El misionero y el sultán
martes 15.may.2012 por Ricardo Olmedo 0 Comentarios
Dio aviso de que íbamos a ir por la tarde si cesaba la lluvia que durante toda la mañana caía fuerte y sin cesar, anegando los caminos y formando los charcos más grandes que imaginarse puedan. Y así fue. El sol se abrió paso entre el tapiz gris de las nubes y pudimos cumplir nuestra promesa de ir a Panakar, un pequeño poblado a media hora de Yirol.
Quien avisó es José Javier Parladé, al que hemos acompañado durante todo el día. Misionero sevillano con una vida de película y que sólo necesita alguien que llegue a este fin del mundo llamado Yirol para que escriba la biografía de este personaje. Siempre quiso ser misionero, y además en Sudán, un mítico país atravesado por el Nilo Blanco y lleno de epopeyas misioneras, guerras tribales y sangre de esclavos. Estudió italiano en Roma, árabe en Damasco e inglés por su cuenta. Y las lenguas locales africanas en sus misiones. Total, 42 años de vida misionera en Sudán en la que ha vivido siete, ocho o diez vidas más que la mayor parte de los mortales. Y si sólo ha vivido una, lo ha hecho con una intensidad que apabulla. Creo que la guerra, que duró 20 años y que vivió junto a los más débiles del sur, inclinó la balanza de su corazón hacia estas gentes del Sur, a quienes sirve, cuida, cura, educa y evangeliza con mucho respeto y más paciencia.
Al final, fuimos a Panakar, donde el sultán y las demás autoridades le esperaban solemnemente sentados bajo un gran árbol. Parladé quería comprobar los daños que un temporal hizo en la escuela del poblado, financiada con ayuda de sus amigos de Sevilla. De paso, dimos una vuelta por el lugar, con la impresión de haber viajado en el tiempo 500 años atrás. Aunque sólo lo hayamos hecho en el espacio de esta África profunda y deslumbrante. El sultán me dijo que al padre Joseph, como aquí lo llaman, Dios lo trajo para hacer el bien a este reino de los dinka. Me lo decía mientras veíamos a un niño recién operado de un tumor en la cabeza gracias a las gestiones del misionero que se lo llevó a Nairobi y el pequeño volvió sano y feliz. Y el sultán esperaba ahora que el pequeño, después de esta lección, viviera para hacer el bien a sus semejantes, como hace el padre Joseph.
"Ellos me quieren y yo les quiero", me dice Parladé mientras se reencuentra, feliz, con sus dinka, después de unos días de vacaciones en Sevilla que se toma cada tres años. Las piernas le fallan y aguanta poco tiempo de pie. Lo que no le falla es el corazón, que bombea una sangre espesa ("me tienen que extraer cada tres meses porque tengo mucho hierro", dice). Sangre unida ya para siempre a estas gentes de Sudán del Sur, a los dinka, orgullosos pastores, altos como cipreses y que ríen como niños pequeños cuando se ven en las fotos que les hacemos y que se dejan hacer confiados porque vamos con el padre Joseph, con este peculiar sevillano que ha unido su historia a la de los dinka.