Buruli: la lepra del trópico
miércoles 21.mar.2012 por Santiago Riesco 0 Comentarios
El lunes nos levantamos a las cuatro de la mañana para ir a Sakassou. Una pequeña localidad de 20.000 habitantes en el centro geográfico de Costa de Marfil, a 360 kilómetros de Abidján. Las carreteras, sorprendentemente, están en buen estado a pesar de la guerra que comenzó en 2002 y que terminó (eso dicen) con la toma de posesión del nuevo presidente del país, Ouattara, hace unos meses, a finales de 2011.
Los primeros 150 kilómetros fueron por autopista. Bueno, lo que aquí llaman autopista. Sí, dos carriles de ida y dos de vuelta. Más o menos asfaltados, pero que comparten los coches a toda velocidad, los camiones lentísimos y pesadísimos, las motos cargadas con cuatro pasajeros, las bicicletas repletas de las más increíbles mercancías y peatones variados portando en sus cabezas todo tipo de recipientes. Después cogimos una carretera, también asfaltada, y con menos baches de los que cabía imaginar. Eso sí, los parches del asfalto eran tan desiguales que no paramos de dar botes y bandazos (para esquivar los baches) durante los 180 kilómetros de ruta. Por último, entramos en una carretera típicamente africana, de tierra. Muy bien conservada. Sólo 30 kilómetros que discurrieron a la sombra de gigantescos árboles a modo de túnel vegetal. En resumen: 360 kilómetros en poco menos de seis horas.
En Sakassou nos esperaban las cuatro hermanas Misioneras Carmelitas que se encargan del hospital donde curan la úlcera de Buruli. Teresa, una eibarresa de 80 años que llegó aquí hace 32 para fundar esta misión. Y aquí sigue, trabajando sin cesar como enfermera escuchando a las familias y atendiendo a los niños que sufren esta desconocida “lepra tropical”. La superiora es María Ángeles, navarra de Ontiñano. Tiene 62 años y lleva once como enfermera ocupándose de las consultas generales y de lo que haga falta. Como Teresa, María Ángeles ha vivido la guerra en Costa de Marfil, en Sakassou, bajo el control de las fuerzas rebeldes. Recuerdan cómo la embajadora española les suplicó que se fueran y cómo la comunidad decidió quedarse para atender a la gente que se amontonaba en los salones parroquiales y en su propia casa. Los hospitales estaban cerrados y la gente no tenía dónde ir. Aquí les curaban, les protegían y les daban de comer al tiempo que rezaban por la paz.
Al frente del hospital hay otra hermana española, una doctora palentina criada en Valladolid. Mariluz tiene 45 años y estuvo trabajando al sur de la República Democrática del Congo durante más de una década hasta que, hace tres años, vino para hacerse cargo del centenar de pacientes con úlcera de Buruli que atienden en este hospital especializado. Junto a las tres hermanas españolas (dos enfermeras y una médico) vive Salomé, una joven de 24 años procedente de Bata (Guinea Ecuatorial) que aún está en proceso de formación. Ella compagina el trabajo en la farmacia del hospital con la atención de la biblioteca de la misión y el aprendizaje de la lengua local, el baulé.
La úlcera de Buruli es una enfermedad poco conocida. La produce un insecto que vive en aguas estancadas o pútridas. Comienza como una simple roncha que no duele. Poco a poco se va comiendo la carne, la va pudriendo, y puede llegar hasta el hueso. Normalmente los enfermos son niños y mujeres. Las heridas son horrorosas y malolientes. Suelen producirse en brazos y piernas. A veces en el abdomen. Estas tremendas pústulas necesitan un tratamiento antibiótico de 52 días ininterrumpidos con inyecciones y una rehabilitación específica. En muchos casos precisan cirugía con injertos de piel.
Después de grabar con nuestras cuatro Misioneras Carmelitas, al día siguiente, nos despedíamos de Sakassou grabando una barrera de sacos terreros herencia de la guerra que, dicen, ha terminado. Allí nos sorprendió un amable militar que se interesó por nuestra filiación y ocupación. El padre Maximiliano Herráiz, con 75 años de vida y una energía inagotable (se pegó la paliza al volante para ir y para volver) le mostró su carné de presidente de la ong local “Le Carmel” y le señaló la matrícula del coche hasta que el hombre armado cayó en la cuenta de que se trataba de una matrícula diplomática. Resumiendo: el militar sacó un cuaderno de su garita, el padre Maxi firmó, y nosotros seguimos camino entre camiones de los cascos azules, furgonetas de los cascos azules, cuarteles de los cascos azules, mucha policía y fuerzas de ocupación francesas que apoyan al ejército local –justamente el ejército local antes era el ejército rebelde- pero la vida tiene estas cosas.
Después de desandar los kilómetros de la ida (con parada en la capital oficial del país, Yamousukro, para visitar la impresionante réplica a escala real del Vaticano con plaza de San Pedro y todo) regresamos justo a tiempo a Abidján para aprovechar las últimas luces y grabar el skyline de una enorme ciudad africana con seis millones de habitantes, rascacielos, una laguna espectacular y unos atascos que dejarían en ridículo los de las ciudades españolas.
Esta madrugada, si Dios quiere, regresamos a España. Ahora vamos a seguir grabando historias de héroes anónimos preocupados por hacer de este mundo algo más humano, habitable y justo. Me voy con las huérfanas de Betania. Saludos desde Gonzagueville.