partidos del Mundial y los anuncian en la puerta, como si fueran la especialidad de la casa, junto a las patatas bravas y a las croquetas de camarones. La especie humana tiende a disfrutar más de un gol si está en el bar que en el domicilio particular, pero vamos, eso, como visitar asiduamente al proctólogo, es cuestión de gustos. Tengo, en la misma calle, un bar que reúne a muchos aficionados británicos, otros que convocan a españoles, otro que se llena de italianos y otro lleno de africanos que ven cualquier partido. El miércoles pasado, la calle fue un ¡uyyyy! constante. A mí esa pasión me encanta. Lo que sucede es que, como toda buena pasión, nos ciega, nos obnubila, nos hace primarios y, en el caso del fútbol, tremendamente patrióticos. El miércoles pasado la única esperanza que tenía este país nuestro de superar toda su racha de malas noticias era el triunfo de la selección. De hecho, creo que los más interesados en que ganasen eran los miembros del Gobierno, que a la misma hora que España jugaba contra Suiza, ellos aprobaban la reforma laboral a decretazo limpio. Sólo los goles de la roja nos harían olvidar los balonazos de los rojos. Disculpen el juego de palabras pero es que me lo han puesto a huevo…Esa pasión convertida en opio para el pueblo acabó siendo aspirina sin efecto placebo. Y encima, en Madrid, el cielo que cubría la ciudad no era de un 16 de junio sino, más bien, de un 19 de marzo. En mi calle, nadie coreó el nombre de España. Y mi calle es muy de celebrarlo todo y muy alto. España nos contradice, nos ilusiona y nos decepciona por igual. Y eso sólo lo puede lograr la pasión. Por mi parte, como el fútbol me importa un pimiento y estoy del Waka Waka de Shakira hasta el mismísimo waka waka, estoy pensando en estimular mi pasión con otros mecanismos. Se aceptan ideas.