Cada semana, un nuevo paso en nuestra vuelta al mundo contada a través de los micrófonos de Radio Nacional. En este episodio embarcamos en un horrible paquebote para llegar a Sudán. En el puerto de pasajeros de Asuán hay una auténtica multitud. Unos entran, otros salen, otros cargan, otros vigilan, otros conducen, otros cambian dinero, otros roban, otros compran, otros venden, otros comen y otros beben. Y todos parecen hacer de todo eso al mismo tiempo y a la vez. El sonido de mil voces, gritos, maullidos, motores y máquinas golpea y desconcierta. Voy hacia una nave repleta de una muchedumbre ruidosa y atareada. Todo son bultos, paquetes, enormes fardos de mercancías que van a Sudán. Este barco semanal es el único medio de conectar uno de los más pobres países del mundo con Egipto.
Superado el control de pasaportes, solo queda caminar hasta el barco. El trayecto es como ir metido en una estampida de búfalos. El muelle está atestado de objetos diversos. El gentío, cargado de bártulos y equipajes, los esquiva y galopa para hacerse con un hueco libre en cubierta o en los salones de segunda clase. Trotamos por la escalerilla en tupido tropel. Pero la puerta de acceso es pequeña. Muy pequeña. Apenas cabe una persona de tamaño medio con equipaje de mano, pero aquí son cientos los que quieren entrar a la vez con inmensa impedimenta porque este barco es también el único modo de importar mercaderías del desarrollado Egipto en el paupérrimo norte sudanés. Todo está lleno de fardos y personas. El olor a humanidad, melaza, sudor y tabaco es asfixiante, casi se puede cortar con un cuchillo.
Encuentro mi cabina. La número 17. Abro la puerta sin cerrojo y ante mí encuentro dos metros cuadrados de espacio ocupados por una litera de sábanas marrones. El resto del mobiliario lo componen sendas almohadas llenas de lamparones, mesa de formica rasgada y papelera llena de desperdicios. El camarote tiene la fortuna de estar cerca del baño. Tres lavabos desconchados, un retrete y una placa turca para unas 300 personas.
He descubierto que se puede salir a proa por una puerta. Es el final del pasillo de primera clase. Por la noche voy y subo a la cubierta del puente de mando. Bebo mis cervezas en silencio. La navegación es calma, debajo el suave arrullo de las aguas y sobre nosotros se dibuja la más nítida Vía Láctea. Es asombrosa esta claridad, esta pureza. Como siempre, mirar el cielo africano me proporciona una razón inobjetable para estar haciendo lo que hago. Ante tamaña inmensidad celeste se difumina todo lo demás y hasta el agua que anega los retretes parece que no es otra cosa más que un poco del Nilo fuera de su sitio.
A las siete y media de la mañana pasamos por delante de los templos de Abu Simbel. Fueron construidos en el siglo XIII adc por Ramses II. El monumento se hizo célebre cuando fue trasladado piedra a piedra para evitar que quedara inundado por el lago Nasser al levantarse la presa de Asuán. Un traslado de solo 200 metros que costó 40 millones de dólares y duró de 1964 a 1968.
Estoy excitado y nervioso. Sudán es un gran desconocido. Hasta hace poco era el país más grande de África con dos millones y medio de kilómetros cuadrados y más de 40 millones de habitantes. La reciente secesión de Sudán del Sur ha reducido estas cifras pero no la sensación de cruzar una frontera definitiva una vez desembarque del lamentable paquebote que une semanalmente la ciudad egipcia de Asuán con Wadi Halfa.
Sudán era el legendario reino de Nubia que ya aparece mencionado en la Biblia como Kush y del que existen referencias escritas desde el 3000 AC. Nubia, como entidad política, desapareció en el 350 de nuestra era.
Hoy aquí gobierna el general Omar al-Bashir. El conflicto de Darfour, el fundamentalismo gubernamental, las disputas territoriales con sus vecinos, el alojar a Bin Laden y otras actitudes semejantes han hecho de Sudán un apestado en la escena internacional.
Próximo destino: el agujero negro de Wadi Halfa.
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