¿A qué huelen los pobres?
viernes 31.oct.2014 por Santiago Riesco 0 Comentarios
El olor de la miseria es inconfundible. No tiene nada que ver con el de las nubes, ni con el de los todoterrenos que gastan las “oenegeses” en sus viajes para comprobar que no se extravía el dinero de sus proyectos, ni siquiera con el de las subvenciones del ayuntamiento para las familias en riesgo de exclusión.
La pobreza huele exactamente igual en todo el planeta. Huele lo mismo en la isla de Sumatra azotada por un tsunami devastador que en los centros para niños desnutridos de Bobo Dioulasso en Burkina. El mismo e intenso olor en el basurero de Antananarivo en Madagascar que en las favelas inmundas que rebosan violencia de la olímpica y brasileña Río de Janeiro. No hay diferencias. La pobreza huele mal, no nos gusta, hace que nos tapemos nariz y boca, que salgamos corriendo en cuanto sentimos la arcada que antecede el vómito. Y procuramos alejarnos de ella. O la alejamos disfrazándola de beneficio para el bienestar común con políticas de aislamiento.
Aunque el mundo sea cada vez más pequeño y las distancias más cortas, la pobreza sigue estando lejos, muy lejos: La escondemos.
En nuestro civilizado, occidental, progresista y avanzado país sucede lo mismo. Los pobres huelen mal. Y tratamos de ocultarlos. A unos los metemos en cárceles que cada vez están más alejadas de las ciudades y con accesos más complicados. A otros los confinamos en guetos a los que ponemos nombres rimbombantes: “Las 3.000 viviendas” en Sevilla, “Buenos Aires” en Salamanca, “Las 600” en Albacete, “La Cañada Real” en Madrid, “San Francisco” en Bilbao, “La Palma” en Málaga… y así en todas y cada una de las capitales de provincia. No podemos soportar su olor. Aunque los de Pueblo de Dios hemos grabado en todos ellos para mostrar a los que tratan de acabar con la estructura de pobreza que provoca semejante pestilencia.
Las consejerías y concejalías, los ministerios y gobiernos de la cosa de los pobres, apenas si invierten en ambientadores que protejan al resto de los ciudadanos del hedor insoportable que emanan estos basureros humanos. Se contentan con que la peste provocada por la miseria no llegue a los que pagan impuestos. Los que pagamos impuestos nos contentamos con saber que hay programas, proyectos y hasta planes integrales para ayudar a los que quieran dejar de oler a miserables. Y acabamos creyéndonoslo para tranquilizar nuestras conciencias y seguir contribuyendo con el fisco.
Hasta que llega Cáritas y nos da en toda la boca con su VII Informe Foessa sobre exclusión y desarrollo social en España. Un trabajo incontestable porque en su elaboración han participado 90 expertos de 30 universidades. Y claro, que nos digan que en nuestro país el olor a probreza está justificado porque los números cantan la traviata, esto ya es más fastidioso y no hay devora olores que se lo trague. Por ejemplo, que el 25% de la población española está excluida, y casi la mitad de ellos (cinco millones) se encuentran en exclusión severa. Muchos de ellos desde hace tiempo: dos de cada tres personas ya estaban en esta situación antes de la crisis. La precariedad, según constata el informe, afecta a ámbitos como la viviendo o la salud. De los 11,7 millones de excluidos, el 77,1% padecen exclusión del empleo, el 61,7% de la vivienda y el 46% de la salud. Y claro, las palabras del Papa Francisco en el Encuentro Mundial de Movimientos Populares, también son otro puñetazo en el rostro de la humanidad opulenta: "Solidaridad es también es luchar contra las causas estructurales de la pobreza, la desigualdad, la falta de trabajo, la tierra y la vivienda, la negación de los derechos sociales y laborales".
En Pueblo de Dios llevamos casi 33 años mostrando la auténtica solidaridad de la Iglesia con los más pobres. Esos pobres que no pueden esperar. Los pobres del Evangelio, los de las revolucionarias Bienaventuranzas a las que el Papa Francisco nos lleva con sus palabras y, sobre todo, con sus obras. Es entonces cuando el hedor de la pobreza se convierte en el auténtico perfume de Dios.