Desde 2008 a 2014 viajé siempre solo por más de 80 países. En el año 2014 empecé a producir la serie de Televisión Española Diario de un Nómada y a dirigir un equipo de dos camarógrafos que se esfuerzan en seguir mi rueda desde un 4×4 o una furgoneta. En mi opinión, el viaje en solitario es el auténtico viaje. Es el viaje que enseña quién eres tú en el fondo, en esencia, desprovisto de la hojarasca social, de lo que piensas que ven en ti los demás, del dinero que tienes en el banco o de tu posición social. Nada de eso le importa al paisano de Uzbekistán o Tanzania. El viajero solitario está completamente expuesto y completamente abierto al mundo exterior, a los demás. El viajero en grupo, en cambio, mira hacia dentro, vive en el grupo, para el grupo, por el grupo; se preocupa por las relaciones internas del grupo, de si se lleva bien con fulanito o mal con menganito.
El viajero solitario conversa con los desconocidos, con los habitantes de los pueblos que recorre. Sin distracciones internas grupales, mira al exterior, observa y aprende, porque sin nadie en quien delegar sabe que su supervivencia depende de su propia capacidad de adaptación, de sí mismo como hombre desnudo y desvalido, de su exclusiva actitud de comprensión y de su intrasferible aptitud de interrelación. Un viajero dentro de un grupo puede ser un capullo, pero un viajero solitario no puede permitirse esa tara asocial.
Cuando se viaja sólo hay ser capaz de encontrar solución a tus propios problemas. Nadie los resolverá por él. Hay que ser autosuficiente. Pero la autosuficiencia es una utopía. Nadie puede saberlo todo, preverlo todo, arreglarlo todo. Lo que no es utópico ni imposible es la actitud de quien está convencido de que podrá encontrar una solución. Y es que siempre hay una solución. Ese convencimiento es esencial. Si otros lo han hecho antes es que es posible. Y si es posible, tú puedes hacerlo. Esa es la enseñanza que indefectiblemente adquirirá todo aquel que haya hecho un gran viaje en solitario fuera de las fronteras occidentales, especialmente si lo ha hecho usando un vehículo a motor que le transporte pero que a veces él tendrá que transportar, como cuando se avería o hay que cruzar un brazo de agua fluvial o marítimo.
El grupo puede hacernos tener una falsa sensación de seguridad, que nos haga bajar la guardia, cosa que no le ocurrirá al viajero solitario. Ante un atraco, ataque o secuestro por criminales o terroristas igual de vulnerables son cuatro turistas occidentales que uno. De hecho, viajar en grupo puede ser más peligrosos. En los países con problemas de terrorismo islamista lo verdaderamente arriesgado es estar en lugares frecuentado por turistas, como los hoteles de lujo o los resorts, pues en ellos los criminales saben que ahí un atentado causa muchas víctimas y un gran impacto mediático, mientras que en los sitios donde abundan los ciudadanos locales y solo de vez en cuando se presenta un occidental es mucho más improbable que suceda un atentado.
El peligro del viaje en solitario es otro. Cuando se viaja solo se corre el riesgo del egoísmo. Uno es quien decide cuándo salir y cuando parar, donde detenerse, qué camino tomar, que lugar visitar o evitar, donde dormir. La tiranía del yo. Es un poder absoluto que puede corromper absolutamente y que conlleva enormes riesgos para la salud mental, pues nadie te contradice, nadie expone otro punto de vista. Si solo escuchas tus propios pensamientos llega un momento en el que crees que tienes siempre razón pero igual estás teorizando disparates. Conviene estar siempre abierto a perder tiempo con los demás, a charlar y a aprender. Durante los viajes serán muchas las ocasiones para relacionarse con desconocidos. Es sin duda una de los aspectos que me resultan más interesantes de la aventura solitaria. Es mucho más fácil que los indígenas te abran sus puertas cuando estás solo que cuando viajas en grupo. Un motorista solitario es siempre motivo de curiosidad general, y el que lo aloja se convierte en un tipo importante.
Cruzaba Kazajistán para escribir mi libro La emoción del Nómada. Me vi perdido en la estepa sin hallar más que pequeñas aldeas sin hotel. En un momento dado no supe si estaba siguiendo el camino correcto. Anochecía y divisé en el horizonte una motocicleta Ural. Se aproximó hasta mí levantando polvo. La conducía un corpulento kazajo llamado Alik. Me invitó a su casa. Aunque quiso que durmiera en la misma habitación que sus cinco hijos y su mujer, preferí acampar en su patio. Por la noche le visitaron todos los vecinos. Él me los iba presentando con mucha ceremonia. Se sentía muy ufano de tener al extranjero como huésped. Mi presencia en sus dominios había incrementado su posición social y el pueblo entero pasó por su casa para contemplar aquel raro espécimen que era yo. Alik solo me pidió una cosa a cambio de su hospitalidad. Conducir mi BMW por su patio y demostrarle a sus hijos lo importante y sabio que era.